—¡Muere! —gritó Lei.
Se lanzó hacia adelante y su bastón fue un arco de maderaoscura volando hacia la cabeza de Daine. Se produjo un golpe que podría haber partido un cráneo, pero sólo si hubiera dado de lleno. Mientras Lei embestía, Daine se agachó. En ese momento, Lei fue consciente de su error, y antes de recuperar el equilibrio, la punta de la espada de Daine estaba en su estómago. Jadeó y puso una rodilla en el suelo en el momento en que se le escapó el bastón. Por un instante, logró mantenerse erguida.
—¿Por qué? —susurró ella, y después cayó al suelo.
—Eso es lo que me gustaría saber.
Daine apretó la espada contra su estómago. Le había puesto un pedazo de cuero grueso en la punta, pero todavía pinchaba lo suficiente como para que Lei hiciera una mueca.
—Si te mato una vez más, creo que Dolurrh se quedará sin espacio.
Otro habría considerado eso una broma, pero Lei conocía a Daine desde hacía mucho tiempo y se dio cuenta de lo que había en su tono de voz.
—¿Qué más te da? Creía que sólo estábamos jugando.
Estaban en la cubierta del Estela del kraken. Era mediodía, pero el sol estaba escondido tras una manta de nubes oscuras. Más allá de una tormenta memorable, el viaje había transcurrido sin incidentes, y la novedad de hallarse en alta mar se había desvanecido tras unos cuantos días de agua picada y náuseas. Cuando el día trajo consigo una pausa en la lluvia y un período de relativa calma, Daine sugirió que subieran a la cubierta para practicar, pero parecía que tenían ideas distintas sobre lo que eso significaba.
—Tienes que atacar más y dejarte de tantos arcos. Embiste cuando el enemigo esté a tu alcance. No es momento para juegos.
Daine le tendió la mano, pero Lei se quedó sentada.
—¿Por qué no? No veo a ningún pirata en el horizonte. ¿Qué te pasa?
Daine retiró la mano y se sentó en la cubierta delante de ella. Se pasó un dedo por la cicatriz que tenía en la mejilla izquierda.
—Quizá me esté tomando esto demasiado en serio. Pero nos dirigimos… a Xen’drik.
—¿De veras? Eso explica que estemos en un barco. —Daine la miró de soslayo, y ella le tendió las manos—. Lo siento.
—Sólo estás demostrando lo que digo. Esto no tiene nada de divertido. No sabemos qué pasará en las próximas semanas, pero debemos estar listos para todo.
—¿Y yo no estoy lista? —dijo Lei, con cierta irritación en la voz.
—Supongo… Estuviste conmigo en la guerra. Sé que puedes arreglártelas en una pelea si tienes que hacerlo, pero no eres como Través y yo. Través fue construido para la guerra. Yo crecí en una casa de mercenarios y aprendí los primeros movimientos en cuanto pude sostener una espada.
—Felicidades —dijo Lei—. Pero ¿quién peleó contra un minotauro con las manos vacías?
—Eso es lo que quiero decir, Lei. Puedes pelear si quieres, si tienes tiempo para prepararte, pero cuando…
Se produjo un refulgir de acero y al momento la punta de la daga de Daine estaba en su garganta. Ni siquiera vio cómo desenvainaba.
—La vida no siempre te avisa. Sólo quiero asegurarme de que estás lista para cualquier cosa.
Lei apartó el arma a un lado.
—¿Y que me sugieres, capitán? ¿Que no me fíe de nadie? ¿Que esté en guardia cada momento de mi vida?
—Lei…
—No sabes nada de lo más importante de mi infancia, Daine. ¿Tú fuiste educado por soldados? Mis padres trabajaban en un aislado enclave de forjados, y cuando yo tenía ocho años sólo había conocido a una docena de humanos. Mis mejores amigos eran de hierro y piedra, y solamente jugaba a juegos de guerra. Quizá me confíe demasiado. Quizá mi vida ha estado demasiado protegida. El engaño no es algo propio del forjado, hay que enseñárselo, de modo que no estoy preocupada por que mis amigos me ataquen con una daga. Te aseguro que cuando estoy delante de un enemigo sé cómo enfrentarme con él.
