Agosto de 1993
Llegaron a Roscrea a principios de agosto y se alojaron en la vieja mansión que quedaba a un kilómetro y medio de la abadía de Sean Ross, al lado de la carretera. El lugar estaba regentado por dos hermanas de ochenta y tantos años cuya familia había vivido allí durante un siglo, pero que ya no tenían herederos. Grace Darcy era la mayor de ambas, se había quedado ciega y dependía de su hermana Ellen para orientarse, aunque tenía una extraña serenidad y una habilidad sobrenatural para interpretar las voces de las personas. La primera mañana, mientras desayunaban, las hermanas les preguntaron para qué habían ido a Irlanda. Mike les explicó la historia de su nacimiento y adopción, y Grace se puso muy seria.
—No es la primera vez que hospedamos a huérfanos —dijo—. Y hemos visto lo mal que lo pasan. A veces no es una buena idea buscar a una madre, a veces la cosa acaba mal.
Mike y Pete se miraron, y Mike sintió un escalofrío en la nuca.
—¿A qué… se refiere? —preguntó.
Grace sacudió la cabeza.
—A veces la cosa acaba mal.
Mike quería que Pete fuera con él a la abadía y Pete deseaba ver el lugar donde Mike había pasado los primeros años de su vida. Eran más de las once cuando aparcaron el coche de alquiler en el camino de acceso cubierto de grava, y el sol ya brillaba en lo alto del cielo. Mike llamó a la puerta de la vieja casa y una monja bastante joven, pecosa y de ojos verdes abrió de inmediato y los saludó con una sonrisa. Cuando Mike le dijo para qué estaba allí, se quedó perpleja.
—Hace veinte años o más que no hay huérfanos por aquí. No sé muy bien cómo puedo ayudarles. ¿Puede repetirme su nombre?
—Michael Hess, aunque mi nombre de nacimiento es Anthony Lee. Ese es el nombre que aparecería en sus archivos, mi verdadero nombre.
Mike sonrió para reconfortar a la chica.
—¿Podemos entrar, por favor?
Ella se apartó del umbral de la puerta para dejarles pasar.
—He hecho un largo camino desde Estados Unidos y no pienso irme de aquí sin encontrar a mi madre —anunció Michael con amabilidad, pero con convicción—. ¿Puedo hablar con la madre Barbara, por favor?
La joven monja lo miró con conmiseración.
—Lo siento —respondió—. La madre Barbara falleció hace tres años, en 1990. El 20 de julio, concretamente. Está enterrada en el cementerio de las monjas, por aquel sendero. Puede visitar su tumba al salir.
Mike no se lo esperaba. ¿Por qué no había pensado en aquello? Desde luego, era una anciana. ¿Por qué no lo había comprobado antes de recorrer todo aquel camino para una tarea que ahora parecía abocada al fracaso? Pero entonces surgió otro nombre, un nombre que había atisbado una sola vez, cuando había abierto a hurtadillas la carta de Doc para la oficina de admisiones de Notre Dame, hacía un cuarto de siglo.
—¡La hermana Hildegarde! —exclamó Michael—. La hermana Hildegarde es la mujer que gestionó mis papeles de adopción. Ella no ha muerto, ¿no? —preguntó acto seguido, con una mirada de aprensión.
La joven monja sonrió.
—Pues no. La hermana Hildegarde tiene ochenta y seis años, ni más ni menos, pero, gracias a Dios, sigue con nosotros. ¿Quiere que le pregunte si puede recibirlos?
A Mike le entraron ganas de abrazarla.
—Sí, hermana, vaya a preguntarle, si hace el favor. Le estaría muy agradecido.
Mike y Pete se sentaron en la salita y esperaron. Bebieron el té de las monjas, comieron las galletas de las monjas y el reloj de bronce dorado que estaba sobre la chimenea dejó pasar media hora, y luego otra media. Cuando, finalmente, sonaron unos pasos en el pasillo y la puerta chirrió al abrirse, entró una monja diminuta y frágil en zapatillas, arrastrando los pies. Aunque hubiera sido capaz de recordar la última vez que la había visto, hacía cuarenta años, Mike no la habría reconocido: la vigorosa déspota que había sembrado el miedo en los corazones de las mujeres caídas en desgracia se había convertido en una anciana etérea con el pelo blanco oculto bajo la toca de lino azul y una gruesa chaqueta de lana sobre el largo hábito, a pesar del calor que hacía aquel día de agosto. Los hombres se pusieron de pie, pero la hermana Hildegarde les hizo un gesto con la mano para que se sentaran.
