UNO

1981

Michael Hess firmó el contrato de trabajo con el Comité Nacional Republicano el 27 de marzo de 1981. Era viernes por la tarde y los chicos del comité le preguntaron si no le importaba dedicarles una hora, para ir a tomar algo y celebrarlo. A las seis y media de la tarde, Ron Kaufman y Tom Hofeller lo recogieron en la sala vacía con una sola ventana y las paredes con marcas de chinchetas que iba a ser su despacho, y los tres recorrieron andando las ocho manzanas que los separaban de la calle D. Al pasar por delante del Edificio Dirksen de Oficinas del Senado (rebautizado con el nombre del difunto senador en 1972), Mike señaló con un gesto de la cabeza la placa con el nombre y les habló a sus compañeros de la época en que había sido asistente de Dirksen. Todos se echaron a reír y Mike se alegró de haber reafirmado sus andrajosas credenciales republicanas. El Monocle estaba todavía bastante vacío cuando llegaron y Nick, el maître griego, recibió a Ron y a Tom llamándolos por su nombre.

—Nick, quiero presentarte a Michael Hess —dijo Ron—. Es nuestro nuevo empleado y es irlandés, así que supongo que lo verás mucho por aquí.

Todos sonrieron y Ron pidió una botella de champán. A Mike le caía bien: tenía una mente aguda y una lengua afilada y era, sin duda, uno de los próximos hombres de las filas republicanas. Era menos de diez años mayor que Mike. El mostacho castaño, los anteojos y las marcadas ondas de pelo oscuro hacían que pareciera un cruce entre Groucho Marx y Henry Kissinger, y su malhumorada seriedad impresionaba a los senadores más veteranos y hasta al propio presidente. Kaufman cogió a Mike del brazo y le enseñó las fotos en blanco y negro que había en las paredes de todos los presidentes republicanos y de la mayoría de los principales senadores del partido de los últimos treinta años, desde que el Monocle existía. Tom Hofeller se quedó en la mesa, echando un vistazo a documentos informativos y recortes de periódico. A Mike le costaba pillarle el punto. Parecía más joven que Kaufman, tenía una cara redonda y aniñada, y unos ojos caídos que parecían amables si estabas de su parte o crueles si eras un oponente. Era uno de esos asalariados comprometidos del partido que rehuían las conversaciones triviales y parecían invertir hasta el último aliento en discutir los asuntos del partido. Era Tom quien llevaba el tema de la reordenación de Indiana.

—Bien, escuchad, chicos. Mike necesita empezar con el pie derecho y el plato principal, ahora mismo, es Indiana. Mike, no espero que conozcas el caso, de hecho, tengo más claro que el agua que no será así, porque hemos intentado mantener el asunto en secreto, pero podría ser algo importante para nosotros. El problema es que aquellos de los nuestros que controlan la legislatura estatal se han pasado un poco de listos y parece que los han pillado con las manos en la masa.

Mike sonrió al imaginárselo literalmente.

—¿De qué va el caso?

—Bueno, yo sé tanto sobre reordenación como cualquier hijo de vecino, pero esto parece la caja de Pandora —dijo Tom—. Cuando vengas el lunes, tendrás que pillar por banda al consejero general, Roger Allan Moore: es el jefe de asuntos legales. Reagan lo tiene en gran estima y el vicepresidente lo considera el centro del universo. Roger te pondrá al día, pero tenemos que actuar con rapidez si queremos evitar que esto se nos vaya de las manos.

Mike pasó su primera jornada completa en el Comité Nacional Republicano haciéndose con las claves, los pases y las acreditaciones para el Senado y la Casa Blanca. El Servicio Secreto le tomó las huellas dactilares y le hicieron fotos una docena de veces. Le había dejado un mensaje a la secretaria de Roger Allan Moore para fijar una cita con él, pero todavía no había obtenido respuesta cuando se marchó a última hora de la tarde.

Al día siguiente, parecía que las cosas iban a seguir igual. Llevaba toda la mañana visitando a los líderes republicanos en el Senado y en la Casa Blanca cuando, de repente, se armó un revuelo en la oficina. En la CNN, el nuevo canal de televisión de servicios informativos, estaban hablando de unos disturbios que se habían producido delante del hotel Hilton, donde el presidente había estado dando un discurso para el Consejo de Constructores. A las dos y media sabían que la CNN estaba cubriendo el discurso del presidente y sus cámaras lo habían grabado al abandonar el edificio. En las imágenes se veía a Reagan sonriendo y saludando y, acto seguido, dando un traspiés mientras hacía una mueca antes de que los policías y los agentes del Servicio Secreto se abalanzaran sobre él, lo agarraran y lo metieran en la limusina. Cada vez que repetían las imágenes, la histeria de la oficina se calmaba momentáneamente, porque la gente se volvía para verlas, sacudiendo la cabeza y haciendo una mueca de dolor ante la caída de Reagan.

