Por un momento, el espectáculo los dejó boquiabiertos. Daine había visto muchas riquezas en su vida; todavía recordaba el jardín de joyas de Alina Lorridan Lyrris, pero con Alina uno nunca sabía qué era real y qué era una ilusión. Aquí los tesoros estaban esparcidos sin preocupación por el arte o la apariencia. Una estatuilla dorada con los ojos de rubí del tamaño del pulgar de Daine estaba apoyada contra un tapiz enrollado.
—Escamas azules —dijo Daine, poniendo en orden sus pensamientos—. Través, vigila la puerta. Lei, necesito saber si estos baúles son seguros; tiene que estar en uno de ellos.
—Podríamos meter algunos en mi bolsa —dijo, estudiando uno de los cofres.
La bolsa de Lei era un tesoro de su juventud, aunque Daine no sabía si la había hecho o la había heredado. En el pasado, había llegado a esconder a Través en su interior.
—Siempre supe que tenías lo que hay que tener para ser una ladrona —dijo Daine—. Esa avaricia es muy propia de ti.
Abrió el baúl en cuanto ella prosiguió. Al principio, parecía estar lleno de pedazos de cerámica rota cubierta de esmalte brillante. Mientras Daine rebuscaba entre los fragmentos para asegurarse de que no había ninguna escama debajo, se dio cuenta de que eran los restos de huevos enormes.
Lei se sonrojó.
—Esto… no tiene nada que ver con el oro. Nunca había visto una colección como ésta. —Dio un golpecito en la tapa de un cofre de metal—. Deja eso. Ya lo revisaré yo.
Daine asintió y se puso a rebuscar entre un montón de fardos de tela; «Viejas banderas o pendones de guerra», pensó.
—Hay una escultura seren aquí —prosiguió—. Sólo había oído hablar de ellas, y si lo que Gerrion ha dicho es cierto, ese hombre no merece estas cosas.
—Déjalo —dijo Daine—. Si sólo cogemos la escama, es posible que ni siquiera se dé cuenta hasta que nos hayamos marchado. Su fe me da igual, pero preferiría no tener que lidiar con la ira de los dioses ahora.
—Muy bien —dijo Lei con un suspiro—. ¡Oh!, esto es interesante…
«¡Daine!». El pensamiento de Través fue un martillo en su cráneo.
El cobre refulgió a la luz de la llama fría de los faroles e hizo añicos la mesa que estaba junto a Daine. Un dragón de cobre se agazapó delante de él. Era del tamaño de un tigre, y su cabeza se ladeaba con la fluida elegancia de una serpiente, pero sus ojos eran de metal frío. Un segundo antes era una estatua inmóvil en la puerta. Ahora estaba vivo, y si Través no lo hubiera atacado en el instante en que empezaba a moverse, habría sido Daine quien ahora hubiera estado bajo las garras de la criatura y no los fragmentos rotos de la mesa.
El ataque tuvo lugar demasiado rápidamente para que Daine reconociera la naturaleza de su enemigo. Sin pensarlo, blandió la espada, embistió y le dio a la bestia entre los ojos. Le dolía la muñeca del impacto, y la punta de su espada apenas rasguñó la superficie de la estatua viviente, que inmediatamente se echó sobre él. El golpe le derribó al suelo. Las garras del dragón le apretaban por entre los anillos de la malla y se clavaban en la piel de su pecho. Unas fauces de metal se abrían y descendían hacia su cara, pero cuando los dientes brillantes ocuparon todo su campo visual se oyó un resonante «¡crag!» y su cabeza cayó hacia un lado. Través estaba sobre él, y la cadena giratoria de su mayal era un muro de hierro en la luz débil.
«¡No tenemos tiempo para esto!», pensó Daine. Aunque el golpe de Través parecía no haber causado una herida grave a la bestia, al menos la había derribado. Daine se lanzó contra ella, girando a un lado y tirando al dragón al suelo. «¡Lei, sigue buscando!».
