1956-1989
Jueves, 22 de noviembre de 1956
Las olas zarandeaban el barco con un rugido que parecía salido de las oscuras profundidades de las agitadas aguas.
La muchacha se ajustó el chubasquero alrededor del cuello y se agachó para refugiarse al calor del bar. El lugar la asustaba, con aquel olor a cerveza rancia y los hombres cantando y gritando toda la noche, pero había nueve horas de Liverpool a Dublín y tenía que cobijarse en algún sitio. El viento y la lluvia de la tormenta los habían sorprendido alrededor de la medianoche, mientras cruzaban el mar de Irlanda, y el SS Munster se balanceaba en medio del oleaje. La chica se sentía mareada y sola. Llevaba puesto un fino vestido de algodón bajo un chubasquero largo y transparente, con la capucha sobre el pelo negro azabache. En la mano sujetaba un bolso con el pasaporte, un billete y un puñado de fotografías. Cuando llegaron al puerto de Dublín, rezó un avemaría.
Los inspectores de aduanas tenían orden de interrogar a las chicas que viajaban solas con pasaporte irlandés y le arrebataron el suyo mientras los pasajeros desembarcaban.
—Te has ido allí para abortar, ¿eh? —le preguntó el jefe de los funcionarios—. ¿Has ido a matar a tu hijo?
Pero ella negó con la cabeza. El otro hombre de la aduana era joven y le gustaba flirtear.
—Entonces, ¿a qué has ido a Liverpool? ¿A pelar la pava?
La muchacha siguió sin soltar prenda.
—Vas a tener que contármelo, no soy adivino.
Ella le dirigió una mirada acusadora.
—He vuelto para buscar a mi bebé.
En la abadía de Sean Ross, la madre Barbara actuó con displicencia. Se acordaba perfectamente de la chica y siempre había sospechado que le daría problemas.
—No tengo ni idea de qué quieres de nosotras. Tú entregaste a tu hijo y la Iglesia le encontró un hogar. La Iglesia cumple con su deber de ser caritativa y las pecadoras como tú deberíais estar agradecidas.
—Sí, ya lo sé —respondió la chica. Tenía veintitrés años y llevaba fuera de Sean Ross diez meses, pero seguía sintiendo el mismo pánico y temor—. Y estoy agradecida, muy agradecida. Pero me preguntaba si me podrían decir adónde ha ido, para poder…
—Escúchame, niña —la interrumpió la madre Barbara—. Al parecer, has olvidado lo que prometiste. Firmaste un juramento ante los ojos de Dios mediante el que renunciabas a tu hijo. Prometiste que nunca intentarías volver a verlo o reclamarlo. ¿No te acuerdas? Porque tenemos todo por escrito en nuestros archivos.
—Pero, madre superiora —repuso Philomena—, he intentado… He intentado olvidarlo, pero no he podido. Dios sabe que pienso en él cada hora de cada día desde que se lo llevaron de aquí en la parte de atrás de ese coche y me mandaron a Inglaterra. Anoche, en el ferry, mientras la tormenta nos azotaba, veía su carita en las nubes cada vez que los relámpagos centelleaban y me estaba llamando, ¡en serio!
—No digas tonterías, niña —replicó la madre Barbara, perdiendo la paciencia—. Tu hijo se encuentra a miles de kilómetros de aquí; es más probable que hable contigo el hombrecillo de la luna que él.
—Pero lo ha hecho, reverenda madre. Me ha llamado y lo he oído. Me echa de menos y quiere que su mamá vuelva. Una madre sabe esas cosas… Y necesito saber que está bien, que está a salvo, esté donde esté, y que no está triste. No podré estar tranquila hasta que lo sepa.
Pero la madre Barbara no tenía tiempo para los sentimientos de los pecadores.
—No estás tranquila porque te pesa el pecado que cometiste. Tu pecado te acompañará siempre y debes subsanarlo. Reza a Dios para que Él te perdone, porque yo no puedo hacerlo.
Philomena inclinó la cabeza. Su pecado ya estaba con ella y le amargaba la vida. Por su culpa, sentía que su confianza se achicaba. Quería que la entrevista finalizara de una vez, antes de que la madre Barbara empeorara las cosas todavía más. Pero la monja no había terminado.
—Debes olvidarte de tu hijo, porque él es producto del pecado y, sobre todo, nunca debes hablarle de él a nadie. Los fuegos del infierno esperan a pecadoras como tú y, si vas por ahí hablando de tu bebé a otras personas, arderás en ellos eternamente. No le habrás contado a nadie lo de tu pecado, ¿verdad? ¿O lo que ha sido de tu hijo?
Philomena no había hablado con nadie.
Su alegría y su tristeza estaban enterradas muy en el fondo de su ser. Por su culpa, su existencia había cambiado para siempre, por su culpa cogería el barco nocturno de vuelta a Inglaterra, condenada a vivir en el extranjero.
Cuando Anthony abandonó Roscrea en diciembre de 1955, Philomena se pasó dos semanas llorando. Para quitársela de encima, las hermanas la habían metido en el ferry de Dublín y el 14 de enero de 1956 había empezado a trabajar en su escuela para chicos delincuentes de las afueras de Liverpool.
Las hermanas de los Sagrados Corazones de Jesús y María llevaban décadas gestionando el correccional Ormskirk. Generaciones de muchachas pecadoras irlandesas habían trabajado allí, cuidando a los chicos y pagando su deuda con Dios. Philomena lo odiaba. Le daban lástima los muchachos y se compadecía de su destino, pero, a la primera oportunidad que tuvo, se marchó.
En enero de 1958, echó la solicitud para formarse como enfermera y fue aceptada en un hospital psiquiátrico, en el pueblo de St. Albans, justo al norte de Londres. Trabajaba con pacientes trastornados en el hospital Hill End y allí se percató del terrible impacto mental que podía tener un trauma. Cuantas más cosas sabía de los hombres y mujeres que estaban a su cuidado, más entendía la crueldad mental a la que ella misma había sido sometida. Pensaba todos los días en su niño perdido y todas las noches lo veía en sueños. Durante una docena de años, primero en Liverpool y luego en St. Albans, convivió con el dolor y la pérdida. Tenía un cajón lleno de recuerdos: las pequeñas fotos en blanco y negro de la cámara Box Brownie de la hermana Annunciata, un primer par de zapatos infantiles, un pedazo de cuero negro con una hebillita cromada que se había caído de alguna prenda de ropa y un mechón de cabello negro azabache que atesoraba como una reliquia sagrada.
En la década de 1960, le preocupaba que Anthony pudiera estar en Vietnam, luchando por el país que se lo había arrebatado, y a lo largo de la crisis económica le agobiada que pudiera estar en la cárcel o viviendo en una chabola. Pero era el desconocimiento, la ausencia de certidumbre, lo que más la obsesionaba, ya que el hecho de que ella no supiera nada significaba que él podía ser cualquier cosa y estar en cualquier lugar, y el mero hecho de pensarlo le resultaba enormemente inquietante.
Philomena se casó con un joven enfermero llamado John Libberton y tuvo dos hijos, Kevin y Jane, pero nunca le contó su secreto a su familia: tenía todavía demasiado presentes las amenazas de la madre Barbara con el fuego del infierno. Sin embargo, no dejaba de pensar y de hacer planes y, en septiembre de 1977, regresó a Roscrea.
Philomena no sabía por qué había elegido precisamente ese mes —no tenía ni idea de que Anthony, el actual Michael, había estado allí solo tres semanas antes—, pero, cuando se sentó en la sala de las monjas con la madre Barbara, notó que algo raro sucedía por la manera en que la mujer le hablaba. No es que fuera más amable, ya que la madre superiora seguía negándose a hablar del destino del hijo de Philomena, pero estaba más callada, era menos categórica en sus opiniones y más vacilante a la hora de condenar los pecados que había denunciado tan ferozmente en el pasado. Se separaron con la sensación de que algo había cambiado entre ellas, de que había algo que las unía, que no era amistad ni comprensión, sino un interés mutuo y la necesidad compartida de obtener el perdón.
Philomena vio a la madre Barbara por última vez en 1989. Se había divorciado de John hacía cinco años y se había casado con Philip Gibson. Estaba a medio camino entre los cincuenta y los sesenta años, y ya no era la muchacha inocente que había sido acosada y coaccionada por las monjas. Por su parte, la madre Barbara era una anciana a la que le quedaba menos de un año de vida. La conversación fue tensa. A Philomena le habría gustado preguntarle: «Si mi hijo me estuviera buscando, me lo diría, ¿verdad?», pero no lo hizo y la monja no le contó nada por iniciativa propia. Tenía ochenta y pico años, estaba impedida por la artritis y sus ojos rebosaban de lágrimas acuosas. Tomaron té y hablaron del pasado. El fuego de la madre Barbara había desaparecido y estaba triste y resignada. Philomena se preguntó si lamentaba no haber tenido nunca hijos propios y aquella idea hizo que sintiera lástima por ella. Un par de veces, la hermana Barbara pareció estar a punto de disculparse por lo que había sucedido, pero había algo que se lo impedía. A posteriori, Philomena se enteró de que estaban empezando a surgir preguntas sobre el papel de la Iglesia en el comercio de bebés con Estados Unidos y pensó que tal vez por eso parecía tan insegura.
Philomena regresó a Inglaterra convencida de que aquella había sido su última visita a Roscrea.