—¿Quieres que robemos un templo? —dijo Lei. Miró a Daine—. No vas a permitir esto, ¿verdad?

Daine se encogió de hombros.

—¿Dónde estaban los dioses cuando Cyre fue destruida?

—No puedes esperar que los Soberanos tomen partido en guerras mortales. Cyre, Breland…, cuidan de todos nosotros.

—No muy bien.

—Robar a sacerdotes… ¿Se puede caer más bajo?

Gerrion estaba asistiendo a la conversación con una sonrisa.

—Justa dama, te aseguro que el dueño de este templo ha caído mucho más bajo de lo que puedas imaginar. Si te sirve de consuelo, obtuvo el objeto que buscamos por medio de un robo.

—¿Por qué iba a creerte?

—Bueno, puesto que fui yo quien lo robó para él, deberías hacerlo.

—¿A quién se lo robaste? —preguntó Daine.

—A Hassalac Chaar. Ésa es la razón por la que sé que lo quiera.

—Por supuesto.

Daine se pasó un dedo por la frente. Lakashtai y Través observaron en silencio. Daine supuso que Lakashtai lo sabía desde el principio; Través, a su vez, no vio ninguna razón para hablar.

—De modo que conocen bien las propiedades de Hassalac.

—¡Oh, no! Robé la escama antes de que llegara a manos del Príncipe de los dragones. Tengo talento, pero no estoy tan loco como para invadir el sanctasanctórum de Hassalac. Pero no quiero desalentarte.

Daine miró de soslayo a Lakashtai; ella levantó una ceja, y ese mínimo movimiento transmitió su indiferencia, como si se hubiera encogido de hombros.

—Muy bien. Éste es tu juego, Lakashtai, y yo te sigo.

Lei estaba contemplando el jerograma multicolor que había sobre la verja.

—Está bien… ¿Qué estamos buscando?

—Una sola escama de dragón azul, de un pie de ancho y un pie y medio de alto. Se le ha colocado correa a un lado para que se pueda utilizar como escudo; en el otro, está el símbolo de los Soberanos.

Lei pensó en ello.

—¿Un pie de ancho? El dragón habría tenido que ser… —Se quedó en silencio, tratando de calcular mentalmente el tamaño.

—Si el maestro Sakhesh es de creer, es una escama del propio dios Áureon.

—¡Oh! —dijo Lei—. ¡Son dragonistas! —La perspectiva parecía alegrarla.

—¿Te importaría explicárselo a estos ignorantes soldados? —dijo Daine.

—Hay una secta que afirma que los Soberanos moraron en la tierra antes de subir a los cielos —dijo Lei—. Los dragonistas dicen que esos dragones eran los hijos más poderosos de Eberron y Siberys, y que después de derrotar a los demonios de Khyber ascendieron a un estado del ser más elevado. Nunca he conocido a un dragonista, pero he visto algunos de sus iconos.

—Se cree que están sanos y salvos en Xen’drik —dijo Gerrion—. Dicen que el maestro Sakhesh espera convertirse en un dragón algún día, y su fe se basa en la avaricia. La iglesia del dragón es uno de los edificios más antiguos de Linde tormentoso; ésta es una tierra dura, y los primeros colonos se fiaron de la magia de los sacerdotes para sobrevivir. La iglesia tiene una orgullosa historia de extorsión, y Mari Sakhesh es un gran creyente de la tradición.

A Daine no le importaba que la gente imaginara a los dioses en forma de dragones, humanos o frutas, pero a Lei le parecía algo crucial. Esa revelación había acabado con sus dudas.

—Venid aquí —dijo Gerrion— y os diré qué vamos a hacer.

Gerrion no les acompañó al interior de la iglesia. La situación le parecía evidente a Daine: aquélla no era la primera vez que Gerrion robaba en aquel templo, y Sakhesh no le daría la bienvenida. Daine miró de soslayo a Lakashtai. Parte del plan dependía de su poder mental, y en su estado de debilidad, quizá no estuviera a la altura del reto. Su expresión era serena, y si tenía alguna duda, se la guardaba para sí mismo.

Una pequeña antecámara daba a la nave circular de la iglesia. En los muros había nueve altares, cada uno de ellos bajo uno de los bloques de cristal que habían visto, a través de los cuales se filtraba una luz rosa. Tradicionalmente, cada altar debía portar el símbolo de uno de los Nueve soberanos, pero aquí los altares tenían grabadas imágenes de dragones elaboradamente tallados y decorados con esmalte y joyas. Daine no era un experto en religión, pero sabía que el altar central estaba normalmente dedicado a Áureon, y aquí mostraba la imagen de un dragón azul erguido y rodeado de rayos.

