El río Daga discurre por un profundo cañón. En su curso hacia el sur en dirección a la costa y el mar Tronante, recibe dos afluentes que proceden del este y el oeste. Los humanos que se establecieron por primera vez allí llamaron a esa región la Empuñadura. La ciudad de Sharn fue construida en lo alto del cañón, a cientos de pies por encima del gran río, pero el comercio fluvial era demasiado valioso para que la ciudad lo ignorara, y así nació Escarpadura, una comunidad labrada en la pared del propio cañón. Una red de escaleras y puentes cubría la cara de piedra, y la pared presentaba fachadas de edificios que se adentraban hasta los interiores de la roca.

Un flujo constante de aerocalesas pasaba entre los muelles del Daga y la ciudad de las alturas, y ocasionalmente se detenían en una de las tabernas o de los burdeles de Escarpadura. Esas naves voladoras eran un lujo los que tenían plata que gastar; para Daine, pagar una aerocalesa era tan sensato como tirar unos cuantos soberanos des una torre. Daine prefería utilizar los ascensores, plataformas levitantes que descendían lentamente desde lo alto de las torres hasta el suelo y después hacían el camino inverso. Los viajeros tenían que esperar un poco antes de que uno llegara, pero los ascensores eran gratis, seguros y fiables.

Normalmente.

—¡Oh, esto es un buen augurio! —Dijo Daine—. Ocho meses en Sharn, y ésta es la primera vez que me entero de que hay que reparar un ascensor. ¿Qué puede pasarle a un ascensor?

Lei no dijo nada. Una ligera lluvia caía sobre el cañón y Lei llevaba su capa de color aceituna cerrada con fuerza alrededor del cuerpo. Su silencio era un faro que advertía de su pésimo humor: Lei raramente dejaba pasar una oportunidad para hablar sobre cualquier cosa relacionada con la magia. Había aceptado la disculpa de Daine, pero casi no había hablado con él desde entonces. Través caminaba ante ambos, abriendo un camino seguro entre la muchedumbre que atestaba los puentes de Escarpadura. Los mercaderes les gritaban al pasar y los mendigos intentaban camelarlos, les imploraban y les mostraban las heridas que supuestamente habían recibido durante la Última guerra. Daine sabía que Jode se habría dado cuenta de la diferencia entre las heridas verdaderas y las falsas, pero él sólo veía desesperación. Al pensar en el rostro de Jode sintió una oleada de soledad.

—Lei —dijo—, estás enfadada. Me doy cuenta, pero ¿por qué vienes si ni siquiera vas a hablar?

Extendió el brazo y le puso la mano en el hombro, y ella se volvió para mirarle. Sin decir una palabra, alzó la punta del bastón hacia su cara. El instinto de Daine se hizo cargo de la situación: se echó a un lado y el bastón le pasó rozando la mejilla. Mientras abría la boca, oyó un fuerte grito seguido de unos jadeos de asfixia. Un alto y demacrado replicante estaba arrodillado tras él en el puente y se llevaba las manos a la garganta: un pequeño cuchillo le había caído de la mano.

—Alguien tiene que cuidar de ti —dijo Lei. No sonrió cuando le ofreció la mano para que se levantara—. Por aquí, será mejor que vigiles tu bolsa.

El incidente del puente contribuyó a mejorar el humor de Lei, y cuando llegaron a los muelles de la orilla del Daga, ya había dejado caer el muro de silencio.

—¿Por qué no habíamos estado aquí antes? —dijo Daine, sorteando lo que parecían excrementos de ogro. Vio a una serie de esas macizas criaturas bajando unas cajas de un barco de carga cercano, al parecer no eran muy quisquillosas en materia de higiene—. Tiene todas las comodidades de Altos muros, por no mencionar a un ladrón entre la muchedumbre y una mierda fresca en la calle. —Estudió a un par de mercaderes que regateaban con los puños en alto—. Me pregunto cuánto cuesta una de esas pequeñas cuevas en el acantilado.

—Yo vine aquí una o dos veces durante mi formación con el gremio —dijo Lei, ausente, contemplando los barcos.

