Lei estaba trabajando con una varita mágica.

Tenía el don de tejer encantamientos, pero esas infusiones mágicas eran temporales y su poder desaparecía rápidamente si no se utilizaba. Insertar un encantamiento permanente en un objeto era una tarea más difícil, y podía requerir días. 1.a varita en sí misma era un pequeño palo de ramaviva, una clase de madera infrecuente que retenía la chispa de la vida después de ser separada del árbol. Lei estaba tejiendo un encantamiento sanador y la ramaviva era especialmente adecuada para retener su poder. Durante los últimos días había estado preparando la varita, bañándola en una serie de líquidos alquímicos e introduciendo los caminos iniciales en la madera. Ahora era el momento de unirlo todo. Con las manos sobre la ramaviva, expandió su mente. El mundo retrocedió hasta que todos sus sentidos estuvieron concentrados en la varita y los patrones de energía mística que la rodeaban. Lentamente, dolorosamente, empezó a tirar de esos hilos brillantes y a tejer una red de poder que le permitiría canalizar la fuerza vital de la ramaviva para sanar las heridas de otro.

Era una tarea complicada. La menor pérdida de concentración podía hacer que todo el patrón se viniera abajo y se perdieran días de trabajo, pero a Lei le parecía que nunca estaba tan relajada como cuando convocaba las fuerzas de la magia. Pese a su complicación, era algo limpio y lógico, y a ella le resultaba tan natural como respirar. Su vida cotidiana, en cambio, era caótica y dolorosa. Durante los últimos años había visto en los campos de batalla horrores que no olvidaría. Había perdido a sus padres, su casa y sus derechos de nacimiento, todo lo que daba sentido a su vida. Había perdido al hombre que debía ser su marido, aunque no era una unión que ella hubiera pedido. Través y Dame eran todo lo que le quedaba, y Daine… Cuando había servido con él en la guerra, las cosas eran sencillas. Ella era la heredera de una casa portadora de la Marca de dragón, y a pesar de su rango, Daine era sólo un soldado. Un amigo, sin duda, pero una vez que la guerra terminara no volverían a verse. No tenía ningún sentido pensar en nada más allá de la amistad: pertenecían a mundos distintos. Pero ahora…

Algo iba mal.

Regresó de su trance y miró a su alrededor. La vieja bodega estaba igual que hacía un momento. Los cristales estaban adecuadamente alineados en la mesa y las velas de platacera encendidas.

—Dasei, ¿qué acaba de pasar?

Dasei era su ayudante. Era un homínido, una construcción mágica que tenía aspecto de ser vivo gracias al talento de Lei. Similar en sus principios a los forjados, esa pequeña mujer de madera no era plenamente consciente. Podía obedecer instrucciones y sus dones eran de un valor incalculable cuando las locuras de Daine separaban a Lei de su trabajo: el encantamiento era un trabajo delicado y no podía dejarse sin atención. A pesar de sus talentos místicos, el homínido carecía de iniciativa o libre albedrío. Era una herramienta, no una persona.

Dasei no podía hablar, pero podía mandar sus simples pensamientos directamente a la mente de Lei. «Nada ha cambiado. Caminos preparados».

Lei frunció el entrecejo. No podía explicar aquella sensación. Era una sensación en lo más hondo de su mente, un pensamiento que no podía retener. Algo acababa de pasar, algo malo, y no tenía que ver con el trabajo…

—Termina el encantamiento. Estaré de vuelta en un momento.

Lei le había dado a la pequeña criatura el nombre de su más irritante prima, y siempre sentía cierta satisfacción al dar órdenes al homínido.

«Comprendido». Dasei se subió a la mesa y se sentó junto a la varilla para estabilizar las energías mágicas con las que había estado trabajando Lei.

Lei cogió su bastón y se encaminó hacia las escaleras de caracol. El bastón era de maderaoscura, más fuerte que el roble. En un extremo había tallada la imagen de una bella doncella elfa con cuya larga melena se extendía alrededor del bastón. Este era un regalo del desquiciado tío Jura y un misterioso objeto. En el interior de la madera había considerables poderes mágicos, pero Lei no había sido capaz de determinar el total de sus capacidades ni cómo activarlas. Estaba empezando a pensar que el bastón en sí mismo era inteligente, que era consciente de cuanto le rodeaba y actuaba sólo cuando convenía a sus propios y desconocidos fines. Aunque Lei tenía dudas sobre el bastón, hasta entonces le había sido útil. Más allá de sus desconocidos poderes, era un arma fuerte y contundente, y le había salvado la vida más de una vez.

Las escaleras llevaron a Lei a la cocina. Se detuvo y escuchó con mucha atención. Aunque había pasado el escalofrío inicial, la sensación de incomodidad seguía con ella: un temor acuciante que no podía explicar. Al principio no oyó nada, pero después percibió un roce muy débil, un ligerísimo sonido de movimiento. Lentamente se dirigió hacia la puerta con el bastón en alto. Cuando era niña, sus padres habían dispuesto que fuera educada en las artes del sigilo: su padre había decidido educarla en una amplia variedad de capacidades, y aunque había sido una vida dura, ahora le daba las gracias en silencio. Agachándose, asomó un ojo al otro lado de la puerta para mirar en la sala común que había tras ella. Una gran figura semejante a la de un humano estaba junto a la chimenea, en sombras, con un objeto plano en la mano. Mientras Lei observaba, estiró la mano e hizo un ajuste, y se volvió al oír el roce.