«No habléis. —Era la voz de Lakashtai, tranquila y clara; demasiado clara, pues no había rastro de eco en la gran sala—. Pensad en mí y yo guiaré vuestros pensamientos».

«Genial —pensó Daine—. Necesitaba tener más voces en la cabeza».

«¿Quién te ha invitado? —Era la voz de Lei—. Espera… ¿Daine?».

«Estamos todos unidos —fue el pensamiento de Lakashtai, y se produjo un extraño estallido de emoción, el equivalente mental a un suspiro frustrado—. Alguien se acerca, concentraos en lo que hemos venido a hacer».

El sacerdote era alto y corpulento, un hombre acostumbrado a la buena comida y la vida fácil. Llevaba una túnica de seda negra con una capucha dorada, y coloridos dragones danzaban en el dobladillo.

—Han llegado viajeros a la casa de los Nueve —dijo el sacerdote con la voz grave y resonante. Llevaba el cabello dorado perfumado y aceitado, pero a través del polvo de su cara podían verse las arrugas de la edad—. Olladra nos sonríe a todos para guiarnos a este lugar. Soy Maru Sakhesh, y en este lugar soy la voz de los Soberanos. Me temo que todavía faltan horas para el servicio del mediodía, y muchos de mis acólitos aún no han llegado, pero tal vez hayáis venido en busca de servicios más personales.

Daine no tenía ni idea de qué estaba hablando el anciano, pero algo en sus palabras hizo que sintiera un escalofrío en la espina dorsal. La voz del viejo tenía poder, pero había algo esencialmente repelente en él. No había emoción en su mirada, sólo frío cálculo. Ese hombre podía rendir culto a los dragones, pero al mirarle a los ojos Daine supo que el sacerdote no era más que un gusano.

—Así es, buen sacerdote —dijo Lakashtai. Miró a los ojos a Sakhesh, y Daine vio un débil destello de luz verde ardiendo en su mirada—. Mañana partimos de la ciudad hacia Puerto Trolan. Nuestros viajes nos han ido bien, y deseamos hacer ofrendas a Kol Korran y Olladra para agradecerles su generosidad y asegurarnos de tener un regreso seguro.

Hizo un gesto en el aire vacío que había a su lado y, por un instante, Daine vio un ejército de sirvientes cargados con cofres llenos hasta arriba de monedas, joyas y platos de ricos alimentos. Parpadeó y la imagen desapareció.

—Como puedes ver, hemos traído toda clase de cosas —prosiguió Lakashtai—. Algunas de ellas queremos sacrificarlas directamente a los Soberanos, pero teníamos la esperanza de que nos guiases a través del ritual del festín de Olladra y que, por supuesto, te sumaras a la celebración. Naturalmente, haríamos una donación al templo para compensarte por tu tiempo.

Maru Sakhesh se quedó mirando el espacio que había señalado Lakashtai y sus ojos se abrieron de par en par.

—¡Como desee Olladra! —dijo alegremente—. No soy quien para rechazar su generosidad. —Señaló una pesada mesa de madera que había en el centro de la sala—. Dejadme echar un vistazo a vuestras ofrendas y podremos empezar en seguida.

«Ya está —fue el pensamiento de Lakashtai—. Tiene una mente fuerte, no sé cuánto tiempo podré mantener esta visión. Moveos rápida y silenciosamente. El ruido podría romper el trance».

Sakhesh estaba inspeccionando la hilera de sirvientes que existían sólo en su mente y oliendo unas delicadezas imaginarias.

«Través, Lei, ¿me oís? —pensó Daine, y rápidamente respondieron de modo afirmativo—. Saca el mayal, Través. Si nos encontramos con enemigos, será a poca distancia. Colócate en la retaguardia. Lei, conmigo. Mira el suelo y la puerta, y busca defensas. En cualquier posición, te quiero detrás de Través. ¿Entendido? Adelante».

Había una gran puerta de madera en el otro extremo de la sala. Lei la examinó y asintió. Daine cogió el pomo y empujó suavemente. Se produjo un débil crujido de las viejas bisagras, pero nada que el sacerdote pudiera oír en medio de su ruidosa conversación con Lakashtai y sus compañeros imaginarios. Daine se agachó y blandió la espada, pero al otro lado no había nadie, sólo una escalera de caracol que descendía a las profundidades del templo.

Daine la señaló con la daga, y Lei, con precaución, pasó delante de él en dirección a las escaleras.

Normalmente, habría sido Través quien hubiera abierto camino; el forjado había sido construido para el sigilo y la velocidad, y podía soportar toda clase de castigos en la batalla; pero Gerrion les había advertido de que esperaran defensas mágicas. Mientras Lei bajaba por las escaleras, vació la mente de todo pensamiento innecesario. Su tarea era muy parecida a escuchar un sonido al borde de lo inaudible, un ligero tono que un oyente no entrenado no habría advertido jamás. Lo que buscaba no podía percibirse con el ojo ni con el oído. Era algo que sólo podía sentirse en la mente: un escalofrío del alma, el menor rastro de lo sobrenatural en el aire. Era inaccesible a la mayoría de la gente, pero Lei había dado forma a corrientes de energía mágica de niña, y podía percibir el mundo oculto en las sombras de la realidad.