Entrecerró los ojos, y Daine dejó escapar un grito y soltó la daga. El metal estaba al rojo vivo a causa del calor de su ira; después volvió lentamente a su color negro original. Lei se puso en pie, se dirigió hacia la barandilla y se quedó mirando el agua.
Daine la contempló frotándose la mano. Podía manejar la espada con facilidad, pero las palabras…, las palabras eran otra cuestión. Hacía casi tres años que conocía a Lei, pero nunca había pensado en preguntarle por su infancia. La historia de Daine con su familia, los mercenarios de la casa Deneith, era amarga. Después de años sirviendo a la Marca del filo, se había acabado irritando con la ambivalencia moral de las casas portadoras de la Marca de dragón, que ponían la obtención de más oro por encima de todo lo demás. Daine se preguntaba con frecuencia qué habría sucedido si las casas portadoras de la Marca de dragón hubieran utilizado su influencia al principio de la Última guerra; si hubieran tomado partido, ¿podría haber terminado rápidamente la contienda, sin la terrible pérdida de vidas del siglo anterior? ¿A alguno de los barones se le había pasado alguna vez por la cabeza? ¿O sólo habían visto el beneficio, pues la casa Cannith había fabricado armas para todas las naciones, la casa Deneith había alimentado el fuego con sus ejércitos mercenarios y todas las demás casas habían buscado el modo de beneficiarse del conflicto?
Cuando llegaba a ese punto, permitía que su irritación con su casa nublara su juicio sobre Lei. Recordaba su propia infancia y siempre había asumido que la inocencia de Lei era el resultado de los mimos y el lujo, lejos del sufrimiento de la guerra. Ahora intentaba imaginar a una niña entre un ejército de forjados que recibían instrucción y se preparaban para ser enviados al frente. Se frotó la cicatriz de nuevo, se puso en pie y se encaminó hacia ella.
—Lei.
Silencio.
—Lei, escúchame. —Daine apretó su puño quemado con la esperanza de que el dolor centrara sus pensamientos—. No quería molestarte. Debería asumir que sabes cuidar de ti misma. Después de lo que pasamos en las tierras Enlutadas, hasta los últimos meses…, sé de qué eres capaz.
Lei siguió contemplando el agua. Podría haber sido una estatua o un centinela forjado de guardia.
—Sólo es que… tengo la sensación… —Dio un puñetazo sobre la baranda lleno de frustración—. Está bien. Se trata de Jode.
Lei le miró con sus ojos verdes abiertos de par en par. No dijo nada, pero la pregunta era evidente.
—Le dejé ir, Lei. Podría haberlo detenido. Quizá si hubiera ido con él las cosas habrían sido distintas, pero ya antes de eso… Nunca le presioné, nunca le obligué a aprender a luchar. —Cada palabra era un peso en su lengua, cada uno de ellos más pesado que el anterior.
La ira de Lei se desvaneció ante la desesperación de Daine.
—Era un sanador —murmuró ella—, portaba la Marca de dragón. No era un blanco en el campo de batalla…
—Yo era su amigo; podría haberle enseñado lo que sé. Podría haberle obligado a aprender.
—Nadie podía obligar a Jode a hacer algo que no quisiera.
—No es sólo Jode —dijo Daine—. En mis sueños…, Jholeg, Krazhal, Jani, incluso el tres veces maldito Saerath. Todos muertos.
—Todos soldados —le recordó Lei—. ¿Ahora vas a hacerte responsable de todos los que murieron en la guerra?
Daine apartó la mirada.
—En las guerras, la gente muere. Es inevitable, pero ¿podría yo haber hecho más? Ni siquiera recuerdo qué pasó en el risco de Keldan. ¿Los conduje al desastre? ¿Voy a hacerlo de nuevo? Podía haberos pedido a Través y a ti que os quedarais en Sharn.
