VEINTIUNO

1993-1995

Cuando volvieron a Washington, Mike empezó a dormir mejor por las noches, las pesadillas se fueron haciendo cada vez menos frecuentes y, cuando las tenía, eran menos intensas. No le habló a Pete del acuerdo al que había llegado con la hermana Hildegarde, pero Pete vio su carta sobre la mesa de centro.

16 de agosto de 1993

Estimado Michael:

Te escribo esta breve nota para agradecerte tu muy generosa donación: cuando descubrí los cheques, ya te habías marchado.

Estoy encantada de que solicitaras reunirte conmigo. Siempre es agradable ver a los viejos amigos y sabes que siempre serás bienvenido aquí, en Sean Ross.

Que Dios te bendiga,

Hermana Hildegarde

Durante el siguiente año, Mike se entregó al trabajo. La práctica del Derecho se convirtió en su válvula de escape emocional: sus certezas lo tranquilizaban y los éxitos le ayudaban a olvidar su calvario particular. La votación de mitad de legislatura de 1994 era el objetivo que el partido se había fijado para hacerse con la Cámara de Representantes, y Mike estaba decidido a verlo. Se decía a sí mismo que tal vez no dejaría un gran legado, pero había invertido tantos momentos de su vida en la causa republicana que hacerse con el Congreso dejaría algo tangible que le pudieran atribuir.

Durante doce meses, su salud permaneció estable. El médico del George Washington guiñaba el ojo cada vez que leía los resultados de los análisis de sangre y descubría que su nivel de células T se mantenía en torno a las doscientas. En otoño de 1994, le dio la enhorabuena.

—Señor Hess, se ha convertido en uno de mis pacientes con sida en estado avanzado que más ha sobrevivido sin sufrir ningún revés serio. Los análisis de sangre muestran que sus recuentos permanecen estables, lo que significa que el AZT está funcionando y que ha evitado todos los efectos secundarios nocivos que he visto en otros casos.

El 8 de noviembre de 1994, con un desplazamiento de cincuenta y cuatro escaños, los republicanos se hicieron con el control de la Cámara de Representantes por primera vez en cuarenta años. Muchos demócratas veteranos que anteriormente dependían de distritos que habían sido manipulados perdieron el puesto de la noche a la mañana y, sin embargo, ni un solo republicano perdió el escaño que ocupaba.

En el edificio del Comité Nacional Republicano de la calle First, a la sombra del Capitolio, los corchos de champán saltaban por los aires el día de las elecciones y las celebraciones continuaron al día siguiente. El discurso de Mike reflejaba una serena satisfacción.

—Por primera vez en la vida —le dijo a su equipo de abogados—, hemos creado un sistema electoral en el que el número de escaños obtenidos por cada partido refleja de forma fiel y justa su porcentaje de voto popular. Gracias a vuestros esfuerzos —continuó, mientras hacía un gesto con el brazo para abarcar toda la sala—, hemos acabado con gran parte de la manipulación que distorsionó las anteriores elecciones, remontándonos treinta o cuarenta años atrás. Esta noche nos ha traído no solo un cambio de manos en el control del Congreso, sino un cambio en la forma de hacer política en este país. Los medios de comunicación hablan de una revolución republicana —anunció Mike, lo que provocó una ovación—, pero lo que no dicen es que esa revolución ha sido posible gracias a los esfuerzos de personas entregadas como todos vosotros, como el difunto Roger Allan Moore y como Mark Braden, el hombre que ocupó este puesto antes que yo.

Se produjo un respetuoso aplauso y una voz se alzó desde el fondo de la sala.

—Pero ha sido usted quien lo ha hecho posible, jefe. ¡Usted es el hombre que lo ha logrado!

La euforia republicana duró hasta que el nuevo Congreso se reunió en enero. En Navidad y Fin de Año, Mike estuvo eufórico, ya que los líderes del partido no dejaban de felicitarlo y agasajarlo. El 4 de enero, el populista Newt Gingrich aceptó el puesto de portavoz del Congreso y comenzó de inmediato la guerra de guerrillas republicana contra el presidente Bill Clinton. El control republicano tanto del Senado como de la Cámara de Representantes le proporcionó al partido una libertad de actuación sin precedentes para sabotear algunas de las medidas liberales que Clinton había intentado introducir, incluida la asistencia sanitaria universal y un control más estricto de las armas, y dio lugar al resurgimiento de la derecha religiosa conservadora. De pronto, Falwell, Buchanan y Robertson habían vuelto y las campañas en contra del aborto, de los derechos de las mujeres y del matrimonio de personas del mismo sexo volvían a salir a la palestra.

En enero, Mike recibió varias cartas y correos electrónicos de amigos republicanos que le daban la enhorabuena por ayudar a urdir el resurgimiento del partido, y de amigos gais que le expresaban su horror por el papel que había tenido al ayudar a los conservadores a volver a hacerse con el poder. A finales de mes, llegó un día a casa del trabajo con aspecto atormentado y exhausto.

