VEINTITRÉS

1995

Hacía años que Doris White era la abogada de Mike y Pete. Le caían bien «los chicos», como ella los llamaba, y se quedó muda de asombro al ver el cambio que había experimentado Mike.

—¡Pero, bueno, Michael! —exclamó, apresurándose a acercarle una silla y observándolo horrorizada mientras él dejaba caer su cuerpo esquelético sobre ella—. ¿Estás bien, cielo? ¿Qué te traigo? ¿Un café? ¿Algo de comer? Desde luego, parece que no te vendría mal.

Mike sonrió.

—Gracias por tu amabilidad, pero no creo que el café pueda ayudarme. He venido a preguntarte si me ayudarías a redactar el testamento.

Doris fue a coger algunos archivos de un armario, regresó a la mesa y miró a Mike a los ojos.

—Pues claro que te ayudaré, Michael, no entraña ninguna dificultad —respondió, vacilante—. Pero antes quiero… Me gustaría que supieras que siento mucho… verte así. Yo siempre os he considerado… Bueno, os tengo cariño. Tú no…, no te mereces esto —dijo, y empezó a toser—. Vaya, lo siento mucho. Ahora cuéntame, ¿qué beneficiarios tienes en mente?

Mike repasó sus posesiones. La casa de Virginia Occidental con sus cuatro hectáreas de terreno, se la dejó íntegramente a «Peter J. Nilsson, amigo, soltero». También legó a Pete el dinero de la póliza de su seguro de vida, sus efectos personales, las joyas, la cubertería de plata, los muebles, los cuadros, los libros, las obras de arte, los coches y cualquier otro bien tangible personal. A «Mary Harris, hermana», le legó el noventa por ciento de la herencia restante y todos los bonos del tesoro de Estados Unidos. El otro diez por ciento iría a un lugar de Irlanda, del que deletreó el nombre y la dirección: «Abadía de Sean Ross de Roscrea, condado de Tipperary».

Cuando finalizó con todas las cuestiones legales, Mike estaba exhausto.

—Veo que no le has dejado nada a tu padre, el doctor Hess, ni a tus hermanos —observó Doris—. Eso es cosa tuya, por supuesto, pero tengo que comprobar que es realmente tu voluntad.

Mike estaba encorvado en la silla, pálido y frágil.

—Doris, esa es mi voluntad. Tal vez deberíamos añadir otra cláusula para evitar las dudas. ¿Puedes poner: «Ha sido de forma intencionada que no he dispuesto legado alguno para mi padre y hermanos, ni para ninguno de sus descendientes directos, en el presente testamento»? Eso dejará las cosas claras.

Doris le preguntó si tenía alguna otra pregunta antes de hacer que transcribieran los documentos a máquina.

—Solo una cosa —respondió Mike—. Me preocupa que Doc intente llevarme a Iowa para enterrarme en el panteón familiar de los Hess y eso es algo que no quiero que suceda. Pete sabe cuáles son mis deseos sobre el lugar donde quiero descansar eternamente, pero me preocupa que Doc alegue sus derechos de paternidad: lo intentará y lo impugnará. ¿Hay alguna forma legal de asegurarse de que hagan conmigo lo correcto, cuando me haya ido?

Las copias del original de la última voluntad y el testamento de Michael A. Hess llegaron por correo al cabo de una semana. La carta de Doris White que las acompañaba era un poco pesarosa.

Hemos investigado la ley del distrito de Columbia en relación con el control de la disposición de los restos de las personas. Por desgracia, no existe ningún estatuto ni otra ley que proteja el derecho de alguien a determinar cómo desea que sean tratados sus restos. Tu padre, como heredero legítimo, tendrá, efectivamente, el poder de determinar qué hacer con tus restos. En la práctica, sin embargo, prepararlo todo con antelación, incluido el previo pago de los costes, suele ayudar a asegurar que se respete tu preferencia. Una vez que todo está arreglado y pagado previamente, los miembros de la familia suelen negarse a pagar los costes adicionales que implica el cambio de dichos arreglos. Por ello, te recomendamos que lo soluciones todo ahora y pagues por adelantado la totalidad de los gastos. Si no tienes ningún otro contacto, puedes probar con DeVol Funeral Home, en el 2222 de la avenida Wisconsin, N. W., Washington, D. C. También hacen gestiones en Virginia Occidental.