Ahora el dragón estaba agazapado en un rincón de la sala, y Daine veía su imagen reflejada en los metálicos ojos muertos. Cualquier duda que tuviera sobre su naturaleza se había desvanecido: era una criatura de magia y metal, no de carne y hueso. Por alguna razón, inquietó a Daine de una manera en la que nunca lo habían hecho los forjados. Al menos los forjados tenían forma y voz humanas, y en cierto sentido no eran muy distintos de los hombres con armadura. Ocasionalmente, sobre todo cuando estaba borracho, Daine se había olvidado de la verdadera naturaleza de Través y le había pedido que se uniera al jolgorio; pero en esa criatura no había nada natural. No había junturas, goznes, era puro metal, pero tenía la flexibilidad de la carne.
Hubo un momento de inmovilidad en el que los enemigos se contemplaron. El único ruido fue una débil maldición de Lei, que se estaba peleando con la cerradura de un cofre testarudo. Después, la criatura saltó e impactó contra Través. El forjado levantó su mayal justo a tiempo para alcanzar las patas delanteras y mantener a raya la parte superior de su cuerpo, pero lanzó sus patas traseras y se produjo un terrible crujido de metal contra metal, Las garras de cobre rayaron las placas de la armadura de Través y rasgaron las cuerdas de cobre que había debajo.
El forjado no gritó de dolor, pero era evidente la gravedad del daño. Una furia fría surgió del corazón de Daine. Través había salvado su vida hacía sólo un momento, y ésa había sido una de tantas veces. Aquella cosa podía ser el fin de su amigo. Su ira le echó hacia adelante, y mientras Través luchaba por contener al dragón, Daine cogió la empuñadura de su daga al revés y la clavó en uno de los ojos de la criatura. Esa daga no era una arma ordinaria: forjada por un herrero loco de la casa Cannith, podía atravesar el hierro con la misma facilidad que la tela, y ningún metal mundano podía igualar lo afilado de su hoja. La daga se clavó en lo hondo de la cabeza del dragón con la misma resistencia que habría mostrado un pedazo de queso blando, pero el dragón no tenía cerebro bajo el cráneo. Giró la cabeza y la pura ira le dio a Daine la fuerza necesaria para seguir asiendo la daga y arrancarla de la criatura de la cabeza. Su ojo izquierdo era una ruina, pero no parecía afectarle de ningún modo. Daine saltó hacia atrás justo a tiempo de evitar sus garras.
«Estado, Través», pensó.
El forjado estaba de pie, pero no le respondió. La bestia siguió atacando a Través con sus afiladas garras, y Daine vio las cuerdas rotas de su cintura. Si Través hubiera sido una criatura de carne y hueso, sus entrañas habrían quedado desparramadas sobre las garras del dragón, pero el forjado todavía no estaba vencido. Carecía de fuerza para hacer retroceder a la bestia, pero giró hacia un lado utilizando su peso contra ella. Cuando el dragón cayó al suelo, Través hizo descender el mayal y envolvió la larga cadena en una de las piernas traseras. La bestia de cobre trastabilló e impactó contra varios cofres. Través cayó sobre una rodilla: claramente, sus heridas le estaban pasando factura y todavía no había respondido a la petición telepática de Daine.
La ira dio paso a la preocupación, pero no había tiempo para ninguna de las dos cosas. Daine se lanzó hacia adelante atacando con la daga. Astillas de cobre cayeron al suelo. Estaba claro que la criatura no tenía ninguna clase de órganos vitales. Si Daine quería lograr algo, tendría que ir cercenándola parte a parte. Tal vez no utilizara los ojos, pero perder la cabeza sería probablemente una problema para ella.