Se suspendieron todos los asuntos del resto de la tarde y Mike se sintió perdido. Los telegramas informativos decían que el presidente había sido herido de bala por un presunto asesino y que lo habían trasladado de inmediato al Hospital Universitario George Washington. Añadían que otras tres personas de su séquito estaban también heridas. Todos tenían en la cabeza Dallas y a JFK. Mike recordó de golpe los momentos que había pasado en la sala de urgencias del hospital George Washington y notó que se le encogía el estómago: la horrible y dilatada muerte de David Carlin y ahora el inminente peligro del presidente se fundieron en una única y repugnante pesadilla. A media tarde, Mike oyó que un policía y un agente de los Servicios Secretos habían resultado heridos y que el secretario de prensa de la Casa Blanca, James Brady, se debatía entre la vida y la muerte con una bala alojada en el cerebro. Washington estaba en un estado de febril incertidumbre.

Las cosas solo empezaron a calmarse cuando en los servicios informativos comunicaron que el presidente estaba consciente y, al parecer, de buen humor. La NBC dijo que las primeras palabras que le había dicho a la preocupada Nancy habían sido: «Cariño, olvidé esquivarla». Y que una enfermera del servicio de urgencias había comentado que, cuando le había preguntado si estaba bien, el presidente había susurrado: «La verdad es que preferiría estar en Filadelfia». Los chistes eran bastante malos, pero hicieron brotar lágrimas de alivio en los ojos de Mike. El joven estaba sentado en su despacho, observando por la ventana la cúpula del Capitolio, sumido en sus pensamientos y preguntándose cómo era posible que el destino de un hombre al que tanto había despreciado le pudiera afectar tanto, cuando la puerta se abrió y un tipo alto y elegante se coló dentro.

—Hum, hola —dijo el hombre. Tenía una voz aristocrática y refinada, propia de Nueva Inglaterra—. Roger Allan Moore. Siento mucho todo esto —añadió, señalando vagamente el aparato de televisión que estaba en la esquina—. Sospecho que no es la mejor manera de darle la bienvenida al comité republicano. —Moore había cogido a Mike por sorpresa. En medio del pánico reinante, aquel hombre rezumaba una ecuánime serenidad que resultaba casi sobrecogedora—. Lo primero es lo primero. He hablado con el cirujano y Ron está fuera de peligro. La bala lo alcanzó de rebote: impactó en la limusina y luego le dio bajo el brazo izquierdo. No explotó, gracias a Dios, pero le hizo un buen desaguisado en el pulmón izquierdo y se detuvo a menos de tres centímetros del corazón.

Mike escuchó con asombro lo que estaba oyendo. Moore paseaba sobre la moqueta su figura magra y esbelta de metro noventa y tres de altura. Tenía algunas arrugas en el rostro y unas prominentes orejas que asomaban bajo un cabello gris bien peinado. Aparentaba unos cincuenta y era la viva imagen de un caballero inglés con su traje de tweed, sus zapatos Oxford del número cuarenta y ocho, y sus calcetines de lana. Eso por no hablar de la pipa de rosal silvestre que, al parecer, siempre llevaba en la mano.

—Sí. Gracias a Dios —respondió Mike—. Gracias a Dios, el presidente está sano y salvo. Soy Michael Hess, por cierto.

Roger Allan Moore se detuvo y estrechó la mano que le ofrecía.

—Sí, desde luego que es usted. Bienvenido. Iba a venir antes, pero me he visto envuelto en la contienda constitucional. Estoy seguro de que usted sabe todo lo que hay que saber sobre el protocolo de sucesión presidencial; ojalá Al Haig lo supiera. He tenido que decirle que él no está al cargo a pesar de lo que ha estado contándoles a los medios de comunicación. El pequeño inconveniente es que no está muy claro quién lo está en realidad. —Moore se rio y miró hacia el cielo—. En fin, estará resuelto en una hora, aproximadamente, cuando Bush regrese de Andrews.

Para Mike, la repentina sensación de estar tan cerca del epicentro de los acontecimientos, dando forma al futuro de la nación, era estimulante. Seis meses antes era un abogado constitucionalista sin perspectivas de futuro especialmente prometedoras, y ahora hablaba sobre el destino de los presidentes con gente que tenía responsabilidad sobre la Constitución y el ejercicio del poder.

—Sé que debe de estar muy ocupado, Roger —dijo Mike con deferencia—. ¿Por qué no fijamos una fecha en la agenda para cuando todo esto se calme?

Pero Moore sacudió la mano.

—Mi querido compañero, no es necesario andarse con tanta ceremonia. Por favor, no dude en pasarse por mi despacho cuando así lo desee. Mark Braden y yo siempre nos tomamos un par de whiskies para hacer el día más llevadero, o al menos yo me los tomo y él se toma alguna otra cosa. Únase a nosotros mañana, ¿lo hará?

La sensación de ser aceptado en un mundo que no creía tener a su alcance invadió a Mike de una calidez gratificante.

Al día siguiente por la tarde se sentía absurdamente nervioso, mientras caminaba por el pasillo. Roger estaba acabando algún papeleo cuando él entró, pero le hizo señas a Mike para que se sirviera una copa. Minutos después, apareció Mark Braden. El vicedirector jurídico era más joven que Moore, vestía con elegancia, tenía un rostro sincero y amistoso, y una barba pulcramente recortada.

