—Daine —dijo Jode con voz grave y urgente.
A Daine le latía la cabeza y le ardía la mejilla izquierda, y sentía el corte que le iba del pómulo a la barbilla. Abrió los ojos y trató de comprender dónde estaba. El túnel era de piedra trabajada, cubierta de moho y suciedad. Un débil torrente de agua sucia corría entre sus botas. ¿Una alcantarilla? Una luz pálida procedía de su espalda y arrojaba largas sombras sobre los insectos que se aproximaban.
Decenas de miles de insectos.
Era una alfombra viviente de bichos, un ejército de insectos y ciempiés que correteaban por debajo del charco de luz. Avanzaban con una sincronía espeluznante, como guiados por un solo pensamiento.
Una fuerte mano cogió el hombro de Daine y le lanzó contra la pared, y el túnel se llenó de llamas. Daine cerró los ojos cuando un terrible calor le quemó la piel, pero el fuego no le consumió. Cuando abrió los ojos, el túnel estaba lleno de aguas residuales humeantes y los restos quemados de la horda de insectos.
Una furia fría llenó el corazón de Daine. Ya tenía la daga en la mano y al girar la alzó a la altura de la garganta de su asaltante desconocido. El rostro era familiar: Través estaba debajo de él contemplándole con los ojos de cristal.
—¡Por el diente de Dorn, Través! ¿Qué está pasando?
—¡Daine!
Se volvió hacia la voz. Una figura esbelta refulgía en la oscuridad; era una mujer que llevaba una capa de estrellas. Cuando dio un paso adelante, Daine reconoció a Lei. Sostenía su bastón de maderaoscura en una mano y los ribetes dorados entreverados en su chaleco verde brillaban con una luz fría, la única fuente de iluminación en el túnel. Le puso la mano en la mejilla. Las lágrimas relucían en sus ojos verdes.
—¿Sabes dónde estás?
Su tacto avivó en él un torrente de recuerdos: los horrores del Luto, el largo viaje por Breland, la frágil forma de Jode tendido en una montaña de cadáveres. Retrocedió y cayó de rodillas. Tuvo arcadas a causa del agua pestilente. Finalmente, se llevó la mano a la mejilla: el dolor había desaparecido y se pasó los dedos por la larga cicatriz que había cubierto su cara desde la noche del Luto.
—Daine. ¿Sabes dónde estamos?
—Sharn. Debajo de Sharn. Las alcantarillas que hay debajo de Altos muros. —Se puso en pie—. ¡Llamas! ¿Ha vuelto a suceder?
—Sí —dijo Lei—. Me has dicho que me quedara entre Través y tú, y que no atacara hasta que dieras la orden, pero cuando finalmente hemos visto las criaturas, te has quedado inmóvil. —Le pasó la mano por el hombro, y Daine la cubrió con la suya—. ¿Qué has visto?
Daine apretó los dientes. Era la quinta vez que se quedaba en blanco en los diez últimos días, y en cada ocasión la frecuencia iba en aumento.
—El risco de Keldan. Otra vez.
—¿Algo nuevo?
Daine asintió.
—El plan de asalto a la base que Través y yo descubrimos. División de fuerzas, reencuentro en el pico de Dorn si fracasaba.
—Al parecer, fracasó.
—Sí.
Habían transcurrido tres años desde que las circunstancias los habían llevado a la meseta de Dorn, justo debajo de las siniestras brumas de las tierras Enlutadas. Hasta entonces, los acontecimientos de aquella noche habían sido un completo misterio; ninguno de ellos recordaba nada posterior a la tercera oleada de asaltos forjados. Ahora esos recuerdos estaban al fin regresando, pero ¿por qué? ¿Con qué propósito? A Daine seguía latiéndole la cabeza y apenas podía sostener la espada sin temblar; tenía los nervios crispados hasta el límite de lo tolerable y sus noches sin descanso estaban llenas de pesadillas.
Daine siempre había creído que podía enfrentarse a cualquier problema por sí mismo. Como hijo de la casa Deneith, le habían enseñado a librar sus batallas, a aguantar ante cualquier enemigo. Como capitán, tenía que seguir sus propios consejos y tomar decisiones que podían determinar los destinos de centenares, pero ¿cómo luchar contra su mente y sus recuerdos? Apretó la mano de Lei y encontró un consuelo inesperado en su tacto.
—Lei…
—¡Peligro! —La voz de Través sonó a lo largo del túnel.
Lei se lanzó hacia el sonido liberando la mano y cogiendo con fuerza su bastón negro. Daine alzó la espada y maldijo para sus adentros: «No esperes un golpe para terminar todas las luchas».