No resultaba sorprendente, pues era Lei quien sabía cómo llegar al muelle del Hombre verde, pero de todos modos Daine se preguntó qué habría llevado a la joven Lei a un barrio tan lúgubre como aquél.

—¿Por qué, exactamente?

—¡Oh!, entrenamiento de combate.

Daine la miró de soslayo, pero su rostro era el retrato de la inocencia distraída.

—¿No podías entrenar en el enclave?

—Mi instructor me dijo que no era lo mismo si aprendías en condiciones controladas. Pero no lo sé… Bien pensado, quizá sólo quería deshacerse de mí.

—Sí…, quizá.

Través se detuvo, y Daine casi chocó con él. Señaló el río.

—Creo que ése es nuestro barco.

El muelle del Hombre verde era, sorprendentemente, verde. Daine no lograba ver los nombres de los navíos allí amarrados, pero la vista de Través era mucho más potente que la suya. El barco que Través había señalado era un pequeño bote con la quilla manchada de negro y plata. Las velas eran negras y los brazos del kraken de la casa Lyrandar estaban bordados en la vela principal.

—Hay un espíritu del viento encerrado en la vela —dijo Lei, pensativamente—. Mira cómo se revuelve con lentitud mientras las demás están quietas. Hará más rápido el viaje, aunque no es tan veloz como una aeronave o un galeón elemental más grande. —Contempló el barco un momento, y cuando Daine iba a empezar a caminar de nuevo, volvió a hablar—. ¿Quién es ella?

—¿Lakashtai? —Tenía que surgir el tema más tarde o más temprano—. La conocimos en el Rey del fuego hace unos meses, durante todo ese asunto de Teral y el desollador de mentes. Nos invitó a unas copas. ¿Te acuerdas?

Lei puso los ojos en blanco.

—Por supuesto. Nos invitó a unas copas y ocho meses más tarde se presenta y amenaza con matarte, y por esa razón ahora vamos a hacer un viaje en barco con ella. Pero dijo que tú la buscaste.

—¡Ah, eso! Bueno. Sí.

—Esto no me gusta y no me gusta ella. ¿Cómo sabes que lo que dice es verdad?

—No lo sé, Lei. Lo único que puedo decirte es que confío en ella. Tuve un problema cuando llegamos a Sharn y ella me ayudó. No tienes por qué venir.

—No vuelvas a empezar con eso. —Lei miró el bote—. Es que… ¿Le pediste ayuda esta vez?

—No —reconoció Daine—. Se presentó.

—¿Cómo sabía que tenías problemas?

—¿Porque yo soy la causa de ellos? —La voz surgió justo detrás de ellos.

Daine y Lei se volvieron. Allí estaba Lakashtai con una mochila al hombro y la capa doblada sobre un brazo pálido. Llevaba unos pantalones azul marino, botas altas de cuero negro y una camisa sin mangas de color añil. Un gran cinturón le rodeaba la cintura; era de piel negra con intrincados dibujos laberínticos. La única joya que llevaba era un pendiente de plata con un gran cristal verde. La piedra era exactamente del mismo color que sus ojos, que también parecían brillar en la oscuridad. Al ver sus expresiones, se rió musicalmente.

—¿Puedes parar de hacer eso? —dijo Daine, que ya tenía la espada en la mano y la había desenvainado al darse la vuelta.

Ella asintió con solemnidad.

—No había puerta a la que llamar.

—Alguna gente hace ruido. Es un recurso maravilloso. —Daine escudriñó a la mujer kalashtar—. Con todo, Lei tiene razón… ¿Cómo supiste que tenía problemas?

—Tú me lo dijiste.

—No.

—¡Oh, sí! —Señaló su cinturón, y Lei empalideció—. La primera vez que te ayudé, te dejé un cristal. Lo llevas en el morral.

Daine metió la mano en la bolsa y sacó un pedazo de cristal esmeralda. Tenía el vago recuerdo de haberlo cogido después de que ella le había ayudado a acabar con el replicante que había atacado su mente, pero desde entonces lo había olvidado por completo.

—¿Esto?

—Sí. Hazte a la idea de que es una especie de alarma. Quería estar segura de que tu tratamiento había tenido éxito. Si alguien se entromete en tus pensamientos… —dijo, y dio un golpecito a la piedra verde de su pendiente— lo advierto. Debería haberte encontrado antes, pero la distancia es un factor a tener en cuenta, y estaba lejos de Sharn.

