1995
En marzo, Mike llamó a Mary para invitarla a la casa de Shepherdstown en Pascua. Llevaba un par de semanas con la nueva medicación y, aunque su estado físico no había mejorado, el mero hecho de pensar que se estaba haciendo algo le dio un empujón psicológico que, a su vez, le proporcionó fuerzas para hablar.
En cuanto Mary escuchó su voz, supo que algo iba mal. Mike parecía excitado y nervioso, no dejaba de repetir que tenía que ir a verlo e incluso empezó a hablarle de los detalles del viaje y a comentarle los horarios de los vuelos mientras insistía en que él le pagaría el billete de avión.
Mary también tenía algo que contarle: había roto recientemente con el padre de Nathan, pero había un hombre nuevo en su vida. Estaba muy enamorada de George y quería que este conociera a su hermano.
—Claro, deberías traértelo —la animó Mike—. Cuantos más, mejor. Me alegro mucho por ti.
La Semana Santa caía a mediados de abril. El jueves anterior, Mary y George volaron de Tampa al Washington National y Pete fue al aeropuerto a recogerlos. Mary esperaba que Mike también estuviera allí, pero su pareja le dijo que no había podido ir. En el viaje en coche a Virginia Occidental, Mary se sentó delante y empezó a hablar de la vida para intentar sonsacar a Pete, pero lo único que este le decía era que le preguntara a Mike.
Su hermano salió al porche delantero a recibirlos. Cuando Mary lo vio, se mordió el labio. Estaba flaco y encorvado, y su vieja chaqueta de jugar a los bolos colgaba floja sobre su estructura consumida. Le entraron ganas de llorar, pero recobró la compostura y le dio un abrazo.
—Me alegro de verte, hermanito. ¿Estás bien?
Mike hizo un esfuerzo para sonreír y Mary vio que tenía lágrimas en los ojos. Pero las contuvo y le tendió una mano a George.
—Entrad, chicos. Os vendrá bien un café y tengo una mermelada de frambuesa que quiero que probéis: con ella gané el primer premio en la feria de Shepherdstown. Aunque, claro, solo participábamos la señora Van Rooen y yo.
Mike empezó a revolotear alrededor de sus invitados, mientras escuchaba las historias de Mary sobre Nathan y sobre Doc, que tenía una nueva amiga con la que estaba pensando irse a vivir. Aun así, no dejaba de mirar a Mary sonriendo y, después de servirles las bebidas, se sentó a su lado y le acarició el pelo con los dedos.
—¿Sabes, hermanita? Cuando éramos niños no me imaginaba que, cuando fuera mayor, tendría una hermana con unos rizos rubios tan bonitos.
Mary se rio por primera vez desde que habían llegado.
—Son las maravillas del agua oxigenada, Mikey. Te quita las canas en un tris. Sin embargo, parece que tú sigues teniendo el cabello negro y bonito.
Mike se llevó la mano a la cabeza y se la pasó sobre el cuero cabelludo rapado como si temiera descubrir algo inesperado y terrible, antes de esbozar una radiante sonrisa.
—Escuchad, chicos —anunció—. Quiero decir una cosa. No me hagas caso, George, es que hace mucho tiempo que no la veo. Me gustaría que supieras lo encantado que estoy, lo feliz que me hace tenerte aquí —le aseguró Mike a su hermana. Tragó saliva—. He estado pensando mucho en nuestra infancia, en cómo crecimos juntos, y quiero que sepas lo felices que son para mí esos recuerdos. Es mucho lo que te debo por todos estos años y aprecio de verdad que estés aquí por mí. Pensarás que estoy siendo un poco cursi. Tal vez. Pero lo que quiero decir es que te quiero muchísimo, hermanita.
Mike miró hacia el techo. Mary sacó el pañuelo y salió corriendo al porche.
Un minuto más tarde, Mike fue a reunirse con ella.