Hacía un instante, el suelo estaba cubierto de los restos chamuscados de un millón de insectos. Ahora un nuevo ejército de ellos había surgido del viejo, un río de alas brillantes y antenas temblorosas que se alzaba de las cenizas. Las criaturas se apiñaban en una masa densa y antinatural: a la tenue luz, el enjambre parecía tener la forma de un puño oscuro. Través estaba preparado para el peligro y golpeó con su mayal la masa que se acercaba a él. Un momento después, el enjambre lo rodeaba y él se desvaneció entre las profundidades de la nube viva.
No había tiempo que perder. Individualmente, los insectos habrían sido inofensivos, pero mil escarabajos actuando al unísono podían roer el cuero y los cables fibrosos que había bajo la armadura de Través. Daine había visto cómo el mayal pasaba entre el enjambre, estaba claro que el metal no ganaría ese combate, y aunque Lei tuviera energía para producir otro estallido de llamas, atraparía a Través en la explosión. Daine agitó la espada hacia Lei.
—Necesito fuego. De prisa.
Lei había previsto esa petición y ya estaba buscando en sus muchos bolsillos. Sacó un pedazo de cristal volcánico en polvo y un vial de aceite oscuro. Roció la espada de Daine con ellos; tenía el rostro tenso a causa de la concentración. Al cabo de unos segundos, la espada estaba engalanada de llamas mágicas y arrojaba una luz parpadeante por el túnel de la alcantarilla.
Daine corrió hacia la masa oscura que rodeaba a su amigo.
Todavía estaba mareado, los desmayos siempre afectaban su equilibrio, y aquél había sido el peor hasta entonces, pero no había tiempo para rendirse al dolor. Mientras se acercaba a la nube de escarabajos zumbantes hizo girar la espada ante él, lo que originó un brillante muro de llamas. Docenas de insectos cayeron ante la hoja prendida.
Y entonces, la horda le envolvió a él.
El mundo se oscureció, perdido en una zumbante nube de alas de insectos. Los ciempiés se encaramaban por sus piernas, revolviéndose entre la malla y la tela en busca de carne. Las moscas revoloteaban alrededor de su cara. Daine cerró los ojos y se tapó la boca y la nariz con la mano izquierda, mientras seguía agitando la espada de un lado a otro. Apretó los dientes, ignorando el dolor de un centenar de aguijones y mordiscos. Con el tiempo, la nube de insectos empezó a hacerse más clara, y Daine apartó la mano de la cara para aplastar con ella a las criaturas que se habían escurrido bajo su armadura. Al abrir los ojos, vio que Lei se había unido a la lucha. La parte superior de su bastón estaba envuelta en llamas, y ella estaba al otro lado del enjambre, agitando la tea contra la masa de bichos. Un momento después, Través surgió del corazón de la horda aplastando insectos por docenas.
Daine siguió firme mientras atacaba a la horda, cada vez más menguada.
—Través, ¿estás herido?
—No.
En el transcurso de los últimos meses, Través se había vuelto cada vez más taciturno. Nunca había sido muy hablador; había sido construido para ser explorador y escaramuzador, y el silencio era parte de su naturaleza. Con todo, a Daine le parecía que se había producido un cambio, que su amigo forjado se había retirado a su propia mente, pero aquél no era el mejor momento para explorar sentimientos.
—Mira si tienes algo en la mochila que puedas utilizar para hacer fuego.
—Comprendido.
Los siguientes minutos fueron un horrible borrón, el olor de alas quemadas mezclándose con el zumbido de insectos moribundos. Pero éstos no eran rival para las llamas, y al cabo de un rato el último de ellos cayó o huyó. Esa vez Daine no iba a arriesgarse, y aplastaron y quemaron hasta el último de ellos. Se arrodilló en la alfombra de ceniza y buscó señales de movimiento, pero pasaron minutos y no apareció ningún insecto más.
—¿Lei?
La artificiera sacó una pequeña media esfera de cristal de un bolsillo, un artilugio con el que percibía la presencia de energías mágicas.
—Aquí no hay nada, Daine. Sea cual sea el poder que ha regenerado a esas criaturas antes, lo hemos doblegado. Greykell estaría encantado.
Daine se puso en pie y se quitó los insectos aplastados de su armadura de malla.
—Genial. Con eso y una corona, voy a tomarme una jarra de tal.
Lei le miró.
—Creo recordar que tu idea era ayudar a esa gente de Altos muros.
—Eso no significa que fuera una buena idea.
Través recogió su mayal de entre las cenizas. Quizá estaba ignorando la conversación, quizá, simplemente, no tenía nada que decir. Fuera como fuese, se mantuvo en silencio mientras emprendían su largo regreso a la superficie.
