Los truenos hacían añicos la noche, y Lei hizo una mueca cuando uno retumbó a su alrededor. El Estela del kraken siguió avanzando entre la tormenta, meciéndose con el impacto de cada ola. Cuando Lei cerró la escotilla que conducía a las cubiertas inferiores, una ráfaga de viento sopló entre aquellas guardas invisibles y casi la derribó. La naturaleza y la magia estaban en guerra, y sin los ensalmos tejidos en el barco y la vela, el Estela del kraken se habría partido en dos. El viento aulló de nuevo, y Lei se preguntó cuánto tiempo aguantarían las defensas místicas contra la ira de la tormenta.
«Cuanto antes esté de vuelta abajo, mejor», pensó mientras se abría camino trabajosamente por la cubierta.
—Te saludo, hija del aire. —La áspera voz de Thaask sonó entre el viento. El sahuagin estaba en la barandilla y se pasó una garra por los dientes al contemplar la tormenta—. Tiene hambre.
—¿Quién? —gritó Lei por encima del viento. Levantó la mirada hacia las nubes un instante antes de darse cuenta—. El Devorador.
Thaask no dijo nada. Una inmensa ola barrió la oscuridad, y Lei, instintivamente, alzó una mano para protegerse. Thaask se quedó mirando cómo la ola impactaba contra las guardas rompetormentas de Lyrandar y dejaba sólo una densa bruma.
Lei bajó la mano, algo avergonzada.
—He terminado la piedra-sonido —dijo, metiendo la mano en su bolsa y sacando una esfera tallada.
El sahuagin tenía separados los ojos pálidos y dorados en su cabeza en forma de cuña. La miró con uno y tendió la mano.
Ella apretó la piedra contra su palma. Estaba diseñada para arrancar música de la mente de su portador, y cuando Thaask cogió la piedra, Lei oyó una débil melodía entre el viento y las olas, un sobrecogedor lamento, el sonido de cristal y agua. El sahuagin cerró los ojos y escuchó, extasiado. Luego, arrojó la esfera al agua. Por un momento, Lei siguió oyendo la música, pero después la canción y la piedra fueron engullidas por la oscuridad.
La sorpresa y la ira se vieron enfrentadas por una creciente sensación de pérdida. Lei se había pasado días trabajando en la piedra, dando forma a cada ranura con su mente y su alma, y por un instante, se sintió como si hubiera sido arrojada a aquel maremágnum.
Mientras un raro vértigo barría sus sentidos, otra ola golpeó el barco, y Lei se deslizó sobre la delgada madera y fue a dar contra la barandilla. Una fuerte mano la cogió del hombro. Thaask todavía estaba mirando el agua, observando con el rabillo del ojo mientras la mantenía en pie.
El vértigo fue sustituido por una reconfortante ira, y Lei golpeó su brazo con un gesto furioso.
—¿Por qué has hecho eso? —gritó—. Me he pasado días trabajando con esa piedra…
—Cuando él tiene hambre, la pérdida es inevitable. El sabio elige la pérdida. —Si Thaask percibió su ira, decidió no demostrarlo. Siguió mirando el cielo.
—¿Tiras la piedra al agua porque tienes miedo de la tormenta?
Esa vez Thaask la miró; sus ojos dorados relucían a la luz de los truenos.
—No miedo. Respeto. El sacrificio es pérdida. Hacemos nuestro sacrificio con fe, elegimos lo que se pierde. Enfréntate a él y él elige. —Volvió la mirada de nuevo hacia el cielo.
Lei abrió la boca y la cerró. La tormenta parecía estar amainando y el viento iba dejando de soplar. Coincidencia, sin duda, pero le dio las gracias en susurros a Arawai, de todos modos.
—Pisos arrecifes de ahí delante son peligrosos incluso cuando está tranquilo —dijo Thaask—. Tu barco no habría sobrevivido a su ira.
—¿Y? Creía que vosotros saqueabais el pecio.
Thaask se volvió hacia ella.
—Has hecho el regalo. Has mantenido tu palabra, y yo sirvo a la memoria de los que nos precedieron.
Por un momento, se quedaron en silencio, observando cómo se calmaban las olas. Los rayos todavía parpadeaban en el horizonte, pero el mar estaba en calma de nuevo.
—Todavía no lo entiendo —dijo Lei, finalmente—. ¿Cómo puedes rendir culto al Devorador? En mi tierra respetamos a Arawai, diosa de la tierra. El Devorador… sólo destruye.
—Creasteis una diosa que no es necesaria. Tenéis vuestros dioses de la guerra y la paz, pero la paz es lo que aparece cuando la guerra se contiene. Él es la furia de la tormenta, pero está con nosotros en esta calma. Nacimos de su vientre y cuando tiene hambre nos consume de nuevo. Así es la vida: da a la corriente la forma que quieres, seguirá su curso con el tiempo.
—¿Te matará si no renuncias a las cosas que amas?
El sahuagin volvió su cara hacia Lei y, por un instante abrió la boca y dejó a la vista su doble hilera de dientes afilados.