—Eh, hermanita, no quería hacerte llorar…
Mary lo miró y esbozó una sonrisa entre el mar de lágrimas. Tras aquella máscara de enfermo, tras los ojos hundidos y las mejillas cetrinas, podía ver al Mike de hacía tanto tiempo, al niño cariñoso que había sido enterrado bajo la dura corteza de la vida. Era posible que la vida lo hubiera convertido en una persona hostil o incluso amargada pero, en el fondo, seguía siendo el niñito curioso de siempre.
—Mikey —dijo Mary, sorbiéndose las lágrimas—. Es tan bonito lo que has dicho… Me ha hecho tan feliz y… y tan desgraciada…
Mike la cogió del brazo y se apoyaron juntos en la barandilla del porche, mientras observaban los tranquilos prados verdes.
—¿Sabes? Las cosas no han sido fáciles —confesó Mike—. He estado un poco enfermo… En realidad muy enfermo, Mary. Tengo sida.
Mary empezó a sollozar.
—Mikey, lo sabía. Sabía que las cosas no iban bien. Lo supe de inmediato. Mikey, pobre, pobre Mikey…
Pero Mike la tomó del brazo y negó con la cabeza.
—No, espera, hermanita. Eso no es todo. Hay buenas noticias, por eso te he pedido que vinieras. Han encontrado unos nuevos medicamentos y me han elegido para probarlos, así que hay esperanza. Y tengo la sensación de que lo voy a conseguir, ¿sabes cuando tienes una corazonada de esas que no suelen fallar?
Mary le apretó la mano y se obligó a sonreír, pero no fue capaz de articular palabra.
Durante los días posteriores, la hermana de Mike pudo comprobar cuánto había cambiado este, hasta qué punto se había atrofiado. Se movía arrastrando los pies, cuando antes prácticamente brincaba, y tenía que sentarse a menudo a recobrar el aliento. Ya no se hacía cargo de la cocina con su antiguo celo dictatorial, Pete se encargaba ahora de preparar la comida, y pasaba mucho tiempo acurrucado en el sofá con sus perros, Cashel y Finn McCool.
Pero, a pesar de los dolores que sufría, Mike continuaba en la brecha: le enseñó a Mary la vía que llevaba pegada al pecho y le mostró todos los medicamentos que tomaba y que estaban guardados en un refrigerador médico en el vestíbulo. Se sentaron en el porche a hablar, como hacían en Rockford cuando eran niños. Se rieron de viejos recuerdos y se preguntaron qué pensarían sus compañeros de clase de Boylan si supieran que el pequeño Mikey Hess había ascendido hasta las altas esferas más poderosas e influyentes de la Casa Blanca. Mary le dijo lo orgullosa que estaba de él y, por un momento, la nube que se cernía sobre ellos pareció dispersarse, aunque no por mucho tiempo.
—Mikey —le preguntó Mary—, ¿le has contado a alguien, me refiero a Doc o a los chicos, que estás enfermo?
Mike negó con la cabeza.
—Entonces, supongo que no quieres que diga nada, ¿no? Y, Mikey, ¿le has dicho a alguno de ellos que eres gay?
Mike se encogió de hombros.
—La verdad es que creo que no tiene sentido. A ninguno le importaría un bledo. Ni eso, ni yo. Puede que llame a James y hable con él algún día: es el único que me escucharía.
La conversación volvía una y otra vez a Irlanda, y Mike le habló a Mary del último viaje que había hecho allí.
—Es lo que más lamentaré siempre, no haber encontrado a mi madre. Supongo que es posible que haya muerto o que se haya ido y haya rehecho su vida, pero algo me dice que no, algo me dice que está viva y que no se ha olvidado de mí. ¿Sabes, Mary? Deberías ir a buscar a tu madre mientras puedas: es lo único que te puede cambiar la vida.
Ya que estaban en Washington, Mary y George querían sacar el mayor partido al viaje, así que alquilaron un coche y se fueron a hacer turismo un par de semanas. Luego regresaron a Shepherdstown antes de bajar a Florida, y a Mary le pareció que Mike se encontraba peor.
Pete estaba de acuerdo con ella.
—No creo que los medicamentos estén funcionando. Creo que ha tenido mala suerte y que le están administrando el placebo en lugar de la verdadera medicina. Pero, cuando trato de convencerlo para que retome la verdadera medicación, dice que no quiere discutir con los médicos. Y lo más triste es que él cree que está mejorando.
En las semanas posteriores a la visita de Mary, a Mike lo visitaron también todas las plagas que había evitado con tanto éxito durante los primeros doce meses. Tenía constantes dolores de cabeza, mareos y náuseas. Las puntas de sus dedos estaban tan negras que parecía que llevaba laca de uñas. Los músculos de sus brazos y de sus piernas se habían consumido a la mínima expresión, tenía constantemente problemas de hígado y se le estaba empezando a caer el pelo. Pete tenía la sensación de que Mike se estaba consumiendo ante sus propios ojos y que, un día, simplemente se desvanecería en la nada.
Al principio, Mike se había esforzado en no perder ni un solo día de trabajo: la idea obsesiva de que el partido podía descubrir que tenía sida y que podría perder el trabajo nunca lo abandonaba y, a menudo, iba a la oficina cuando debería quedarse en casa, en la cama. A principios de verano, había dejado de fingir. Tenía que pasar cada vez más tiempo en el hospital —tres días por aquí, cuatro días por allá—, durante los cuales reunía las fuerzas suficientes como para que le dieran el alta, y luego empezaba nuevamente el lento declive que volvería a llevarlo ante las mismas puertas, a la misma sala y, a menudo, a la misma cama.
El miedo que tenía a lo que pensarían sus compañeros de sus ausencias, cada vez más habituales, resultó ser infundado. Lejos de despedirlo, el comité republicano le enviaba mensajes de apoyo y de ánimo. Había otros gais en el comité, como el director financiero, Jay Banning, y Mark Clacton, del equipo de reordenación, que estaban siendo especialmente solícitos a la hora de asumir la carga de trabajo de Mike, pero también sus compañeros heterosexuales, tanto hombres como mujeres, se apresuraron a enviarle sus condolencias. Era imposible que no supieran que tenía sida, pero nunca vacilaron a la hora de apoyarlo. Mientras permanecía postrado en el hospital George Washington con suero en los brazos y máquinas que monitorizaban sus órganos, Mike se maravillaba de la humanidad de los individuos que lideraban a los republicanos y de la falta de humanidad de las políticas que salían de ellos. Eran buena gente, aunque casi ninguno se posicionaba en contra de las políticas que deshonraban el nombre de su partido.
En julio, Mike pasó más tiempo fuera del trabajo que en la oficina. Tenía que asistir en Filadelfia a una reunión de planificación de la convención del año siguiente de tres días de duración, pero el día que debía emprender el viaje se sentía cansado y tenía náuseas. Pete le dijo que se quedara en casa, pero Mike insistió en ir. Puede que no viviera para participar en la convención, pero estaba decidido a contribuir a ella: sería como extender su propia vida.
Pero el cuerpo agotado de Mike no estaba por la labor. La primera mañana se desmayó en la sala de reuniones y lo llevaron en limusina al tren para que volviera a casa. Una vez en Washington, en Union Station, salió tambaleándose del vagón, con el cuerpo encorvado bajo el peso de la bolsa, y saludó con la mano a Pete. Al ver cómo la cara de este se descomponía, luchó para contener una lágrima. Mientras Pete lo llevaba en coche al hospital George Washington, tuvo la corazonada de que era la última vez que hacían aquel viaje. Pero cuando lo conectaron a los goteros pareció recobrarse y, al cabo de veinticuatro horas, ya era capaz de sentarse y de hablar con las enfermeras. A Mike, el tipo que estaba en la cama de al lado le resultaba familiar. Cuando cruzaron la mirada, captó un brillo en los ojos del otro hombre, como si él también lo hubiera reconocido.
—Hola —logró articular Mike—. Nos conocemos, ¿verdad? Michael Hess.
—¡Dios mío, Michael Hess! Nos conocimos en la fiesta de Old Town Alexandria. Soy yo, Rudy Kellerman. ¡No te habría reconocido ni en un millón de años, tienes un aspecto horrible!
A Mike le vino a la cabeza la imagen de aquel tipo bajito y rechoncho, con prognatismo, que lo había arengado sobre las políticas de la Administración en relación con el sida la noche en que lo habían nombrado director jurídico.
—La verdad es que tú tampoco tienes muy buen aspecto —replicó Mike—. Lo único positivo que puedo decirte es que has adelgazado bastante desde la última vez que te vi.
—Y que lo digas —dijo Rudy, pesaroso—. Es una dieta que se llama «adelgaza hasta la muerte», parece que ambos la estamos siguiendo.
Se hizo el silencio, mientras los dos hombres invocaban recuerdos de resentimiento mutuo que se negaban a borrar, incluso en la terrible situación que compartían.
—¿Quieres leer esta revista? —le preguntó Rudy, finalmente—. Trae un artículo bastante bueno sobre uno de los tuyos: Arthur Finkelstein. ¿Lo conoces? —Mike le dijo que por supuesto que lo conocía. Finkelstein era uno de los principales estrategas republicanos y trabajaba con senadores de la derecha conservadora como Jesse Helms y Don Nickles—. ¡Pues, al parecer, el tío es gay! —anunció Rudy—. Lleva veinte años viviendo con su pareja y con dos niños adoptados en una mansión de Massachusetts. ¡Y luego os pasáis el día echando pestes de los homosexuales, vapuleando a los gais! —Mike le echó un vistazo al ejemplar de la Boston Magazine. En el artículo, lo sacaban cruelmente del armario y hacían un listado de los votos registrados de los senadores a los que Finkelstein había asesorado: todos ellos se habían opuesto al proyecto de Ley de Antidiscriminación Gay de Clinton, todos habían votado en contra de la igualdad de derechos de los homosexuales para contraer matrimonio y todos habían apoyado la enmienda Helms en relación con los empleados federales—. Así que dime, Michael —continuó Rudy—, ¿cómo puede dormir por las noches un tío como Finkelstein? ¿Se odia tanto por ser gay que descarga la aversión a sí mismo sobre el resto de nosotros? ¿Se unió a los republicanos porque era la plataforma que necesitaba para flagelar al homosexual que lleva dentro y que tanto desprecia?
Mike se revolvió en la cama.
—Oye, yo no sé lo que piensa Finkelstein. Y no puedo hablar en nombre del partido.
—Pero puedes hablar en tu propio nombre, ¿no? —bufó Rudy—. ¿O es que solo cumplías órdenes, como los nazis de Núremberg? Es culpa tuya que estemos aquí muriéndonos, Michael. Eres tú quien nos ha condenado a muerte, a nosotros y a millones de personas más, porque tu partido consideraba que el sida era un castigo justo para los gais. ¿Cómo te sientes al saber que los medicamentos que podrían curarnos están ya ahí, que puede que lleguen en unos cuantos meses, pero que esos meses serán demasiados para nosotros, porque los malditos republicanos no empezaron a invertir dinero en encontrar una cura hasta que fue demasiado tarde?
La discusión siguió y siguió. A Mike, aquella conversación le parecía enervante y desagradable. Odiaba el tono intimidatorio de Rudy; no podía huir de sus acusaciones ni de su mirada. Cuando Pete llegó para llevárselo a casa, Mike suspiró aliviado. Se sentó mirando al frente mientras los alrededores de Washington se fundían con el exuberante verde de los bosques de la orilla opuesta del Potomac.
—¿Pete? Creo que deberíamos ir a ver a los abogados. ¿Podrías acompañarme?