—¡Ah!, ¿acaso es Sharn el lugar más seguro de Khorvaire? Si se trata de Sharn sin ti o Khorvaire contigo, me sentiré más segura en Xen’drik. —Le puso una mano en el hombro y le pasó un dedo por los tensos músculos de su cuello—. No puedes hacerte responsable de todo, Daine. Estamos juntos en esto.
Entonces fue Daine quien permaneció en silencio.
—Ven —dijo Lei, cogiéndole los brazos y apartándoselos de la barandilla—. Practiquemos de nuevo. Déjame demostrarte lo que sé hacer. Creo que unos cuantos moratones te ayudarán a aclararte las ideas.
Daine asintió, pero los rostros de los muertos seguían frescos en su mente.
—Mejor —dijo Daine.
—Eso es un poco osado para alguien que está en el suelo —dijo Lei con la punta del bastón contra el pecho de Daine.
—Estamos practicando. Si no te dejo ganar de vez en cuando, nunca aprenderás la técnica.
—¿De modo que te has dejado tirar al suelo?
Lei apartó el bastón y le ofreció la mano. Daine se puso en pie. A pesar de su cuerpo menudo, Lei era sorprendentemente fuerte.
—Piensa lo que quieras —dijo Daine con una sonrisa—, pero todavía dejas demasiado abierta tu…
Le interrumpió el sonido de la campana. «¿Qué pasa ahora?», pensó. Un momento después, la tripulación se reunió en la cubierta.
—Mirad la vela principal —dijo Lei—. El viento ha cambiado de dirección, y sólo el capitán puede ordenar eso. Creo que nos estamos parando.
—¿Por qué? No veo tierra. —Daine escudriñó el horizonte—. Espera. ¿Qué es eso?
Había una capa de vegetación morada flotando a estribor, una masa de algas de unos veinte pies de largo.
—Parecería más fácil rodearla —dijo Lei—, a menos… que sea una especie de señal.
—Veremos —dijo Daine—. Quizá tendrás la oportunidad de llevar a la práctica nuestro entrenamiento.
Lei estaba en lo cierto. Un momento más tarde, el viento mágico que animaba la vela principal murió completamente, y el navío se quedó inmóvil sobre el agua. Los marineros echaron el ancla y tiraron algo por la borda… ¿Un paquete? Daine se preguntó si era un sacrificio al Devorador, el siniestro dios que encarnaba el poder destructivo de la naturaleza. Poca gente reconocía adorar a alguno de los Seis oscuros —las malevolentes deidades de la Hueste soberana—, pero conocía a muchos soldados que de vez en cuando rezaban a la Burla, cuando las circunstancias estaban en contra.
El capitán abandonó el timón y se encaminó hacia el grupo de marineros. Daine se acercó a él.
—¿Qué pasa?
—Nada que deba preocuparos —dijo Heláis Lyrandar—. Procedimiento de rutina antes de entrar en los Dientes de Shargon, aunque quizá sería un buen momento para que visitarais el comedor.
—¿Por qué? —Daine no era el hombre más empático del mundo, pero se dio cuenta de que el capitán estaba nervioso—. No sé nada de los procedimientos de rutina, así que quizá podrías enseñarme de qué se tratan.
El capitán frunció el entrecejo.
—No tengo tiempo para hablar con pasajeros. ¡Fuera de aquí! —Se encaminó hacia el grupo de marineros que estaban junto al ancla.
—Está de buen humor —dijo Lei.
—Estate alerta —respondió Daine.
Se dirigió lentamente hacia la barandilla, donde estaban los marineros, y en ese momento una mano se cogió al antepecho delante de él.