—¿Compartes la fe de tus antepasados, niña?
Su voz era más alta, más profunda, y Lei dio un paso atrás instintivamente. En ese momento, supo cómo se sentían los peces más pequeños en presencia del tiburón.
—¿Eres fiel a sus costumbres? —dijo entre dientes Thaask, dando un paso adelante.
—Sí —dijo Lei sin retroceder y mirando al sahuagin—. La Hueste Soberana. Me enseñaron a dar gracias por sus bendiciones.
—Y a temer a la oscuridad, ¿verdad? ¿A los Seis? El Devorador. La Sombra. El que permanece desconocido.
—A resistir a esas cosas —respondió Lei, mostrando su indignación—. Me enseñaron a enfrentarme a la muerte, la corrupción y el caos, sí.
Thaask juntó sus garras en un movimiento repentino que provocó un sonoro chasquido.
—No existirías sin eso. La pasión y la locura conducen al cambio, y tú eres hija del caos.
—¿Qué quieres decir?
La ira y la curiosidad guerreaban en su interior. Partee de ella quería volverse e irse, dejar a ese salvaje que había arrojado un tesoro al mar, pero nunca había hablado con nadie que rindiera culto a los Seis oscuros antes, y el interés podía con ella.
—¿Sabes cuál es la fuerza que conduce al cambio? ¿El que permanece desconocido?
Lei pensó en ello.
—¿El Viajero?
De los Seis oscuros, esta deidad era la más enigmática; las leyendas ni siquiera se ponían de acuerdo en cuál era su forma o su género. El Viajero, se decía, recorría el mundo expandiendo el caos tras de sí. Muchas viejas tradiciones de hospitalidad habían sido creadas para apaciguar al Viajero desconocido.
—Sí —siseó Thaask, dejando que su boca quedara abierta para mostrar sus dientes—. El Viajero. En los primeros días de mi pueblo, antes de que aprendiéramos los ritos del Devorador, éramos esclavos de una fuerza terrible en la profundidad de las aguas. Unos pocos imploraban merced a los dioses |para poner fin a esa servidumbre. El que permanece desconocido se presentó ante ellos en las profundidades y les ofreció un santuario. Con su guía, tejieron un disco de raíces y se sentaron sobre él, flotando sobre las aguas.
—¿Hicieron un barco? —Lei nunca había oído hablar antes de barcos sahuagin.
Thaask asintió.
—Las aguas eran nuestra casa, y en ese momento no había tierra. Nadie había pensado en alzarse por los aires, y no podrían haberlo hecho. El regalo del dios fue la idea que no podían ver por sí mismos.
—¿Qué pasó?
—Los dueños de las profundidades no pudieron seguirlos. Estaban a buen seguro, pero el tiempo pasado sobre las aguas minó la fortaleza de la gente. Se les cayeron las escamas y se les debilitaron los pulmones. —Thaask inclinó la cabeza y la escudriñó—. El Devorador habló a los que seguían abajo, y con su fuerza derrocaron a los dueños de las profundidades. Los que huyeron no pudieron volver jamás. Recogieron raíces y pedazos de barro flotantes y construyeron refugios cada vez más grandes, hasta que con el tiempo esos refugios arraigaron y se convirtieron en tierras. El mundo quedó dividido entre naciones de la tierra y el agua, y así ha sido hasta hoy.
—¿Así que somos primos segundos? —Lei pensó sobre todo aquello por un momento—. Pero… como esa gente pidió ayuda al Viajero y confió en él, acabaron siendo vetados en su patria para siempre. ¿No habría sido mejor que hubieran esperado con los demás?
—Sí, pero no habría habido tierra arriba que beneficiara a los de abajo. El mundo como lo conoces no existiría. Tú no existirías. Los poderes de vuestros Seis provocan dolor y peligro, pero ésas son las fuerzas que conforman el mundo, y muchos de los que respiran el aire lo saben, entre ellos los que te engendraron.
—¿Qué?
Lei introdujo una mano en el interior de los grandes bolsillos de su bolsa y al cabo de un instante tenía su bastón en ella. Lei oyó un gemido débil; quizá fuera el viento o el débil llanto de la dríada de maderaoscura.
—¿Qué quieres decir con eso?
Thaask dio un paso atrás, dejando a la vista sus dientes.
—Te prometí palabras a cambio de tu piedra, niña, y el Devorador ha reclamado la piedra. Tengo trabajo que hacer y tú no obtendrás más palabras mías. Este navío abandonará los Dientes mañana y no volveremos a vernos. —Dio un paso al lado y se encaramó a la barandilla—. ¿Por qué no se lo preguntas a los dioses?
Se lanzó desde la barandilla, como un borrón de escamas y cuero. Se produjo un estallido cuando impactó con el agua, y se oyó un grito ululante procedente de más abajo: la llamada a su montura, quizá.
Cuando Lei llegó a la barandilla, no pudo ver al sahuagin en ninguna parte.