Daine bajó la mirada hacia la piedra, un tanto incómodo por la idea de que esa cosa pudiera husmear en su mente. Se la tiró a Lakashtai.

—Genial. Ahora que estamos aquí, toma.

Ella negó con la cabeza y se la lanzó, y él la cogió instintivamente.

—Quédatela —dijo ella—. Ahora más que nunca, necesitas protección. No sé qué nos espera y tengo que saber si tu estado cambia.

No le gustó la idea, pero tenía sentido, y Daine volvió a meter la piedra en el morral.

—Muy bien —dijo Lakashtai—. Nuestro barco nos espera. Perdón por la presión, pero creo que sería mejor que partiéramos cuanto antes.

Se encaminó hacia el muelle. Iba muy rígida; medía cada paso que daba. Como en sus facciones, había en ella algo que no cuadraba, algo demasiado perfecto.

Lei y Daine intercambiaron una mirada, pero a Daine no se le ocurrió nada que decir, así que la siguieron.

—¿Para qué vas a Xen’drik? —le preguntó Lei mientras descendían por el muelle verde.

Había otros barcos amarrados en los muelles, pero poca gente. El sol se había puesto, y Daine se imaginó que la mayoría de los marineros estaban en las tabernas de Escarpadura. Al mirar su barco, no vio movimientos en los aparejos ni gente en la cubierta.

—Me temo que es un secreto que no puedo revelar —dijo Lakashtai.

—¿Ah, no?

—Al final, tú has dejado atrás tu Última guerra, Lei. Mi gente tiene su propia lucha, y no ha terminado ni mucho menos.

—Para ti, termina aquí.

Una figura saltó al muelle desde el navío de la casa Lyrandar; era una figura ágil, con una larga capa oscura. Tenía el rostro oculto por una capucha, pero Daine vio el brillo de sus iris verdes y recordó su voz. Tras mirar a Lei a los ojos, bajó la mirada hasta sus manos y colocó su índice derecho sobre su pulgar izquierdo. Ella parpadeó lentamente y colocó la mano en el cinturón. Través también se había puesto en movimiento: listos para atacar, amenaza sobrenatural.

—Tashana.

Lei dio un paso adelante alzando ambas manos ante ella. Había sorpresa en su voz; quizá incluso un rastro de miedo.

—¿Es necesario pasar por estos inútiles movimientos de combate? —dijo la otra mujer.

Aunque parecía desarmada, tenía el aura amenazadora de un depredador, un tigre esperando a mostrar sus garras. Dio un paso al frente y se adentró en el charco de luz de un fanal colgante, y en ese momento, Daine advirtió claramente sus pálidos rasgos y la trenza blanca enrollada alrededor del cuello. No había duda; era la mujer de su sueño.

En un instante, tuvo la espada y la daga en las manos. La flecha de Través voló a su ballesta y Lei sacó una pequeña varita de maderaespesa pulida del cinturón, pero en cuanto Daine dio un primer paso hacia la desconocida, ella le miró a los ojos y una oleada de fuerza ondeante se alzó contra él. Fue sólo la más vaga distorsión del aire, el brillo del calor en el desierto. Cuando le golpeó, no sintió calor. No tuvo ninguna sensación. Todo sentimiento, todo pensamiento, parecieron retroceder, y apenas se dio cuenta cuando las manos le cayeron a ambos lados. Aunque no podía girar la cabeza para mirar a Través y Lei, el sonido de la ballesta, el bastón y la varita cayendo al suelo le dijo que estaban tan indefensos como él.

Cualquiera que fuera esa fuerza, Lakashtai había escapado de ella. La mujer kalashtar trazó un arco con la mano, y Daine vio que brillaba; al pasar por debajo de su torso, todas las chispas se convirtieron en un pedazo dentado de cristal verde que volaba hacia su enemigo. Tashana aulló de ira y dolor cuando la tormenta de cristal le impactó, pero seguía en pie una vez acabado el estallido.

—¿A cuántos tengo que matar?