Si podemos ayudarte en algo más, por favor, no dudes en llamarnos.

Con cariño, atentamente,

Doris White

Mike se quedó sentado, en silencio, después de leer la carta de Doris. Pete estaba en la mesa del desayuno fingiendo leer el Post, pero Mike sabía que estaba esperando a que dijera algo.

—Bueno, ya está, Pete. Este papel de aquí dice que te lego mis bienes materiales —anunció Mike. Luego suspiró y sonrió—. Y mi corazón dice que te lego mi amor eterno —añadió, mientras sentía que las lágrimas le anegaban los ojos y su garganta se tensaba—. Siento que no nos hayamos podido casar. ¡Menuda boda habríamos tenido! Podríamos haber invitado a todos al jardín de casa y así tendrías un aniversario que recordar y celebrar.

Pete fue a sentarse en el sofá. Mike apenas era capaz de levantar el brazo para cogerle la mano.

—La carta es por lo de los restos. Toma, léela. Pero ¿qué quedará de ? ¿Tú qué crees? ¿De mi verdadero yo?

Pete le dio un beso en la mejilla.

nunca te irás, Mike. Te quedarás conmigo. Siempre te echaré de menos y siempre te querré.

—Gracias —respondió Mike, con voz temblorosa—. Te echaré de menos —añadió, y aquella extraña idea le hizo sonreír involuntariamente—, pero a mí no. Porque la verdad es que nunca he sabido quién soy. Esto me ha hecho pensar en el pasado —dijo, señalando el documento que tenía sobre las rodillas— y me da la sensación de que nunca he encontrado un sitio en el que encajara.

Pete iba a hacer una objeción, pero Mike negó con la cabeza.

—Siempre he sido huérfano. Nunca he tenido ningún lazo que me uniera a este mundo y, cuando traté de encontrar alguno, las monjas me dieron la espalda. Luego intenté forjarme una identidad, pero todo salió mal. El partido me proporcionó un lugar al que creía pertenecer, pero Rudy tiene razón: tuve que venderme para conseguirlo. Y lo que más quería en este mundo era el amor y el consuelo que me proporcionaban estar contigo, Pete. Pero lo arruiné todo al hacer… esto —manifestó, señalando débilmente su cuerpo exangüe—. Te quiero, Pete. Siempre te he querido, pero lo he echado a perder y la muerte pondrá punto final al amor.

La última semana que Mike pasó en la casa de Shepherdstown fue muy dura. Escuchaba música, empezaba a beber por las mañanas y pasaba las tardes llamando a los amigos. A menudo volvía a llamarlos al día siguiente para disculparse por la rabia, la desesperación o la autocompasión de la llamada del día anterior.

Por la tarde, cuando Pete regresaba a casa, se encontraba a Mike tumbado en el sofá. Le ofrecía la mano, y Mike a veces la cogía y otras no. Aunque parecía no tener mucho sentido preguntarle si estaba bien, Pete lo hacía de todos modos. Si Mike quería que lo consolara, sonreía y le preguntaba a Pete cómo le había ido el día. Pero la mayoría de las veces no estaba abierto a la compasión, ponía mala cara y se volvía hacia la pared. Peter sabía que no debía insistir en hablar y buscaba otros caminos —rodeos sutiles, cariñosas tretas— que le permitieran entrar en el mundo interior de Mike. A veces se limitaba a irse a la cocina y preparaba los ingredientes para hacer sus platos favoritos: una bullabesa o carré de ternera con jengibre y cebolletas. La intensidad de los aromas —el agudo y fuerte olor a mar del pescado en ebullición, la envolvente calidez de la carne asada a fuego lento— despertaba recuerdos en Mike que lo animaban. Se levantaba del sofá e iba arrastrando los pies hasta la cocina con las gruesas zapatillas de fieltro. Luego, en silencio, le ponía a Pete una mano sobre el hombro: la señal del armisticio, la señal de que deseaba el consuelo que antes había rechazado.

