—Sirvientes de la oscuridad —susurró Lakashtai con una voz más fría de lo que era habitual—. Sabéis qué no debéis hacer. Abandonad vuestro estúpido camino y alejaros de vuestros maestros mientras vuestras almas sigan siendo vuestras.

Una oleada de fuerza coercitiva acompañó sus palabras, y hasta Daine sintió una momentánea necesidad de hacer lo que le ordenaba; pero si los desconocidos se vieron afectados por sus palabras o su poder, no lo demostraron.

—Sois vosotros quienes os habéis alejado de la luz —gritó el hombre de la espada de cristal. Tenía la voz suave y clara, y un acento desconocido le daba cierto tono sibilante a sus palabras—. No hemos venido a este lugar en busca de ti, perdida, pero mi señora se me apareció en sueños y me advirtió de tu llegada.

—¿Te importaría presentarnos? —dijo Daine, tranquilamente.

Todavía no había desenvainado la espada, tan misteriosa era Lakashtai. Además, por lo que él sabía, hasta podían ser primos lejanos.

—Guerreros de Riedra —dijo ella—, os doy esta última oportunidad. Marchaos ahora, pues mi ira es más temible que cualquier pesadilla.

—También la mía —susurró Lei, que mantenía la mirada fija en los soldados que había tras ella.

—Subestimas nuestro poder, katesh. Nuestros señores lo saben todo y no nos han dejado desprevenidos.

El pedazo de cristal centelleante que su compañero tenía en las manos soltó un estallido de luz roja, y Lakashtai soltó un grito de dolor. Cayó sobre una rodilla; su cara una máscara de concentración y agonía, Las manos de Daine volaron hacia las empuñaduras de sus armas, pero el desconocido volvió a hablar antes de que pudiera desenvainarlas, y aunque sabía que sus pensamientos estaban siendo manipulados, Daine se sintió obligado a escucharle.

—Ríndete, idiota —dijo—. No puedes luchar contra nuestro poder. Sólo te buscamos a ti. Ven con nosotros ahora y dejaremos con vida a tus acompañantes, hasta la idiota katesh. Batalla y te tomaremos a ti, y las muertes de tus acompañantes serán lentas y agonizantes.

—Muy bien —dijo Daine con calma, volviéndose hacia Lei y mirando de soslayo por encima del hombro de ésta—. No me gustaría que mis amigos se vieran implicados en algo que no les concierne. —Miró a Través, inclinando ligeramente la cabeza—. Lo siento, viejo amigo, es lo mejor. Déjame hacer lo que tengo que hacer.

Través asintió solemnemente.

Daine miró a Lakashtai. Tenía los ojos cerrados, los dientes apretados y el rostro perlado de sudor.

—No sé qué le estás haciendo, pero es suficiente. Basta.

—No estás en situación de negociar. Se recuperará cuando nos vayamos.

—Gracias, eso es muy tranquilizador, pero ésta es mi condición. Si no os sirve, será mejor que luchemos.

El hombre entrecerró los ojos a la sombra de su capucha. Por un momento, Daine pensó que se negaría, pero finalmente asintió.

—Muy bien.

La luz del cristal se apagó. Lakashtai se desplomó y se apoyó en una mano. Daine la miró de soslayo, y ella asintió.

—Muy bien —dijo Daine.

Alzó las manos y caminó lentamente hacia los riedranos. Hacía un siglo que Daine no pensaba en ningún poder superior, pero por un momento se le ocurrió la posibilidad de rezarle a la Llama. Al final, decidió no confiar más que en sí mismo.

La mujer que estaba a su izquierda desenvainó su espada y sacó un par de esposas. Estaban hechas de cristal morado, y Daine no vio en ellas ningún mecanismo de cierre, pero fue la cadena lo que le llamó la atención.

Perfecta.

Tendió las manos. Mientras la mujer se inclinaba extendió los brazos, cogió la cadena y la retorció a un lado para arrancársela. En tanto giraba hacia un costado sintió el temblor del aire producido por tres flechas que le pasaron casi rozando. Alcanzaron al soldado riedrano en el pecho y lo derribaron. No había tiempo para que Daine mirara a Través. Prosiguiendo con su movimiento, agitó las esposas y rodeó con la cadena de luz la espada de cristal del portavoz riedrano. El soldado trató de retenerla, pero Daine fue demasiado rápido y demasiado fuerte. Un poderoso tirón arrojó la espada al suelo.

Daine miró rápidamente a Lei. Conforme a sus instrucciones, había preparado uno de los ensalmos en la bolsa. Los dos hombres que la amenazaban a ella y a Través estaban enredados en una masa de denso y pegajoso barro. Través tenía una flecha preparada en la ballesta y estaba apuntando a los asombrados riedranos.

Daine recuperó su espada.

—Muy bien, hablando de rendirse…

El mundo se disolvió en el dolor. La mujer con el cristal había dado un paso atrás, lo justo para quedar fuera del alcance de Daine, y el cristal de su mano latía con una siniestra luz morada. Cada pulsación mandaba una oleada de agonía a los nervios de Daine. Apenas era consciente de los gritos de sus compañeros, incluido Través.

—¡Os hemos advertido! —dijo el portavoz. Sólo sus ojos eran visibles bajo la capucha y el velo, y eran fragmentos azules de furia en estado puro—. ¡Ahora morirán! —Recuperó su arma y apartó a Daine de un empujón mientras se dirigía a Lakashtai.

«No», pensó Daine.