—¿Qué he hecho, Pete? —dijo—. He sido tan estúpido: entregar mi vida a ese maldito partido. No puedo explicarte lo despreciables que son. He mirado para otro lado durante demasiado tiempo. Debía de estar ciego… O cegado por la ostentación y el poder, porque nunca llegué a centrarme en lo que son realmente.

Pete se situó de pie a sus espaldas y le puso las manos sobre los hombros.

—¿Qué pasa, Mike? —le preguntó, masajeándole el cuello—. ¿Por qué estás tan tenso? ¿No podemos hacer nada para solucionarlo?

—Es por el proyecto de ley antigay que Jesse Helms está introduciendo en nombre del partido. Es tan radical que hasta los «Catetos Moralistas» tienen sus reservas. Permite que las agencias federales y los jefes discriminen a los gais: cualquier persona empleada por el Gobierno Federal puede ser despedida simplemente por ser gay.

Pete cogió la mano de Mike y la acarició con dulzura.

—Eso es terrible. Pero no es mucho peor que todo lo que llevan años haciendo, ¿no? Y a nosotros no nos va a afectar, así que ¿por qué te preocupa tanto?

Pero Mike estaba muy preocupado. Sacó del bolsillo un correo electrónico impreso con fecha de esa misma tarde. Pete lo leyó, cada vez más intranquilo.

Para Michael Hess.

Que sepas que, si el proyecto de ley Helms es aprobado por el Congreso, tú serás el primero en sufrir las consecuencias. Has ayudado y apoyado a ese partido de fanáticos, has permanecido al margen mientras dejaban morir a los gais de Estados Unidos y has invocado la ira de Dios para que esta cayera sobre ellos. Ahora te toca a ti experimentar su ira cuando los medios de comunicación descubran que el director jurídico de los republicanos es gay: ya veremos a quién despiden entonces.

Atentamente, un amigo.

A mediados de febrero, Mike comenzó a sentirse mal. Una tarde empezó a tener un poco de fiebre y, a la mañana siguiente, seguía sin encontrarse bien. Se miró en el espejo del baño y lo vio: se trataba de algo tan inofensivo que bien podía haberlo pasado por alto. Era una pálida roncha rojiza, situada centímetro y medio por debajo del pezón derecho. Cuando la tocó, le molestó un poco y notó que estaba ligeramente abultada, como un moretón. Se pasó los dedos por la barriga y por el cuello, se volvió para examinarse la espalda, levantó los brazos y vio que otras dos lesiones habían aparecido en la suave piel de las axilas.

Mike se duchó y se vistió lentamente. Cuando salió, le dijo a Pete que ya se encontraba mucho mejor.

—Volveré tarde a casa, pero no te preocupes, no pasa nada —le gritó mientras se marchaba.

Esa noche, cuando Mike llegó de trabajar, Pete lo recibió en la puerta y le dio un abrazo.

—¿Has ido a ver al doctor? —preguntó.

Mike había enterrado la cara en el hombro derecho de Pete y así continuaron, abrazados con fuerza y sin mirarse a los ojos. Así era más fácil para ambos, era más fácil decir las cosas importantes, difíciles y saturadas del espectro de la separación.

—Sí. Las cifras han descendido. Ahora tengo algunas lesiones. Probablemente sea Kaposi. Van a hacerme un escáner, pero creo que es el final de la partida.

La inexpresividad de la voz de Mike y la serena enumeración de aquellos síntomas fatales aportaron al momento una falsa calma. Pero luego empezaron a llorar, todavía entrelazados en el abrazo que les daba esperanza y fuerza. Sollozaban casi a su pesar. Llorar socavaba la vieja ficción de que nada había cambiado y de que la vida continuaría. Reconocía una pérdida que ya no podía seguir posponiéndose.

Su relación acusaba la presión. Ya no eran una pareja en igualdad de condiciones. Mike estaba resentido —el resentimiento del enfermo hacia el sano—, aunque lo disimulaba, y Pete estaba ansioso. Se demostraban afecto, se besaban y se abrazaban, pero el sexo estaba proscrito y su ausencia era un mal presagio. Sin embargo, seguían siendo fieles el uno al otro, y Pete, con la sensación de que las cosas estaban llegando a su fin, intentaba hacer lo que podía por Mike, mientras todavía había tiempo.

—¿Quieres volver otra vez a Irlanda?

Mike se lo pensó un instante y negó con la cabeza.

—No tiene sentido, Pete. Es demasiado tarde para perseguir sueños.