El lunes 7 de agosto, a media tarde, Mike se cayó y se quedó tendido e indefenso sobre el suelo de madera de la sala de estar durante más de una hora, hasta que fue capaz de arrastrarse hasta el teléfono. Pete cogió el coche y se dirigió de inmediato a casa para volver a hacer juntos aquel viaje ya tan familiar a Washington, pasando por Parkway, Key Bridge y la calle K, hasta la entrada de urgencias del hospital George Washington. El especialista que había estado tratando a Mike hizo una mueca al ver el estado en el que se encontraba. Lo llevaron a una sala privada de la unidad de monitorización, donde permaneció los seis días siguientes. El domingo 13 de agosto por la mañana, como su estado había mejorado un poco, lo pasaron a una habitación normal. El traslado le subió el ánimo y empezó a hablar con optimismo de unas vacaciones en Italia. Pete se fue a casa unas horas, pero por la tarde lo llamaron del hospital para comunicarle que Mike estaba muy grave y que volviera lo más rápidamente posible. Se encontró a Mike semiinconsciente y con soporte vital básico, en la unidad de cuidados intensivos. El médico le dijo que habían tenido que reanimarlo con oxígeno y que no estaban seguros del pronóstico. Cuando Pete le apretó la mano, Mike respondió. Podía asentir o negar con la cabeza, pero ya no era capaz de hablar.

Pete llamó a Mary a Florida y esta tomó el último vuelo del día a Washington. Le preguntó a Mike si quería que les contara a Doc y a los chicos lo que estaba pasando, pero él sacudió negativamente la cabeza, con los ojos brillantes de febril determinación. Volvió a preguntárselo y su respuesta fue claramente negativa.

Durante las veinticuatro horas siguientes, Mike estuvo flotando en un limbo de inconsciencia. Luego, bien entrada la noche del lunes, sonaron las alarmas del equipo de monitorización que tenía al lado de la cama y el equipo de reanimación de emergencia entró corriendo. Cuando el pánico hubo pasado, un médico les dijo a Pete y a Mary que había entrado en coma y les preguntó si querían plantearse desconectar el soporte vital. Durante el resto de la noche, lo hablaron al lado de su cama. Mike había hecho una declaración de voluntad en vida en la que pedía que no lo mantuvieran vivo, pero a Mary aquella situación le traía malos recuerdos, por la decisión que habían tomado con Marge. Pete accedió y dejaron que las máquinas siguieran chirriando y burbujeando.

El martes a primera hora, Pete comentó que Mike deseaba ser enterrado en la abadía de Sean Ross y Mary respondió que a ella le había dicho exactamente lo mismo.

—Oye —susurró Pete, frotándose la cara—, siento ser tan práctico en un momento tan emotivo, pero tenemos que hablar de los preparativos. Tengo un montón de cosas…

Pete le tendió a Mary un folleto que había cogido en la embajada de Irlanda y señaló la sección del traslado de restos humanos: «Una prueba documental de la causa de la muerte debe acompañar al ataúd […] y, en caso de muerte por enfermedad infecciosa, el Ministerio de Sanidad tendrá prerrogativas especiales para deshacerse de los restos».

A primera hora de la mañana del martes 15 de agosto, tras treinta y seis horas a los pies de la cama de Mike, Mary y Pete fueron a la cafetería a tomar un café. Cuando volvieron, a las once y media, se encontraron la cama de Mike vacía y al médico haciendo unas anotaciones. Mike había sufrido una serie de paros cardíacos en cadena y había muerto a las once y diez de la mañana.