El dolor era abrumador, un fuego que paralizaba todos los músculos, pero se dio cuenta de que seguía notando los dedos cerrados alrededor dé la empuñadura de la espada de su abuelo. Se concentró en esa sensación, sintió la espada y el tiempo pareció ralentizarse, arrastrarse. Calibró cada aspecto del arma: el equilibrio de la hoja, el cable metálico que sostenía el cuero de la empuñadura, el ojo de plata que brillaba en él. Imágenes de batalla refulgieron en su mente, los cientos de conflictos que aquella espada había visto. Por un momento, olvidó el dolor.

En ese instante, atacó.

Su golpe impactó justo por encima de la cadera del hombre, cruzó su malla e hizo un agujero sanguinolento en su carne. Daine liberó la espada esperando que el hombre cayera al suelo.

No fue así.

El riedrano se volvió hacia él. Si aquella herida le causaba dolor, no lo demostraba. La espada de cristal refulgió hacia Daine, y éste alzó la suya justo a tiempo para parar el golpe.

Ahora Daine estaba a la defensiva. Eran hábiles casi por igual: cada golpe tenía una respuesta, cada ataque era bloqueado. En ese instante, el dolor sobrenatural estaba presionando en la mente de Daine, y a cada momento que pasaba se volvía más intenso. La misteriosa fortaleza que Daine había obtenido de la espada estaba desvaneciéndose, y cada vez era más difícil bloquear los ataques de la espada de cristal. Daine dio un paso atrás tratando de alcanzar a la mujer del cristal. Pero ella no era idiota, y cuando él empezó a retroceder, ella se alejó, fuera de su alcance.

«No», pensó Daine, luchando contra el dolor. Trató de levantar la espada, pero cada movimiento era una tortura. No podía acabar así…

Entonces, tan repentinamente como había empezado, el dolor remitió. Hubo un parpadeo de energía roja y la mujer en mascarada cayó de rodillas cogiéndose la mano. El cristal se había hecho añicos y tenía la piel abierta y llena de pequeños fragmentos de cristal incrustados. Incluso entre aquella bruma de agonía estaba clara la causa: tenía la mano atravesada por una flecha de ballesta, que debía de haber alcanzado de lleno el cristal.

No había tiempo que perder. Obligando a sus pesadas extremidades a moverse, embistió a la mujer y le dio un fuerte golpe en el hombro izquierdo. No fue ni mucho menos una herida mortal, pero en ese momento sólo quería ralentizarla.

Un nuevo dolor cruzó su espalda. Daine había bajado la guardia y el hombre con la espada de cristal no había dejado pasar la oportunidad. Atrapado entre dos enemigos, Daine desenvainó su daga y se volvió para enfrentarse al espadachín del rostro velado.

—Venga —susurró mientras se prometía que enterraría su daga en el corazón de aquel hombre con su último suspiro.

El destino tenía sus propias intenciones. El hombre alto avanzó y lanzó un golpe veloz como la luz contra la garganta de Daine. No llegó a su objetivo. Se produjo un movimiento confuso y otra flecha impactó en la pierna del hombre y le derribó. Aprovechando ese momento de alivio, Daine dio un paso atrás y puso la espalda contra el muro del callejón. Se produjo un estallido de color plata y el mayal de Través refulgió desde un extremo de su campo visual y derribó al riedrano.

«Es bueno tener amigos», pensó Daine.

Respiró hondo y se impulsó en la pared. Través estaba luchando contra el espadachín, obligando al ágil asesino a retroceder por el callejón. Lei y Lakashtai también se habían recuperado y estaban enfrentándose a los dos soldados que Lei había atrapado en su red mágica. Eso dejaba libre a la mujer del cristal roto. Aunque todavía se cogía la mano herida, estaba poniéndose en pie. Daine no tenía ni idea de qué otros poderes podía tener. Cogió fuerte su espada y se preparó para golpear.

—¡Kolesq! —gritó una voz: el hombre de la espada de cristal.

Mientras Daine embestía, la mujer hizo chocar su muñeca izquierda con su mano derecha. Su perfil tembló, se volvió fantasmal y traslúcido, y en un instante hubo desaparecido, así que la espada de Daine impactó contra la dura pared que había tras ella. Agitó la espada de lado a lado; se había enfrentado a enemigos invisibles antes. Esa vez no sintió nada. Parecía que había huido.

No fue la única. Mirando a su alrededor, Daine vio que todos sus asaltantes habían desaparecido, incluso los que estaban atrapados en la red mística de Lei.

—¿Estado? —gritó Daine, cortante.

—Nada importante, Daine —gritó Través.

«Ya nunca me llama capitán», pensó Daine.

—Heridas sin importancia —dijo Lei, y Daine se dio la vuelta para verla.

Su corazón latía a toda prisa. Tenía un pequeño corte superficial en el brazo derecho y se estaba cogiendo la parte inferior izquierda de las costillas, Daine sabía que Lei era capaz de evaluar sus propias heridas, pero se sorprendió a su lado contemplando el corte.

—Puedo curármelo —dijo, apretando los dientes—. Hacer una varita…

Lakashtai era la que parecía estar en peor estado, aunque Daine no vio que tuviera heridas físicas. Había vuelto a caer contra el muro del callejón y se estaba agarrando la frente. Cuando apartó las manos, tenía la cara más pálida de lo habitual y la piel cubierta de sudor. Era la primera vez que Daine la veía sudar.

—¿Quién…, quién ha roto el cristal? —dijo con la voz tensa.

—He sido yo —respondió una voz detrás de Daine.

Cuando éste se dio la vuelta hacia el nuevo sonido, la figura esbelta se deslizó pared abajo y aterrizó suavemente sobre el suelo del callejón.

—Me llamo Gerrion —dijo el desconocido con una voz que parecía una carcajada—. Estáis buscando un guía, ¿verdad?