—Aquí no es necesario nada de eso —declaró, con un hilillo de voz que a Mike le pareció rebosante de calidez y humanidad, y que le hizo sentirse atraído por ella.
—Hermana, muchísimas gracias por recibirnos. No sabe cuánto significa para mí.
—Entonces supongo que tú eres Anthony —replicó la hermana Hildegarde, mientras estrechaba la mano de Mike y se volvía para sonreírle a Pete—. Si no te importa, creo que Anthony y yo deberíamos hablar de esto a solas. Son momentos muy emotivos y debemos tener en cuenta los sentimientos de nuestros niños. Nuestros niños son la principal prioridad en todos nuestros actos.
Pete se levantó.
—Desde luego. Lo entiendo perfectamente. Creo que iré a echarles un vistazo a sus jardines, si no le importa.
Pete posó fugazmente la mano sobre el hombro de Mike, antes de abandonar la sala.
—Es tan reconfortante saber que usted estaba presente cuando nací —dijo Mike, mientras retiraba una silla para la hermana Hildegarde de la sencilla mesa de madera—. Estoy seguro de que debe de haber sido de gran ayuda para mi madre y para las otras chicas que acudían a ustedes.
La monja lo miró, como intentando captar un tono irónico en su voz.
—Bueno, la verdad es que las muchachas no se quedaban mucho tiempo con nosotras, pero hacíamos todo lo que podíamos por ellas.
Mike sintió un súbito arrebato de emoción. No iba a negarse a hablar con él, no se iba a repetir el estéril enfrentamiento que había tenido con la madre Barbara.
—¿Cuánto tiempo pasó mi madre aquí, hermana? —preguntó Mike—. Eso es algo que siempre me he preguntado, si yo le importaba o si simplemente me abandonó…
La hermana Hildegarde miró al hombre que estaba sentado a su lado, preguntándose si podría ubicarlo entre todos los niños con los que había tratado, y llegó a la conclusión de que sí, de que debía de ser el niño que había llevado a Shannon con la niñita que los padres adoptivos habían intentado devolver porque aseguraban que tenía una deficiencia. También recordaba a su madre, la hermosa jovencita del oeste de Newcastle que tenía una manchita en un ojo, que no dejaba de arrullar a su bebé y de revolotear alrededor de él y que se asustaba cuando se ponía enfermo.
—Pues debió de estar aquí muy poco tiempo —afirmó, finalmente—. Así eran las cosas entonces, aunque es imposible estar segura.
—Vaya. Es decir… Esperaba que… Pero, bueno, de todos modos lo que quería preguntarle es si guarda algún informe de mi madre, algo que me pueda ayudar.
La hermana Hildegarde le dedicó una mirada pesarosa.
—Desgraciadamente, Anthony, no me acuerdo de tu madre —dijo—. Pasaron muchas jóvenes por aquí en aquella época. Probablemente a tu madre nos la entregarían sus padres en las calles de Dublín, o en algún otro sitio.
El anonimato de ese «algún otro sitio» le sentó como un tiro a Mike. De repente, se sintió agotado y engañado. La hermana Hildegarde sacó un sobre del bolso.
—Aunque tengo una cosa que te puedes quedar.
Mike levantó la vista.
—Este es tu certificado de nacimiento. En él dice que naciste el 5 de julio de 1952 y que tu madre se llamaba Philomena Lee.
Mike cogió el pedazo de papel y le dio la vuelta en las manos. Vio que su nacimiento había sido registrado el 11 de julio por una tal Eileen Finnegan. Supuso que sería otra de las monjas, pero había una línea negra trazada entre los espacios de «nombre y dirección del padre» y «profesión del padre» y el formulario no contenía más información.
—Gracias, hermana. Es maravilloso tener esto, pero la verdad es que ya conocía el nombre de mi madre. ¿No tiene nada más que pueda ayudarme a encontrarla?
La hermana Hildegarde sonrió y negó con la cabeza.
—No, me temo que esto es todo.