Todas las semanas había malas noticias. El recuento de células T de Mike descendía de forma alarmante, luego se recuperaba para volver a caer de nuevo más todavía. Tras doce meses con una salud extraordinaria, su estado se deterioraba rápidamente. Tosía y perdía peso, tenía el cuerpo lleno de zonas descoloridas donde las lesiones iban y venían, empezaba a tener las yemas de los dedos negras y su rostro había adquirido un aspecto demacrado y cetrino, el distintivo de la pertenencia a la hermandad del sida. Cuanto más se hundía, más alta era la montaña de medicamentos que ingería: en la primavera de 1995 tomaba ya tantas pastillas que necesitaba hacer una tabla para controlarlas.

Los médicos del hospital George Washington le ofrecieron psicoterapia, pero la rechazó.

—La psicoterapia es para fracasados. Si tengo que pasar por esto, lo haré a mi manera —le espetó a Pete cuando este intentó convencerlo.

No habían hablado de la muerte y Pete sospechaba que le estaba dando una pista.

—¿Si tienes que pasar por esto, Mike?

Pero Mike rectificó.

—Si, si, si…, todo son «sis». Ni siquiera tiene sentido hablar de ello. Seguiré tomando la medicación, así que no puede haber excusas, pero no creo que puedan hacer ya mucho más por mí.

Cuando Mike pensaba en cómo estaba reaccionando ante lo que le estaba sucediendo, creía que su resignación era un ejemplo de valentía, no de cobardía. O eso esperaba. Tenía la sensación de que Pete quería que siguiera intentándolo, que siguiera luchando, pero estaba muy cansado. La presencia de la muerte imponía una lógica serena y lúcida. Había intentado explicárselo a Pete, pero Pete solo quería que siguiera viviendo. A medida que las flores de los cerezos se desplegaban a lo largo del Mall y el Capitolio se teñía de rosa bajo el sol primaveral, parecía que solo les quedaba despedirse.

Pero entonces, la cruel esperanza regresó.

Desde comienzos de año, habían estado circulando en la prensa médica informes de una nueva generación de medicamentos. Todos los artículos que Mike leía hacían hincapié en que estaban solo en fase de desarrollo y en que pasarían meses, o incluso años, hasta que estuvieran disponibles, por lo que la carta que recibió a mediados de marzo le hizo sentir pánico. Después de todo lo que había luchado para aceptar que iba a morir, le resultaba casi imposible hacerse a la idea de que ahora podría vivir.

Se trataba de un estudio aleatorio, doble ciego, controlado con placebo para mil doscientos pacientes con sida en estado avanzado —ni siquiera los médicos sabrían quién tomaba los nuevos antirretrovirales y quién tomaría las pastillas de azúcar— y la carta insistía en que todos aquellos que accedieran a participar en él tendrían que aceptar dichas condiciones. Mike leyó los términos de la propuesta, cuidadosamente elaborada en cautelosa jerga legal con cláusulas y subcláusulas pulcramente ordenadas, y la desterró a una esquina del escritorio. Durante la semana siguiente, estuvo inquieto, preocupado por el hecho de que le resultara más fácil enfrentarse a la certidumbre que a la esperanza.

El lunes siguiente tenía una cita en el hospital que duró todo el día. Cuando volvió, se abrió la camisa de un tirón.

—¡Tachán! —exclamó triunfante, mientras mostraba la vía que le habían puesto en el pecho, un fino catéter de plástico blanco que emergía de su pecho, sobre el pezón, con tres uniones transparentes acopladas. Al ver aquella cosa pegada al cuerpo de Mike, Pete se mareó, pero Mike estaba exultante—. ¡Me he apuntado, Pete! No te había dicho que iba a hacerlo. Me han pedido que pruebe ese nuevo tratamiento. ¡Puede que no te libres de mí tan pronto como creías!

Mike se puso a explicarle que los nuevos medicamentos le proporcionarían un cóctel de proteasa y de inhibidores de transcriptasa inversa conocida como Terapia Antirretroviral de Gran Actividad o TARGA que, al parecer, reduciría los virus en el cuerpo y ayudaría a normalizar el recuento de glóbulos rojos y blancos. Había pasado tanto tiempo investigando sobre los avances de los tratamientos del sida que casi sabía tanto como los médicos y parecía estar convencido de que aquellas nuevas medicinas eran una especie de salvavidas.

Pete escuchó las explicaciones, hizo algunas preguntas y le dijo que era una noticia maravillosa que lo hubieran seleccionado para los ensayos.

—Pero, Mike —le dijo—, solo funcionará si te administran los verdaderos medicamentos y no los placebos. ¿No crees que dejar todo en manos de la suerte es demasiado arriesgado cuando es una cuestión de vida o muerte?

Mike lo miró inexpresivamente.

—¿Qué otra alternativa tengo? He firmado el formulario para dar el consentimiento a las condiciones exigidas. Y, de todos modos, ni siquiera los médicos saben cuál es cuál.