—Través, registra el barco —dijo Daine.

No había señales de movimiento en la cubierta del Estela del kraken, ni sonidos aparte del rítmico movimiento del agua.

—Sería una suerte para nosotros que hubiera matado a la tripulación.

Través asintió y se encaminó cautelosamente hacia donde estaba el barco.

—Lei, conmigo.

Daine se arrodilló junto a Lakashtai y estudió a la kalashtar caída. La herida del hombro era profunda, pero no sangraba demasiado y todavía respiraba.

—Haz lo que puedas.

Lei sacó una pequeña vara de madera verde y la pasó lentamente por el hombro de Lakashtai. La varita empezó a brillar con una luz pálida y la carne herida comenzó a restañar.

—Bueno, ya veo este viaje con mejores ojos. ¿Crees que tiene más amigas como ésa?

—He visto a esa mujer antes, Lei. Tashana.

Lei entrecerró los ojos.

—Hoy me estás dando muchas sorpresas. ¿Hay alguna otra mujer en tu vida?

—No es eso. La vi en… sueños, creo, cuando Lakashtai estaba en mi mente. Me parece que es la responsable de lo que me está pasando.

—Lakashtai —dijo Lei con desagrado—. Se me hace un lío la lengua con sólo decirlo. ¿Podemos llamarla La?

Lakashtai abrió los ojos y miró directamente a Lei. Sorprendida, ésta soltó un grito y dejó caer la varita.

—Es el nombre de mi alma —dijo Lakashtai tranquilamente, como si se estuviera tomando una taza de tal y no se encontrara tendida y sangrando en un muelle—. «La» es sólo parte de quien soy. Mi vínculo con Kashtai es lo que me completa.

Lei recogió su varita y miró a Daine de soslayo.

—Muy bien. Sólo era una sugerencia.

Lakashtai estuvo en pie antes de que Daine pudiera tenderle una mano para ayudarla.

—¿Dónde está Tashana?

—Se ha ido. —Daine le mostró la punta ensangrentada de su espada—. Le he propinado algunos golpes, y después Través le dio de lleno con dos flechas y desapareció.

—Si era ella la que le estaba dando problemas a Daine, ¿significa esto que todo ha terminado? —preguntó Lei.

Lakashtai escudriñó el embarcadero.

—¿Las flechas que le acertaron… desaparecieron también?

—Sí.

—Entonces, no la habéis destruido. Puede moverse a través del espacio en un abrir y cerrar de ojos. Hicisteis bien en derrotarla, pero debe haberse ido de aquí. Pronto llegarán otros.

Lei cogió del brazo a Lakashtai.

—Un momento. ¿Otros? Cuando nos invitaste a unirnos a este viaje, dijiste que podías ayudar a Daine; no dijiste nada de que nos perseguirían unos sombríos asesinos.

—Lei… —empezó Daine.

—Tashana ha venido a por Daine —dijo Lakashtai. Sus ojos ardían con fuego esmeralda, y Lei le soltó el brazo y dio un paso atrás—. Ha tratado de matarme para que no pueda protegerle.

—¿En serio? —Dijo Lei, frotándose la mano—. ¿Por qué está tan interesada en Daine?

—No es el momento de conversaciones. Tenemos que embarcar.

Como a propósito, en ese momento, Través apareció en la baranda del barco.

—La tripulación parece viva, pero está inconsciente —les gritó—. No hay rastro de presencia hostil a bordo.

Lakashtai se encaminó hacia la pasarela. Lei y Daine intercambiaron una mirada y éste se encogió de hombros. Lei cogió el bastón y la siguieron hasta el barco.

La tripulación del Estela del kraken estaba dormida. En la cubierta había un puñado de marineros. Lakashtai se arrodilló junto a un joven con rastros de sangre elfa en sus rasgos. Llevaba el uniforme de capitán de barco de Lyrandar, una larga capa negra con bordados azules y plata.

—Obra de Tashana —dijo, tocándole la frente—. Atrapar sus espíritus en el mundo de los sueños. Tenemos suerte: debe haber gastado mucha energía en esto.

—¿Así que normalmente es peor? Genial. Muy tranquilizador.

Lakashtai cerró los ojos un momento, y el capitán gimió.

—Capitán Heláis. Vuelve con nosotros. Has acabado de soñar.

El hombre se incorporó lentamente.

—¿Señora… Lakashtai? —Miró al otro lado de la cubierta—. ¿Qué…, qué ha pasado?

—No has resultado herido, tampoco la tripulación, pero tenemos que irnos con premura, antes de que la malvada que nos ha hecho esto regrese. Voy a atender al resto de la tripulación.

—Éste ya se está despertando —dijo Lei, arrodillándose junto a un hombre inmenso y calvo con marcas de viruela en la cara.

Lakashtai la miró, y Daine vio cómo un gesto de sorpresa asomaba a sus rasgos normalmente serenos.

—Muy… bien. Veamos a los demás.