Estaba cubierta de escamas verdes parecidas al cuero que chorreaban. Cada dedo terminaba en una afilada garra. Un momento después, apareció una segunda mano, y una abominación se encaramó al borde del barco. Era una tiemble mezcla de hombre y pez con armadura, tenía dos ojos amarillos brillantes y una gran boca llena de dientes como agujas. Llevaba sobre el torso un arnés de piel y un corto tridente colgado a la espalda. Maldiciendo, Daine retrocedió para golpear, pero de repente se halló en el suelo. Lei le había hecho la zancadilla con su bastón. Antes de que pudiera reaccionar, se oyó un griterío: el capitán y los marineros habían visto a la criatura.
—¡No le hagáis daño! —gritó el capitán, y por un momento Daine pensó que Heláis estaba hablando de él.
Después, la criatura que se había encaramado a la barandilla, se posó en la cubierta, y Daine se dio cuenta de que esperaban su presencia.
—Bueno, tenías razón —dijo Lei, pinchándole con el bastón—. He puesto en práctica nuestro entrenamiento.
El visitante se llamaba Thaask y parecía que el capitán lo conociera.
—Es un sahuagin —dijo Lei mientras contemplaba cómo el capitán hablaba con la criatura.
—Creía que los sahuagin seguían una dieta a base de marineros frescos.
Daine había oído las leyendas de los hombres-pez, pero nunca había visto a uno. Y en todas las historias que había oído, esos demonios marinos eran temibles.
—Sí, y comen bebés de ogro —dijo Lei—, pero no a los ogros de la Puerta de Malleon. Es peligroso dar las cosas por sentadas.
—¿Qué opinas? —dijo Daine, contemplando la criatura. La conversación con el capitán parecía cordial, pero algo en la criatura le ponía nervioso.
—Heláis dijo que íbamos a entrar en los Dientes de Shargon. Por lo que he oído decir, son aguas peligrosas, llenas de arrecifes ocultos y…, bueno, sahuagin. Diría que el capitán está pagando a cambio de protección. O de guía.
El instinto de Lei estaba en lo cierto. Un instante después, el capitán le tendió una bolsa de piel al hombre-pez e hizo una leve reverencia. Thaask respondió con una ligera inclinación de su cabeza angular. El capitán se volvió y habló a la tripulación, y los marineros que había en cubierta izaron las velas y recogieron el ancla.
—Si estamos entrando en el estrecho, estamos casi en Linde tormentoso —dijo Lei—. No tardaremos mucho.
—Estoy impaciente. Y mientras tanto, ¿qué?
Thaask se dirigía hacia ellos. Caminaba de un modo extraño, con una especie de cojera; estaba claro que prefería nadar a caminar. Habló, pero el sonido no fue más que un gorgoteo. Daine no reconoció las palabras. Todavía tenía la espada en la mano, pero Lei dio un paso por delante de él.
Thaask volvió a hablar, más lenta y claramente.
—Os saludo, hija del aire. Muchas tormentas han pasado desde que nos vimos por última vez.
Daine dedicó una mirada interrogativa a Lei, pero ella parecía estar tan sorprendida como él.
—Desde que nos… Me temo que no sé a qué te refieres.
El sahuagin hizo un sonido ronco, que podría haber sido igualmente una carcajada o un grito de ira. Después, volvió a hablar.
—Olvido el modo como el tiempo obra en las criaturas de la tierra y los aires. No tendrías la cara que retengo en mi memoria si fueras la persona a la que conocí, de manera que debes ser su hija.
—¿De qué estás hablando? —dijo Lei, empezando a levantar la voz.
Daine le puso una mano en el hombro.
—Aleisa. ¿Conoces este nombre?
—¡Es mi madre! —La sorpresa apagó la ira creciente, y Lei relajó la mano sobre el bastón.
—Te he tomado por ella. Como guardián de estas aguas, nunca olvido mis obligaciones, y tú y ella sois una y la misma.
—¿Conociste a mi madre? ¿De camino a Xen’drik?
—Sí. Quizá haga treinta de vuestros años. Era interesante, fuertes corrientes manaban en ella, no como el hombre que la acompañaba; él era hielo en las aguas más profundas, frío e inmóvil.
