5. VUELTA A EMPEZAR.

Alrededor de las nueve de la mañana el insistente sonido del teléfono causó un sobresalto involuntario a Elsa. No esperaba ninguna llamada y por regla general la gente solía llamar a partir de la media tarde.

—¿Quién podrá ser a esta hora? —susurró con extrañeza al tiempo que descolgaba el auricular—. ¿Dígame?

—Elsa, soy yo —respondió una voz femenina que al instante reconoció—. Tienes que llevarte a Blanca. Es muy revoltosa y yo no me veo capacitada para educarla.

—Pero María, si apenas la tienes unos días. Debes comprender que necesita un tiempo para adaptarse. Ten en cuenta de que a pesar de su corta edad ha sufrido lo indecible —hizo una pausa y prosiguió, tratando de controlar el tono de su voz—. Sólo Dios sabe el tiempo que estaría en aquel desguace, luego los días de la clínica y después su estancia aquí. En muy poco tiempo ha estado viviendo en muchos sitios. Tienes que comprender que esté nerviosa y desorientada.

—Lo siento, pero está decidido —dijo con resolución—. O te la llevas tú o llamo a la perrera. ¡Ya no la soporto ni un minuto más!

—¡De eso nada! —exclamó indignada—. Ésta misma mañana voy a por ella y… —se contuvo y luchando por mantener la calma, añadió—. Ahora voy, ¿de acuerdo?

Su rostro se contrajo en una mueca de disgusto cuando cortó la comunicación de golpe y con una rapidez pasmosa se cambió de ropa, subió al auto y fue en busca de la que habían bautizado con el nombre de Blanca.

—¿Y si yo te dijera lo que pienso de ti? —susurró—. No hay perros malos, sino malos dueños.

Justo en el momento que estacionaba vio llegar el inconfundible furgón de la Perrera Municipal y, ante su atónita mirada, detenerse frente a la casa de María.

—Será posible… —dijo en voz baja al tiempo que se apeaba apresuradamente del vehículo.

Era obvio que, la que tanto alardeaba por su amor hacia los animales, le urgía desprenderse del infeliz animalito sin importarle, lo más mínimo, su destino. Apenas sí cruzaron cuatro palabras. Aquel argumento no había terminado de convencer a Elsa pero menos aún su intempestiva y cruel forma de actuar, pero de ningún modo deseaba enzarzarse en un estúpido altercado sobre quién tenía razón y quién no, y menos llamar la atención de los transeúntes.

Tomó a Blanca en brazos y girando sobre sus talones, al estilo militar, se marchó con paso rápido. Bajo ningún concepto iba a permitir más sufrimiento innecesario a la perrita. Tratando de apaciguar la ira contenida, resolvió dejarla por el momento en casa de unas colaboradoras. De ese modo dispondría de tiempo suficiente para conseguirle un nuevo hogar y resolver algunos asuntos pendientes con otros canes.

La búsqueda no daba sus frutos. Por alguna inexplicable razón, en aquel momento, nadie quería adoptar una hembrita de caza mestiza. Algunos se excusaban atribuyéndole un carácter demasiado nervioso, otros un tamaño excesivo y una minoría alegaba que las hembras eran muy problemáticas. Una vez más la situación de Blanca comenzaba a estar enmarañada. Nadie quería hacerse cargo de ella y estaba provisionalmente en una casa de acogida. Por fuerza necesitaba un hogar con urgencia, de lo contrario sería irremisiblemente sacrificada.

La remota posibilidad de que eso llegase a ocurrir sacudía con violencia el sistema nervioso de Elsa. Estaba decidido, si no encontraba a nadie dispuesto a adoptarla, se la quedaría ella. No era el momento idóneo para aumentar la numerosa familia de canes que moraba en la protectora y no sabía cómo se organizaría pero de algún modo lo lograría. De pronto le vino a la mente una antigua amiga en la que, con el ajetreo de los últimos días, no se le había ocurrido pensar. Hacía unos tres meses que su adorada y fiel compañera la había abandonado. De improviso una mortal enfermedad la arrancó sin piedad de su lado. Tomó, entonces, la determinación de adoptar un cachorro hembra y se lo comunicó a Elsa. No le importaba si era un cruce, tan sólo que fuese hembra y de raza más bien pequeña aunque no minúscula.

Blanca no reunía, exactamente, todas las características solicitadas pero por intentarlo nada perdía. Sin vacilar un instante buscó el número en la agenda y presionó los dígitos del teléfono.

—Hola, ¿cómo estás? —habló Elsa precipitadamente en cuanto escuchó el inconfundible sonido de descolgar el auricular, sin esperar respuesta—. Tengo una cachorrita que tal vez te podría interesar. Debe tener poco más de dos meses y es un encanto. Además…

—Bueno… ¿De qué raza es? —metió baza Lucía que hasta el momento no había tenido la oportunidad de hablar—. No me importa que sea mestiza, de hecho causan menos problemas que los de raza. Eso sí, me gustaría que no creciese mucho pues como ya sabes tengo dos grandes en el jardín y ésta va a convivir conmigo en la casa.

—Es de caza, un cruce de braco alemán o tal vez de dálmata, no estoy muy segura… —vaciló unos instantes—. No creo que se haga muy grande. La tienen unas chicas en acogida si quieres les digo que la traigan mañana a mi casa y vienes a verla. Si te gusta te la llevas y si no… Ya se verá…

Alrededor del mediodía de aquel domingo de noviembre Lucía se llevó a Blanca a su casa. No era exactamente el tipo de perro que buscaba. Resultaba evidente que, con el tiempo, se convertiría en una hembra de considerable tamaño pero cuando la miró a los ojos no pudo resistir aquella mirada implorante.

Elsa le había puesto al corriente de las múltiples y amargas odiseas que obraban en su corta existencia. Lucía le aseguró que su deambular de sufrimientos y rechazos había concluido. Ella se encargaría de cuidarla y educarla convenientemente y por supuesto, jamás la abandonaría.