Tashana tiró a un lado los jirones de su capa, y la oscuridad bulló debajo de ella. Una bruma aceitosa la rodeó formando el perfil fantasmal de la terrible criatura que Daine había visto en sueños. Los pocos marineros que había en los muelles se dispersaron y sólo algunos se detuvieron a una distancia segura para contemplar el espectáculo. Ninguno mostró interés en implicarse o avisar a la Guardia.

Parecía más un baile que una batalla, Lakashtai se movía con una gracia sobrenatural, como si conociera cada movimiento que su enemigo fuera a hacer; se agachaba o se volvía lo justo para evitar las sombrías garras de Tashana. Su expresión era de calma determinación. No obstante, aunque sus esfuerzos eran asombrosos, no tenía tiempo de contraatacar todos sus pensamientos estaban puestos en la defensa, y estaba claro que sus habilidades no la protegerían para siempre. El siguiente paso le dejó un largo corte en el antebrazo; la oscuridad le partió la carne como una espada corta la hierba.

La visión de sangre contra la piel pálida le dio a Daine una nueva resolución. Estaba débil y entumecido pero eso no nada comparado con el horror que había combatido hacía unas horas, y ese recuerdo estaba fresco en su mente. Rebuscando en su interior, hizo acopio de la misma energía —ira, pesar, cualquier cosa que pudiera sentir— y arrojó esa furia contra el peso muerto que parecía atenazar sus músculos. Las sensaciones volvieron con lentitud, como si todo su cuerpo estuviera siendo pinchado con agujas. Ignorando el dolor, puso una rodilla en el suelo y recogió las armas.

Mientras se liberaba de la parálisis, la criatura de sombras derribó al fin a Lakashtai. Un poderoso golpe de revés la arrojó contra las tablas del muelle. Su oponente alzó una inmensa garra en el aire para propinarle el golpe final.

Daine lanzó la daga, y la hoja atravesó la silueta monstruosa y se clavó en la mano alzada que había en su interior. Tashana aulló, se arrancó la daga y la arrojó a un lado. Estaba embistiendo ya en el momento de volverse hacia él.

No había tiempo para pensar, y Daine dejó que sus instintos se pusieran al mando. La figura tenía largas garras, pero su espada era más larga aún. Se aprovechó de esa ventaja: atacó con un golpe rápido y retrocedió antes de que ella pudiera contraatacar. Cuando Daine se introdujo en el ritmo de la batalla, empezó a ganar confianza; estaba seguro de que con cierto tiempo podría acabar con ella.

En ese momento, Tashana dejó de tratar de golpear a Daine. Se ajustó a sus movimientos y empezaron a trazar un círculo.

—Eres un loco al dejarte acompañar por ella —dijo Tashana, cuya voz estaba distorsionada por las sombras y sonaba inhumanamente grave y lenta.

—Sólo hago lo que parece natural —dijo Daine.

Algo le estaba irritando… Al cabo de un momento se dio cuenta de lo que era. La mortaja oscura de Tashana estaba transformándose, adoptando una nueva forma. ¿Qué significaba? ¿Qué estaba haciendo?

—Entonces, conoce el precio de tu locura.

La bruma se desvaneció completamente, y Daine se quedó inmóvil, horrorizado.

La figura que había bajo la oscuridad no era Tashana, era Lei. Le manaba sangre de una mano y tenía una docena más de pequeñas heridas. Se le quedaron los ojos en blanco y cayó al suelo. Sin pensarlo, Daine soltó la espada y corrió hacia ella.

Se oyó un terrible grito de dolor, y en ese instante, Lei desapareció. La figura negra estaba allí otra vez, delante de él, pero ahora dos flechas con plumas blancas le salían del pecho. Un momento después, el grito se desvaneció y también lo hizo Tashana.

Dándose la vuelta, Daine vio a Través con la gran ballesta en las manos. Tras él, Lei, indemne, gemía y se frotaba la cabeza.

—¿Qué ha pasado? —dijo ella, arrodillándose rápidamente para recoger sus armas.

—No lo sé —respondió Daine. Miró hacia Lakashtai, que estaba desfallecida en el suelo, sobre las tablas de madera—. Pero creo que será mejor que lo descubramos.