El grupo habló poco mientras recorría las alcantarillas. Daine sabía que Lei quería conocer los detalles de su desmayo, pero él no tenía ganas de hablar. Cada visión cobraba un peaje a su cuerpo y su espíritu. Todavía le latía la cabeza y estaba exhausto. Los recuerdos eran mucho peores que el dolor físico: el olor del campo de batalla, la visión de los cadáveres de amigos esparcidos por el suelo, el miedo a tomar decisiones equivocadas y llevar al resto de sus soldados a la muerte. Esas visiones se apoderaban de su mente con una terrible fuerza y aniquilaban los demás pensamientos. Cuando estaba despierto, los recuerdos recientes —todo desde la guerra— eran desplazados por los horrores del risco de Keldan. Si seguía empeorando, ¿perdería su memoria para siempre o se quedaría atrapado en sus recuerdos del pasado, obligado a revivir la batalla una y otra vez?
Al mismo tiempo, no podía negar su curiosidad. Ninguno de ellos podía recordar esa noche. Hasta hacía cuatro días, Daine había olvidado completamente el descubrimiento de la base de forjados. Por muy aterradoras que fueran las visiones, había una parte de él que deseaba saber más, desvelar al fin los secretos de esa noche, la víspera de la destrucción de su patria a manos del Luto.
Finalmente, el trío salió a las calles de Altos muros. En el pasado ese distrito había sido una cárcel, el hogar de los extranjeros y otros brelish considerados una amenaza para la seguridad de Sharn. Ahora que el Tratado de Trono firme había puesto punto final a la Última guerra, las relaciones entre las gentes de las Cinco naciones eran algo menos tensas; pero si bien un guardia de Sharn podía tratar a un refugiado de Cyre o un mercader de Karrnath con menos suspicacia que un año antes, las heridas psicológicas de un siglo de guerra no desaparecían de la noche a la mañana, y los prejuicios seguían ahí. Altos muros ya no era una cárcel, pero continuaban siendo un gueto. La mayoría de sus habitantes eran refugiados de Cyre, gente que lo había perdido casi todo a causa del Luto. Algunos trataban de hacerse con una nueva vida en la Ciudad de las Torres, y los comerciantes y los obreros proveían los servicios que mantenían en pie el distrito. Muchos refugiados sólo buscaban un lugar en el que consumirse, en el que llorar por su nación caída. Los otros habitantes eran variopintos y estaban unidos por la desesperación: pedigüeños, tullidos, huérfanos y algunos considerados indeseables en las partes más prósperas de la ciudad. Las murallas estaban resquebrajadas, faltaban adoquines en las calles y había tantos días lluviosos como soleados. Era deprimente, y podía ser peligroso, pero era un hogar.
Daine y sus compañeros vivían en una vieja taberna. Cuando habían llegado allí, el edificio era un caos; había sido durante generaciones una casa ocupada, y Daine había visto campos de batalla menos arrasados. Lei los había sorprendido a todos. Para su magia limpiadora era un asunto trivial eliminar las capas de suciedad y excrementos que cubrían paredes y suelos. Lei era también una buena carpintera, talento que retenía de su primera formación en las escuelas de la casa de los Hacedores. Durante los últimos meses también había creado nuevos muebles y había comprado algo de tela pintada para decorar la sala común. Lei había establecido un taller en la bodega, y Través y Daine tenían espacio incluso para la instrucción si apartaban las mesas. No era ni mucho menos un palacio, pero había espacio más que suficiente para los tres, y las noches de lluvia resultaba reconfortante sentarse delante de la gran chimenea.
Esa noche Daine fue directamente a su dormitorio. Cerró la pesada puerta, la aseguró con la barra de madera y después se quitó la armadura rápidamente. Aunque había aplastado a los insectos, tenía los restos de ciempiés esparcidos por la ropa y chafados contra su piel, y lo que necesitaba era un baño caliente y ropa limpia. Mientras se quitaba el cinturón y los pantalones, se detuvo para contemplar la bolsa de su cinturón. Con cuidado, desató la cuerda y sacó el paquete; en el interior había una pequeña botella de cristal llena de un líquido luminoso azul. Pasó lentamente un dedo por el sello de plomo resiguiendo la compleja marca de dragón que había en su parte superior.
—¿Jode? —susurró.
—Tienes demasiadas cosas por las que preocuparte, pero los fantasmas no son una de ellas. —Era la voz de una mujer, grave y cálida. Y no era Lei.
La espada de Daine estaba colgada en el pomo de la puerta y ésta seguía cerrada.