1971
El padre Adrian conocía a los estudiantes que se confesaban con regularidad. En teoría, el biombo y la tenue luz del confesionario garantizaban el anonimato, pero la realidad era que acababa reconociendo sus voces y, a menudo, sus pecados. Aquella noche, notó que Mike estaba nervioso y que no lograba encontrar las palabras correctas. El padre Adrian intentó guiarlo, pero la conversación era extraña, como si estuvieran evitando algo, y ambos abandonaron la cabina con la sensación de que no se habían dicho cosas que había que decir.
No le sorprendió encontrar a Mike esperando fuera de la basílica. Le preguntó si podía ayudarle.
—No lo sé —respondió Mike.
—Entonces déjame intentarlo —dijo Adrian, sonriendo.
Mientras tomaban un café en la residencia del sacerdote, charlaron sobre la vida académica, sobre libros, música y películas. Adrian no presionó a Mike para hablar de las cosas que tenía en mente, sino que fue él quien sacó el tema.
—Padre, me siento culpable…
El padre Adrian le pidió que fuera más específico.
—Por un lado, mi hermano James ha sido expulsado de la familia y no he hecho nada para intentar ponerme en contacto con él ni para decirle lo mal que me sentía por ello.
El cura asintió.
—Las disputas familiares siempre son tristes. Pero, por lo que me dices, no parece culpa tuya que hayan echado a tu hermano. Y, de todos modos, puedes poner remedio a tu pecado de omisión poniéndote en contacto con él y diciéndole que lo quieres, ¿no es así?
—Supongo que tiene razón, padre. Debería escribirles a él y a Shirley, sé que debería. Lo haré mañana mismo. —Mike hizo una pausa—. Pero no se trata solo de eso…
De repente, se encontró contándole al padre Adrian lo preocupado que estaba por Marge y lo culpable que se sentía por no cuidar de ella después de todo lo que había hecho por él. También le habló del embarazo de Mary y de cuánto deseaba estar allí para apoyarla como siempre había hecho.
El padre Adrian lo escuchó con una mirada compasiva.
—Bueno, está claro, Mike —dijo cuando Mike terminó—. Todos podríamos esforzarnos más en ayudar a los demás. Pero te estás martirizando demasiado. En serio. No puedes ir por la vida echándote la culpa de todo lo que le pasa a la gente que quieres, sintiéndote responsable de todo lo malo que pasa en el mundo. Sé que eres un buen hijo y un buen hermano, así que ¿por qué te sientes tan mal contigo mismo? ¿Qué te hace pensar que siempre tienes tú la culpa?
Mike cogió aire. No tenía pensado contarle nada más, pero el padre Adrian parecía un tipo tan comprensivo que cabía la posibilidad de que fuera capaz de entender aquello.
—Me siento mal conmigo mismo porque soy malo, padre. Todo aquel que se acerca a mí se da cuenta y sale corriendo. Y no los culpo. Al mirar en mi interior, veo cosas que me dan miedo.
El padre Adrian se inclinó hacia delante y puso una mano sobre la rodilla de Mike.
—Vamos, hijo mío. ¿Qué tipo de cosas pueden ser esas? Para la edad que tienes, eres un alma cándida. Confiesas tus pecados, pero en realidad tus pecados no son nada.
El sacerdote sonrió para animarlo, pero Mike estaba cada vez más nervioso y negó con la cabeza.
—Está equivocado, padre. No tengo nada de inocente… Mi pecado es que me gustan los hombres.