—Así que tú eres el tercer mosquetero, ¿no? —dijo el recién llegado—. Esperábamos tu llegada. El partido no para de perseguirnos para que abordemos el tema de la estrategia de reordenación: creen que podría ser decisiva en las próximas elecciones y necesitamos un par de manos más. La cosa se tranquilizará un poco durante un tiempo con todo el escándalo de lo del presidente, aunque parece que ya se está recuperando. Lo siento por Jim Brady, sin embargo. Dicen que tendrá daños cerebrales permanentes.

Moore había terminado con el montón de papeles y se unió a ellos con un vaso de whisky en una mano y una pipa encendida en la otra.

—Hum, así es, caballeros. No hay paz para los malvados, como solía decir mi madre. Ahora quiero poner a Michael al corriente de la debacle de Indiana y también explicarle la venganza que estamos tramando en relación con la reordenación de California.

Sentado en el confortable ambiente del despacho del director jurídico, mientras bebía un whisky de malta solo, Mike saboreó la sensación de haber llegado. Escuchó la conversación sobre Derecho Constitucional y manipulación de distritos electorales, sobre las confrontaciones políticas emergentes y el plan de batalla del Partido Republicano, y se dio cuenta de que anhelaba formar parte de todo aquello. Estaba siendo absorbido por la mentalidad de aquel lugar, al igual que un nuevo soldado de infantería ahogaba su identidad en las necesidades de su regimiento: tal vez no estuviera de acuerdo con los objetivos del ejército, pero se entregaba para alcanzarlos. Desde su primer día en el comité republicano, Mike se quedó fascinado con el desafío intelectual que suponía librar batallas electorales y tomó la decisión de hacer lo que pudiera para atrincherar a los republicanos en el poder.

Un par de complicaciones surgidas a raíz de una infección y un brote de fiebre impidieron que Ronald Reagan regresara al Despacho Oval hasta finales de abril de 1981. El personal de la Casa Blanca le dedicó una entusiasta ovación en pie y él envió un mensaje de agradecimiento a los miembros del partido por cómo se las habían arreglado durante su ausencia. En la reunión vespertina, Roger Allan Moore leyó la carta del presidente.

«Me enorgullece comprobar cómo habéis seguido adelante», decía. «No creo que esta ciudad haya visto jamás un equipo igual. Quiero agradeceros lo que habéis hecho y también vuestros buenos deseos. No tengo palabras para expresar lo orgulloso que estoy de todos vosotros».

Mike sintió un nudo en la garganta y un súbito afecto por los hombres que ahora eran sus compañeros de trabajo y sus futuros amigos en potencia.

El baile de primavera del comité republicano tuvo lugar un par de semanas después y el ambiente reinante era de celebración y alivio: la tragedia que había sido evitada por los pelos había dejado a los republicanos tocados, pero doblemente decididos a seguir adelante con los cambios políticos que habían prometido, además de con el nuevo conservadurismo en cuestiones sociales. Mike invitó a Susan a la fiesta y le presentó a sus compañeros. Mientras se deslizaban juntos por la pista de baile, ella examinaba su cara, preocupada.

—Todo esto es maravilloso, Mike, y tus compañeros parecen… buena gente. Pero me sigo sintiendo, ya sabes, un poco intranquila por el hecho de que trabajes aquí. ¿De verdad crees que este es tu sitio?

Mike se echó a reír y le estrechó la cintura.

—Entiendo lo que quieres decir. Aunque son unos tipos encantadores, son los pilares de una comunidad a la que nosotros no pertenecemos: la Ivy League, el matrimonio, los hijos, y la mayoría de ellos ha nacido para llevar una vida fácil. ¿Sabes? Roger tiene un piso en Washington, una granja en Charlestown y una casa en Beacon Hill ¡con doce chimeneas!

Susan frunció el ceño.

—Bueno, eso suena muy bien. Deja que sean ricos, peor para ellos. Pero ¿y lo de ser gay, Mike? Es imposible que puedas hablar abiertamente de ello.

Mike dio una pequeña sacudida con la muñeca exageradamente floja.

—Querida, no tengo ni idea de a qué te refieres.

Pero Susan estaba muy seria.

—Los medios de comunicación se cebarán contigo, Mike: «Funcionario de alto nivel gay en un partido homófobo». Sabes lo que harán con eso.

Mike la agarró con fuerza y ejecutó un pulcro giro.

—Bueno, para eso te tengo a ti, ¿no?

Susan se rio y cambió de tema.

—Hablemos de algo más agradable, o eso espero. ¿Qué tal la vida amorosa? —preguntó—. ¿Todavía sales con ese chico modelo, hombre afortunado? ¿O lo has abandonado, como a todos los demás?

—Bueno, ya sabes. Sigo Buscando al Sr. Goodbar, pero entretanto procuro divertirme un poco.

De pronto, a Mike no le apetecía hablar de su vida amorosa. