1. ABANDONO INESPERADO.

En el rincón más alejado del espacio que mediaba entre el asiento trasero y el resto del interior del desvencijado auto, se medio distinguía un pequeño bulto blanquecino agitarse repetida y convulsivamente. Pasaron tres días y tres noches antes de que fuera advertida la presencia del cachorro en aquel coche abandonado en medio de montañas de chatarra.

Justo antes de que el mundo se precipitara ante aquella incomprensible pesadilla vivía feliz junto a su mamá y los que creía su familia. Personas que cuidarían siempre de ella a cambio de su obediencia y cariño incondicional.

Pero de pronto surgió algo que confirió un giro insospechado a la situación.

—Te dije hace días que te deshicieras del cachorro —sentenció el hombre—, ya tenemos suficientes perros y ésta sobra.

—Pero padre —dijo en tono cauteloso— mire qué bonita es… Estoy seguro de que será una gran cazadora.

—No es más que una simple mestiza —la miró con desdén—. Si al menos fuese de raza como su madre…

Las facciones se mantenían escrupulosamente compuestas en aquel rostro arrugado y prematuramente envejecido por el duro trabajo, que día tras día, desempeñaba al aire libre. De toscos modales y sentimientos inescrutables, desde muy temprana edad había aprendido a ganarse el sustento en las tierras que, con los años, pasaron a ser de su propiedad y seguía cultivando.

La única afición que le era conocida por los vecinos de aquel pequeño pueblo de la provincia de Valencia, era su devoción por la caza. Todos los domingos y festivos, salvo escasas excepciones, salía de cacería con los amigos y sus dos hembras de raza pointer excelentemente adiestradas para desempeñar su cometido. Se sentía plenamente satisfecho de ellas, sobre todo de Nina, y las alimentaba convenientemente. Sin embargo, para él los perros sólo eran una herramienta indispensable para su distracción favorita, de la cual, si cuando por algún motivo dejaba de serle útil, prescindía sin más preámbulos. No sentía el menor remordimiento en arrojar al animal a un pozo o colgarlo de un árbol y, en el mejor de los casos, abandonarlo a su propia suerte justificándose en que sabría cuidarse solo.

Algunos de sus compañeros ya le habían advertido de su inadecuado proceder; sobre todo aquel día que aún estando una de las hembras en celo la sacó de cacería a la montaña.

—Haces mal Pepe —le advirtieron—. Hoy deberías de haber dejado a Nina en casa. Despista a los machos y si te descuidas te la pueden preñar.

—Pues si la preñan ya parirá…

Acto seguido degeneró en unas sonoras carcajadas que sólo se interrumpieron bruscamente por un acceso de tos. Recogió el habano del suelo y tras limpiarse, con el dorso de la mano, la lustrosa baba que se había acomodado en su barbilla lo encendió de nuevo y emprendió la marcha alejándose del grupo en evitación de causar algún conflicto por el inconveniente pasajero de Nina. Dado por zanjado el asunto se internó en el monte centrándose tan sólo en su objetivo. Ni tan siquiera se percató de que en una de las ocasiones en las que los animales salieron corriendo en busca de la presa, Nina tardó un poco más en regresar que Linda. En ese momento, su único interés era el hermoso conejo que Linda portaba en la boca y depositó a sus pies con evidente alegría por haber complacido a su amo.

Al poco tiempo la barriguita de Nina comenzó a ir en aumento y llegado el momento dio a luz siete hermosos cachorritos de padre desconocido que fueron desapareciendo paulatinamente a excepción de uno. Quedaba una avispada hembrita en apariencia idéntica a ella y había llegado el momento de deshacerse del último retoño de la camada.

El hijo no compartía en absoluto sus pensamientos y discrepaba totalmente de su forma de actuar. Ni tan siquiera compartía su afición por la caza. De hecho cualquier cosa que perjudicase a los animales, por el mero hecho de divertirse, le revolvía el estómago.

No dándose por vencido lo intentó de nuevo y trató de minar la terquedad de su progenitor haciendo alusión a lo único que sabía podría despertar su interés.

—Tiene poco más de dos meses y en poco tiempo estará en edad de aprender a cazar —hizo una pausa y prosiguió—. Estoy seguro de que será tan buena rastreadora o incluso mejor que su madre y…

—¡He dicho que no! —exclamó el hombre con obstinación interrumpiendo al muchacho.

—Y… ¿Qué se supone debo hacer con ella? —suspiró con resignación.

—Con tal de que desaparezca de mi vista lo que te dé la gana —respondió con voz carente de inflexiones—. Aunque tal vez lo más acertado sería pegarle un tiro y asunto resuelto.

—Ya encontraré el modo de solucionarlo —dijo precipitadamente tratando de disimular su disgusto.

Tras aquellas palabras ridículamente inadecuadas tomó en brazos a la juguetona cachorrita y salió de la casa sin más objeciones. Sabía que si continuaba intentando persuadir al padre para hacerle cambiar de opinión, agotaría su escasa paciencia y la sacrificaría.