La monja levantó la vista hacia un retrato de Cristo que había en la pared y, por primera vez, Mike tuvo la sensación de que era posible que la monja no dijera toda la verdad.
—Hermana —dijo lentamente—, me han diagnosticado… una enfermedad y me han dado solo dos años de vida. Espero que entienda esto: hay algo que deseo más que nada en el mundo, una cosa que necesito hacer antes de morir, y es encontrar a mi madre. Así que le pido por favor que atienda a la petición de un hombre moribundo, le ruego que se apiade de mi sufrimiento.
—Lo siento, Anthony. Me gustaría poder ayudarte, pero la verdad es que los archivos han desaparecido.
Mike percibió un atisbo de la misma intransigencia con la que se había topado cuando había ido a ver a la hermana Barbara —el modo en que la monja cerró los párpados; cómo su buena voluntad pareció esfumarse—, así que se apresuró a suavizarla.
—Hermana, por favor, créame. Solo me interesa el presente, dónde está mi madre ahora mismo. Creo que deberíamos olvidar el pasado y todo lo que ocurrió entonces. Todo eso ha acabado ya. Pero, por el amor de Dios, ¿no podría decirme adónde fue mi madre biológica cuando salió de aquí?
—Como ya he dicho —replicó la hermana Hildegarde, frunciendo el ceño—, lo he buscado en los archivos, por eso te he hecho esperar, y no he encontrado nada. Lo siento mucho.
—Pero, hermana, si sabemos que el nombre de mi madre es Philomena Lee, seguramente tendrá algún informe que diga adónde fue.
La hermana Hildegarde parecía impacientarse cada vez más.
—Muchos de los archivos se perdieron en un incendio. Tal vez puedas intentarlo en el Servicio Irlandés de Expedición de Pasaportes, pero yo no puedo ayudarte más.
—¿Y qué me dice del dinero? —inquirió Mike. Estaba desesperado y la desesperación llevaba a la rabia—. ¿Qué me dice del dinero que obtuvo de los estadounidenses que venían en busca de los bebés? ¿Y del dinero que le dieron mis padres? ¿No hay ningún archivo de todos los chanchullos y la corrupción que rodeaba todo ese asunto?
La hermana Hildegarde se levantó. Mike se levantó con ella apresuradamente, llevándose las manos a la cabeza.
—No, no se vaya, hermana. Lo siento. Es que… Es que estoy alterado por todo lo que me está sucediendo.
La monja vaciló y volvió a sentarse.
—Déjeme pedirle una cosa —dijo Mike en voz baja—. Un favor. Cuando muera, y voy a morir pronto, la mayor pena que me llevaré a la tumba es la de no haber conocido a la mujer que me trajo al mundo. Nunca he podido hablarle de la vida que he tenido ni preguntarle cuáles eran sus sentimientos hacia mí. Pero, si no puedo encontrarla en vida, tal vez pueda encontrarla tras la muerte. —Mike se quedó callado, mientras una lágrima le asomaba en un ojo y caía lentamente—. Hermana, lo que quiero pedirle es…, ¿permitiría que me enterraran en la abadía de Sean Ross? —preguntó Michael, sorbiéndose la nariz—. Porque siempre he tenido la sensación de que mi madre está tratando de encontrarme, así como yo intento encontrarla a ella. Y, si me está buscando, aquí es adonde acudirá. —Mike reflexionó un instante, intentando imaginarse el futuro, el momento en que ya sería demasiado tarde—. Y, si permite que me entierren aquí, encontrará mi tumba. Puede que eso la consuele y… ¿quién sabe? Tal vez un día pueda usar los datos de mi lápida para descubrir qué fue de mi vida. No me niegue ese favor, hermana. Se lo ruego.
La respuesta de la hermana Hildegarde, cuando por fin llegó, fue lenta y deliberada.
—Nuestro cementerio está lleno. Ya queda poco espacio para nadie más, aparte de para las hermanas, que tienen las parcelas reservadas. Pero veo que significa mucho para ti, Anthony, así que, si estás dispuesto a hacer una donación a la abadía, cuya cuantía tendremos que discutir, creo que podremos hacer algo…
Cuando Mike salió del convento, vio a Pete sentado al sol, al fondo del campo. Lo observó un instante, mientras pensaba en lo guapo y apuesto que era. Mike se acercó y, sin mediar palabra, se sentó a su lado, le rodeó la cintura con el brazo y apoyó la cabeza en su hombro.