Daine ayudó al capitán a ponerse en pie mientras Lei, Lakashtai y Través desaparecían bajo la cubierta.

—Soy Daine, y mis compañeros son Través y Lei. Nos uniremos a Lakashtai en este viaje. Espero que haya hecho los arreglos necesarios.

El hombre asintió.

—Ha pagado por todo el barco y puede traer a quien quiera, amigo. Soy Helais Lyrandar. —Se volvió al marinero mareado que estaba junto a ellos—. ¡Muévete! Comprueba las velas y retira la pasarela. Dulan, ve a ver qué le ha pasado a Fin.

Los marineros se dispersaron por la cubierta, frotándose la cabeza y riendo. Daine siguió al capitán de camino al timón.

—¿Habéis hecho esta travesía antes? —le preguntó el capitán a Daine mientras comprobaba el timón y contemplaba la cubierta.

—No. Sólo he navegado por ríos.

—¿Transportes militares o marina mercante?

—Militares, durante la guerra.

—¿En qué bando luchaste?

La nueva voz era un sonoro chirrido, como pedernal contra granito, y tenía un distintivo acento brelish. Era el hombre al que había despertado Lei. Llevaba un chaleco de cuero y una porra recubierta de hierro colgada del ancho cinturón. Tenía uno de los ojos vidriosos y cicatrices alrededor del párpado que parecían tener un origen violento.

—He visto los símbolos cyr en tu forjado.

Su hostilidad era evidente.

—No es mi forjado —dijo Daine.

El tratado que había puesto oficialmente punto final a la guerra había declarado libres a los forjados, con todos los derechos de los demás ciudadanos de las Cinco naciones.

—Y por lo que respecta a qué bando luché…

Había desenvainado en un instante y la punta refulgió ante los ojos del marinero. Daine la sostuvo allí un momento y después hizo girar el arma y le dio la vuelta a la empuñadura, dejando a la vista el símbolo del ojo en el sol de la casa Deneith.

—Acudí allí donde eran más necesarias mis habilidades.

—¡Lon! —Dijo el capitán—. Te lo he dicho antes. Si quieres servir en mi barco, tienes que olvidarte de tu nación. Esto es un navío de la casa Lyrandar, no de Breland ni de Cyre. Tu guerra ha terminado. Déjala en paz.

El gigante asintió con la mirada todavía fija en el emblema Deneith. Murmurando una disculpa, se marchó por la cubierta. Daine sonrió y devolvió la espada a su vaina.

—Debo disculparme por mi tripulación, maestro Daine —dijo Heláis cuando Lon se hubo alejado—. Los carentes de marca todavía siguen unidos a sus ridículas rivalidades nacionales. Es bueno tener a un miembro de la Marca del filo a bordo. La piratería no es frecuente en la ruta que he planeado seguir, pero siempre hay peligros en el mar y debajo de él.

Daine asintió. No era totalmente mentira, sólo estaba dejando que sacara sus propias conclusiones. Había nacido en el seno de la casa Deneith. La espada era suya por derecho de nacimiento y le había sido traspasada por su abuelo. Se había formado y había servido en la Marca del filo, y al final había ido allí donde más se necesitaban sus habilidades: la Guardia de la Reina de Cyre. Los mercenarios de la casa Deneith tenían prohibido escoger un bando en un conflicto. Como había dicho Helais, las casas tenían que estar por encima de las rivalidades nacionales. Un soldado de la Marca del filo iba a donde estaba el oro: luchaba un día para Cyre y al siguiente para Breland. Pero Daine tenía un defecto fatal: amaba Cyre. Había nacido en esa tierra y los soldados que caían en el campo de batalla eran sus amigos de infancia. Había tardado un tiempo: de joven, había sentido un gran orgullo por su casa, al igual que Heláis. Mientras servía a su casa había hecho cosas de las que no estaba orgulloso —cosas que todavía perseguían sus recuerdos— y al final se había dado cuenta de que necesitaba creer que estaba sirviendo a una causa más importante que el oro. Pero los herederos de Deneith tenían la merecida reputación de ser buenos en la batalla, y Daine estaba dispuesto a sacar partido de esa ventaja.

—Bueno, ha sido un largo día, y estoy seguro de que no quieres que te distraiga —dijo Daine—. ¿Dónde están los camarotes?

—Somos un barco de carga —dijo Heláis—. Sólo tenemos un camarote para invitados, de modo que tendréis que compartirlo. También hay algunos camastros vacíos en el camarote de la tripulación.

—No me importa —dijo Daine.

Lei y él habían dormido en zanjas y trincheras durante la guerra. Podrían compartir un camarote.

—Perfecto. Está debajo de la cubierta. Es la puerta de la izquierda. La campana sonará a la hora de la cena, y para entonces, ya estaremos de camino al mar Tronante.

Daine asintió y se giró. Bajó con la esperanza de una cama caliente y un descanso sin sueños.