Se paró en la base de las escaleras y detuvo a los demás con un gesto brusco. ¿Lo había sentido de veras, o era sólo un eco en su imaginación? Extendió sus pensamientos y notó un debilísimo latido de energía mística en el aire. De repente, estalló una red de luz azul pálido, un patrón asombroso de líneas refulgentes y palabras en la escritura de los dragones que formaron un amplio círculo que bloqueó completamente el estrecho pasillo.

«Un glifo», advirtió Lei a los demás. Era un encantamiento congelado en el tiempo, a la espera de desatar su poder sobre cualquier criatura que lo atravesara. El sello podía tener toda clase de efectos desagradables. Podía paralizar a su víctima, explotar con un estallido de fuego mortal, o llamar a un diablo para que se hiciera cago del intruso. Tras estudiar paredes y suelo, Lei no advirtió ninguna marca de quemadura ni señales de daño físico, así que era probable que el glifo no explotara, aunque había muchos efectos letales que no habrían dejado marcas en la sala.

«De prisa, no podré retenerlo mucho tiempo más».

El pensamiento de Lakashtai sacó a Lei de su ensoñación. «¡Lo sé, lo sé! Dame un momento». Daine le había puesto una mano en el hombro, y ella le dedicó una breve sonrisa.

—Estoy bien —susurró, sintiendo un deseo irracional de ocultarle las palabras a la kalashtar.

Dio un suspiro y volvió su atención al refulgente glifo. Cerró los ojos, extendió sus percepciones e invocó las mismas técnicas que utilizaba para crear su magia. Tocó el sello con la mente y lentamente recorrió el camino con sus pensamientos, siguiendo cada hebra de energía hasta que llegaba al final. Cada hilo brillante estaba unido a los demás para formar un todo más grande, y contempló la belleza de la red mágica. Finalmente, dirigió un estallido de energía contra el corazón del sello, una hoja que, o bien cortaría la hebra, o bien haría que explotara.

Lentamente, abrió los ojos. El glifo había desaparecido. Para los demás, aquello había sucedido en segundos, pero ella estaba exhausta: parecía que habían transcurrido días desde que había visto por primera vez el glifo.

«Roto», pensó para los demás, y siguió pasillo abajo.

«Si las indicaciones de Gerrion son correctas, ésta es la cámara que estamos buscando —pensó Lei—. No percibo trampas, pero está sellada místicamente, obra de la casa Kundarak, si mi aura no se equivoca. Supongo que Sakhesh debe tener alguna llave para desactivar el sello».

—Recuérdame por qué no le hemos matado y le hemos cogido la llave.

«De ladrón a asesino en una hora. Estás progresando de prisa —pensó Lei—. Ahora déjame trabajar en esta puerta. Voy a tener que preparar un ensalmo de apertura, y es una tarea difícil».

Sacó una pequeña varita de latón de la bolsa de su cinturón y empezó a susurrarle para tejer las energías que necesitaría para romper el cierre arcano.

«Han llegado tres acólitos. —Era Lakashtai—. He logrado introducirlos en mi ilusión, pero tres es el máximo de mentes que puedo afectar, y si llega alguien más, tendremos problemas».

«Lei está trabajando en ello». Era Daine.

Un instante después, Lei terminó su tarea y tocó la puerta con la varita, lo que produjo un breve parpadeo de luz. La puerta se abrió hacia dentro con un crujido.

Daine apartó a Lei de la puerta. «Través, apunta».

Través tenía su largo mayal en una mano, con la cadena enrollada en el mango. Apretó el mayal contra la puerta y la abrió poco a poco. Se introdujo rápida y silenciosamente.

«No hay peligro», pensó el forjado.

Daine fue el siguiente en entrar; blandía sus armas a pesar de la evaluación de Través. Miró a su alrededor, y el corazón le dio un vuelco.

La sala estaba llena de dragones.

Había dragones de madera, wyrms tallados en oro y ébano, estatuas de toda clase de formas y tamaños. La puerta estaba flanqueada por dos estatuas de cobre de dragones erguidos, cada uno de los cuales era más alto que Través. Esparcidos por la cámara había docenas de baúles, cofres y ataúdes, al parecer sin orden ni concierto. Si había una escama de dragón azul en la sala, estaba escondida.

«¿Lakashtai? —pensó Daine—. Es posible que tengas que mantener el ritual durante más tiempo de lo que podía esperar».