Esa noche, durante la cena, las caseras les preguntaron cómo les había ido. Mike les contó que la hermana Hildegarde le había dicho que había intentado buscar los archivos, pero que habían desaparecido.
Grace dio un bufido.
—¡Los archivos no están porque ella los ha destruido! Los quemó todos en cuanto empezaron los escándalos, que Dios la perdone. Nunca olvidaré el olor de esa hoguera, era el olor de las almas de esos bebés elevándose hacia el cielo. Quemó sus informes y quemó sus esperanzas.
Su hermana Ellen asintió.
—Es verdad. Hace cuatro años, en 1989, la gente empezó a comentar que las monjas habían coaccionado a aquellas pobres muchachas para que entregaran a sus bebés, que obligaban a las madres a firmar terribles juramentos para impedirles ponerse en contacto con sus hijos o intentar descubrir qué había sido de ellos, que eran tan desvergonzadas que hasta habían falsificado algunas de las firmas y que obtenían grandes sumas de dinero de los estadounidenses que les compraban a los bebés. Puede que las llamaran donaciones, pero eran pagos en metálico: ¡por vender bebés que no eran suyos! Los que vivimos aquí siempre lo hemos sabido. Hildegarde McNulty quemó los informes, porque le daba miedo que la gente descubriera lo que habían hecho.
Mike y Pete regresaron al convento al día siguiente, pero les dijeron que la hermana Hildegarde estaba enferma, en la cama. Durante los dos días siguientes, recorrieron la zona en busca de guías telefónicas, visitando iglesias y cementerios. Peinaron cada hilera de tumbas buscando sepulturas familiares con el apellido de la familia Lee, pero el tío Jack de Mike, que lo había sostenido en las rodillas hacía cuarenta años y que había pasado el resto de su vida lamentando no haber huido con él, todavía vivía en la misma vivienda social de Connolly’s Terrace.
El último día de su estancia, pasearon por los terrenos de la abadía de Sean Ross y se sentaron juntos en las ruinas del antiguo monasterio, al lado del viejo cementerio. El lugar estaba desierto, el mayo blanco ya no tenía lazos y el único sonido audible era el fortuito zumbido de las abejas bajo el sol veraniego y el vago susurro de las ramas del sicómoro mecidas por la brisa.
Durante una hora, permanecieron allí tumbados, en silencio. La tranquilidad del jardín parecía aplacar el espíritu de Mike y, cuando habló, parecía más contento de lo que lo había estado en muchas semanas.
—¿Pete? ¿No has notado nada en el aspecto de la gente?
Pete se incorporó.
—¿A qué te refieres?
—A que por la calle no dejo de ver a tíos que se parecen a mí. ¿No te has dado cuenta?
Pete se rio.
—¡Si todos los tíos que hay por la calle se parecieran a ti, estaría en el cielo! Pero sí, supongo que entiendo lo que quieres decir: cejas oscuras, pelo negro y esas cosas.
—Exacto. A veces miro a esa gente y es como si me mirara a mí mismo. Eso me consuela, es como si esas personas fueran mi familia y como si este hubiera sido siempre su hogar. Es el sitio al que pertenecen, y es como si yo también perteneciera a este lugar.
Pete sopesó las palabras de Mike.
—¿Por qué no hacemos las maletas y nos retiramos aquí? Podríamos comprar una granjita, olvidarnos de todo y ser nosotros mismos. ¿Qué te parece?
Mike sonrió.
—Me parece que eres un hombre maravilloso, Pete Nilsson. Muchas gracias por preocuparte por mí. Retirarme en Irlanda sería un sueño, pero ya no va a poder ser, ¿verdad?
Mike observó cómo las abejas volaban de flor en flor, acarreando polen en su ronda sin fin. El mundo seguiría girando. Las hojas caerían y nacerían otras nuevas. Se inclinó hacia Pete y lo cogió de la mano.
—Nunca vendremos a vivir aquí, ya es demasiado tarde para eso. Pero, cuando me muera, sí me gustaría regresar. Aquí es donde quiero que me entierren, justo aquí, en este cementerio al pie del viejo monasterio. ¿Te acordarás cuando llegue el momento? ¿Lo harás por mí?