Era Través leyendo un libro. Levantó la mirada cuando Lei entró en la sala. Con sólo una ojeada, advirtió el bastón en su mano y la tensión en su modo de andar.

—¿Qué pasa? —dijo él, dejando el libro en la mesa más cercana.

Lei escudriñó la habitación buscando algo fuera de lo acostumbrado.

—No lo sé. Nervios, probablemente. ¿Daine está arriba?

Se sentía idiota, pero la sensación inexplicable seguía en lo más profundo de su mente.

—Creo que sí. ¿Necesitas ayuda?

Través ya tenía la mano en el mango del mayal. Reaccionaba rápidamente a cualquier posible amenaza.

—No, no… Estoy segura de que no es nada. Sólo iré a ver si está bien.

Través soltó el mayal y volvió a coger el libro, una historia de los reyes de Galifar. Si hubiera sido humano, se habría encogido de hombros.

—Como quieras.

Lei suspiró mientras subía las escaleras. Pensó que Través era uno de sus mejores amigos, pero en cierto sentido… las cosas no habían sido iguales entre ellos durante los últimos meses. Al llegar a Sharn, Lei se había visto obligada a luchar con Través y casi lo había destruido. Todavía tenía pesadillas de ese momento, en el que despedazaba su fuerza vital mientras él no parecía tener mala voluntad hacia ella; todavía se sentía culpable. Había algo más: un sueño que ella había tenido después de la batalla. Los recuerdos eran vagos, pero sus padres estaban allí con un puñado de forjados, entre ellos Través. ¿Era una verdadera visión del pasado o un puro delirio? El sueño la había dejado con una rara sensación de temor, de un terrible secreto que no estaba al alcance de su mano. Sabía que debía preguntarle a Través sobre eso, pero por alguna razón no podía; era como si el secreto se negara a revelarse.

La puerta de Daine estaba cerrada, y Lei la golpeó con el bastón.

—¿Daine?

No hubo respuesta.

Volvió a llamar.

—Daine, ¿estás durmiendo?

Esperó el mordaz «ahora no» que normalmente habría respondido a su pregunta. Frunciendo el entrecejo, intentó abrir la puerta. Estaba asegurada con una barra.

—¡Daine! ¡Respóndeme!

Volvió a golpear la puerta. No hubo respuesta.

Cerró los ojos y recurrió a las reservas de energía mística entretejidas en su chaleco verde y oro. Visualizó el poder que surgía del interior de su guante derecho y rápidamente tejió las refulgentes bandas que formaban un ensalmo de apertura. Estudiando la puerta, la golpeó con la mano; se produjo un brillante destello, la puerta se abrió y la barra de madera cayó al suelo rebotando.

Daine estaba tendido al otro lado de la puerta, con sólo los pantalones puestos. Lo primero que advirtió Lei fue su rara postura; había caído inesperadamente y con fuerza. Se puso de rodillas y le colocó la mano en la espalda. Su piel estaba todavía caliente y se dio cuenta de que respiraba. Abrió la boca para llamar a Través, pero entonces vio el otro cuerpo. Estaba tendido en el suelo, en el centro de la habitación, completamente oculto bajo una capa oscura con capucha. Por un momento, Lei se quedó gélida. Abrió la boca para llamar a Través y una mano la cogió del cuello.

Lei había sido entrenada para defenderse, pero tenía los ojos puestos en el intruso. La acción fue como un borrón: perdió el equilibro y un torno de hierro le aprisionó la garganta y la lanzó al suelo. Una rodilla oprimía su pecho y expulsaba el aire de sus pulmones. Mientras trataba de respirar, la cara de su atacante cobró forma: era Daine, pero no había ninguna señal de que la reconociera en sus ojos enloquecidos. Jadeó, tratando de hablar, pero no pudo decir nada.

—Daine. —La voz era fría y clara, incluso por encima de su corazón martilleante—. Suéltala. Regresa de la oscuridad.

Había una mujer junto a Daine, un fantasma borroso envuelto en la noche. Puso una mano pálida en un lado de su cabeza y lentamente la presión sobre el cuello de Lei fue disminuyendo. La locura se desvaneció de los ojos de Daine y se fijó en la cara de Lei.

Finalmente, la reconoció y dio un salto hacia atrás, alejándose. Se miró las manos y no supo a quién pertenecían. Lei soltó el aliento profunda y entrecortadamente.

La desconocida estaba junto a ella. Sus ojos verdes brillaban en la oscuridad. Le tendió una mano.

—Levántate, Lei —dijo con la mano tendida—. Me temo que esta pesadilla acaba de empezar.