—Mi padre… —dijo Lei., y miró de soslayo a Daine—. Te dije que habían estado en Xen’drik. —Se volvió hacia Thaask de nuevo—. ¿Qué puedes decirme de ellos? ¿Sabes por qué viajaban?
—El frío no me hablaba, pero Aleisa y yo conversábamos con frecuencia. Ella tenía curiosidad por los secretos ocultos en las aguas profundas, las ruinas de los que nos antecedieron. Mientras hablábamos, me contó su propia búsqueda.
A Daine aquella conversación se le hizo de difícil digestión. Estaban en mitad del mar Tronante, hablando con un pez que había conocido a los padres de Lei.
—Lei. Esto es una trampa…
—No —dijo Lei, levantando la mano—. Thaask, por favor. ¿Qué estaba buscando? Significaría mucho para mí.
—¿Significaría mucho para ti? Cuando uno tiene una cosa de valor, lo habitual es ofrecer un intercambio.
—Lo sabía —gruñó Daine—. Sólo está tratando de atraparte en su red y después pescarte, Lei.
Cogió a Lei por el brazo, pero ella se soltó y se volvió.
—Es mi decisión. ¿Qué quieres?
—Tu madre me hizo un regalo, una piedra musical que suena cuando se pone en la mano. Un diente del Devorador me la robó hace mucho tiempo. Me gustaría tener otra.
Lei asintió.
—Probablemente podré tener una hecha cuando lleguemos a Linde tormentoso.
—Confío en que honrarás este trato, por el honor de tu madre —dijo Thaask—, y te diré lo que sé entre mis rondas de advertencia. Dos cosas tenía sobre todo en mente, y puedo hablar de ellas ahora, antes de que mi trabajo empiece.
—¡Por favor! —dijo Lei.
Daine suspiró y se sentó en la cubierta.
—Viajaba con el otro en busca de las ruinas de los que nos antecedieron. Su gente había dado vida a lo que carecía de ella para crear armas de guerra…
—Los forjados, sí. Sabía que trabajaron con forjados.
—Dijo que la vieja tierra albergaba muchos secretos de los que ya se habían ido —dijo Thaask. Unió ambas manos y juntó sus garras amarillentas con un fuerte crujido—. Los suyos habían saqueado ese conocimiento para usarlo en sus creaciones, pero ella creía que podía hallarse mucho más, que los suyos habían rozado la superficie sin sondear las profundidades. Quería encontrar la manera de mejorar esa prole de la guerra, pero no deseaba compartir sus conocimientos con los suyos, pues pensaba que estaban cegados por el oro.
—Has dicho que te habló de dos cosas.
—Sí —siseó Thaask—. De la prole de la guerra, pero también de una hija suya. Quería una hija, Le hablé de los lugares de desove de los míos y ella me dijo que deseaba tener una hija. Era un asunto que le producía mucha pena, que la atormentaba. Me alegra ver que lo logró. Debe estar muy complacida.
—Está muerta —dijo Lei en voz baja.
—Sí, la gran destrucción de tu tierra. Estamos contentos de que eso se haya acabado. Más barcos navegan ahora por aquí, más necesitan de la protección de los míos, pero mis condolencias por su pérdida. Era una compañía muy agradable.
—Un asunto que le producía mucha pena… ¿Qué significa eso?
—Dificultades con el desove. No entiendo vuestros ciclos reproductivos, pero sé que con frecuencia el desove no trae hijos, y eso era lo que le sucedía a ella. Sentía que pronto cambiaría.
Lei no dijo nada, pero Daine vio cómo abría los ojos de par en par, como si acabara de recordar algo inquietante.
—Tendré la piedra para ti al final del viaje, Thaask. —Su voz era más tensa que un momento antes.
—Te lo agradezco. Habla de nuevo cuando quieras.
Lei no dijo nada, sólo se volvió y se encaminó hacia la escotilla con el rostro inexpresivo y distante. Daine miró al sahuagin, que inclinó la cabeza de tal modo que pareció que se encogiera de hombros.
—¿La he ofendido?
—No lo sé —dijo Daine—, pero lo descubriré.