Sumido en sus pensamientos empezó a caminar sin rumbo fijo con una expresión de total impotencia pintada en el rostro.

El sol comenzaba a deslizarse lentamente tras el horizonte cuando sus ojos toparon con un desguace de coches. Consultó en su interior y llegó a la conclusión de que escabulléndose de las posibles miradas indiscretas podría dejar a la perrita en uno de los coches abandonados. Sólo tenía que encontrar uno que estuviese más o menos en condiciones para resguardarla de los posibles peligros que la acecharían si llegaba a pasar allí la noche. Aunque posiblemente sus lamentos serían escuchados por alguien y sería rescatada al instante de su improvisada prisión. Era una buena idea pero por desgracia no dio el resultado esperado.

Examinó con la mirada un lugar conveniente y tras un buen rato de búsqueda, consideró apropiado un auto al que, obviamente, había enviado un choque frontal al inmenso cementerio de escabrosos amasijos de hierro. La depositó con delicadeza en el asiento trasero al tiempo que le hablaba con voz melosa con el propósito de mantenerla calmada, al menos el tiempo necesario para salir del recinto. Quizá presintiendo su infortunio la perrita le dirigió una mirada implorante, ante la cual no fue capaz de hacer otra cosa que darse media vuelta y salir corriendo. Antes de desaparecer del lugar, se detuvo un instante, dirigió una última mirada y una lágrima rodó por su mejilla.

Corría el mes de octubre y las temperaturas nocturnas comenzaban a descender de un modo considerable en referente a días anteriores. La idea de que el inocente animalito no fuese encontrado en breve y pereciese de hambre y frío le asaltó de súbito. El tremendo latigazo que recibió en su interior detuvo en seco su precipitada carrera. Quedó inmóvil durante unos minutos resollando como un caballo y entabló un breve debate consigo mismo. Ante la amenaza del padre por poner fin a la vida del indefenso animalito fue tal su ofuscación que ni siquiera se le ocurrió en llevar algo de comida y agua como previsión ante cualquier contratiempo. Ahora ya era demasiado tarde. Su pensamiento inmediato fue regresar y tratar, por todos los medios, de persuadir a su padre para quedarse con ella. Sin embargo, terminó por desechar la idea convenciéndose a sí mismo de que no lo lograría y no deseaba enzarzarse de nuevo en una nueva trifulca por esa causa que ya consideraba perdida.

Reanudó la marcha con paso lánguido en dirección a la casa abriéndose paso entre las sombras. No le apetecía en absoluto reencontrarse con el padre y dio un rodeo innecesario para demorar su llegada lo máximo posible. Tal vez, con un poco de suerte, el padre se hubiese retirado a dormir cansado de esperar.

Cuando abrió la puerta ya había oscurecido, cerró con sigilo y encendió la luz. Se dio la vuelta y sus ojos tropezaron con el padre que aguardaba ansioso su llegada en la entrada de la casa acomodado en un sillón de orejas. Sin mediar palabra clavó su mirada en él de modo inquisidor y enarcando las cejas hizo un ademán con la cabeza. Como respuesta, Manuel asintió con una expresión absolutamente estólida dibujada en su rostro y enfiló hacia el interior de la vivienda. Era la prueba evidente de cómo se sentía por haber actuado de un modo tan mezquino. Aún no había logrado olvidar del modo tan insólito que había desaparecido el resto de la camada. En realidad ni tan siquiera se había detenido a profundizar en el asunto hasta aquel preciso momento. Tenía entendido que todos fueron regalados a personas responsables a excepción de esta última que fue dejada con el propósito de que la madre no notara la ausencia de sus otros hijitos. «¿Acaso los perros no tienen sentimientos?», pensó. Pronto halló la respuesta al chocar su mirada con la tristeza reflejada en las retinas de Nina. Acababa de perder a su último retoño y era obvio que lo sabía. Una tremenda congoja invadió su corazón. Desde hacía rato un pertinaz nudo en la garganta le acuciaba hasta el punto de impedirle articular palabra alguna. Sintiéndose culpable del peor de los delitos se agachó y acarició al animal como queriéndole infundir valor.

Tratando de ahuyentar sus pensamientos, con un absurdo pretexto, se retiró a su habitación. No tenía estómago para compartir mesa con el padre en esos momentos y mucho menos mantener ningún tipo de conversación que no versara sobre el tema causante de su tormento. Con la luz de un nuevo día todo cambiaría de tonalidad y podría discernir con más claridad el cúmulo de pensamientos agolpándose confusamente en su cabeza. Lo único que vislumbraba con total nitidez era su objetivo inmediato. Fuese como fuese, había que esterilizar a Nina y a Linda para impedir que se volviese a repetir tan espinosa situación.

En tanto, la pequeña cachorrita, agotada de pedir auxilio inútilmente desistió de su empeño. Tenía hambre y frío pero un inédito mundo de tinieblas la envolvía impidiéndole cualquier tipo de movimiento ante el temor a lo desconocido.