Fue más fácil hacer el plan que llevarlo a la práctica. En un instante, el dragón estaba ante Través. Lo atacó con la cola y le dio de lleno en el tronco herido. El soldado impactó contra la pared y quedó inmóvil. Ahora el dragón miró a Daine con su ojo destrozado. Daine cruzó sus armas ante su pecho. Quizá si lo alcanzaba en mitad de un salto podría utilizar su fuerza contra él, clavarle la daga en el cuello…
Al final, no fue el dragón quien saltó. Hubo un rápido movimiento y después Daine vio que Lei estaba sobre la espalda de la criatura, cogida a su cuello. Tenía la boca torcida en una terrible mueca, y Daine observó cómo el aire se rizaba alrededor de sus manos. Por un momento, recordó la batalla en el risco de Keldan y al soldado que explotó ante su tacto. El dragón se revolvió tratando de llegar hasta ella, pero Lei se sostuvo con una adusta determinación. Daine dudaba si atacar a la bestia por miedo a herir a Lei en la confusión.
No tenía de qué preocuparse. La criatura no aulló, no soltó ningún grito de dolor. Simplemente se quedó inmóvil, convertida de nuevo en metal muerto. Lei se desplomó sobre su cuello, respirando con fuerza.
—¡Lei!
Sin ni siquiera pensarlo, Daine se lanzó hacia ella. Lei cayó en sus brazos, todavía jadeando.
—Tengo… la… escama —dijo con la cabeza apretada contra el hombro de Daine. Éste tardó un momento en recordar por qué estaban luchando—. Déjame… Través.
Daine la dejó de pie y, por un momento, la sostuvo mientras ella recuperaba el aliento, Todo pensamiento estaba perdido en un caos de emoción, ira y preocupación envuelto en algo más profundo. Después, la soltó y corrió hacia Través. El forjado estaba contra la pared, al parecer tan inerte como la estatua del dragón. Tenía la cintura destrozada y abierta, con cuerdas rotas empapadas de un fluido traslúcido y pegajoso, pero Lei se arrodilló junto a él y pasó las manos por los ligamentos rotos. Daine la había visto trabajar con el forjado antes y sabía que todavía había esperanza.
«Lakashtai, ¿qué está pasando?», pensó.
Nada. De repente recordó que Través tampoco le respondía.
«Lei, ¿me oyes?».
—¿Lei? —dijo.
—¿Sí? —respondió ella sin levantar la mirada de su tarea.
—Tenemos problemas.
—Diría que sí —dijo una voz procedente del pasillo.
Maru Sakhesh estaba envuelto en llamas. El fuego no tocaba sus ropajes oscuros ni el arco de la puerta, pero Daine sintió el calor contra su piel y se preguntó si sólo quemaría la carne de los enemigos. El sacerdote no iba armado, aunque al cerrar el puño su aura ardiente se volvió más brillante.
—El tiempo de la Llama ha llegado —dijo entre dientes, con la voz grave y mortal—. Habéis elegido un buen momento para morir.
—Tenemos otros planes —dijo Daine.
Había sentido un momentáneo atisbo de duda cuando Sakhesh había aparecido: no importaba cómo tratara de justificarlo, el hecho era que había ladrones y que el sacerdote estaba defendiendo su propiedad. Daine no tenía ninguna intención de morir quemado y necesitaba encontrar a Lakashtai. No estaba seguro de que la kalashtar fuera una amiga de verdad, pero era una compañera y le había salvado la vida. No podía fracasar de nuevo.
Daine saltó y embistió a Sakhesh con la punta de la espada a la altura del corazón del sacerdote. Sakhesh era un anciano y no tenía espacio para esquivar el ataque. No lo intentó. Ni siquiera tembló cuando Daine le alcanzó. Su túnica de seda negra tenía la fortaleza del acero y la espada de Daine resbaló hacia un lado sin penetrar. El feroz halo del sacerdote brilló con luz y calor, y una columna de fuego recorrió la espada de Daine hasta su brazo. Daine saltó hacia atrás, pero su camisa estaba carbonizada y su brazo dolorido y quemado.
—Descansa en paz —dijo Sakhesh.
Apretó el puño y Daine se vio atrapado por una fuerza invisible en forma de perno. Luchó con todas sus fuerzas, pero no pudo moverse. Sakhesh se le acercó abriendo los brazos.
—Ríndete. Entrégate al fuego, el aliento de los verdaderos Soberanos.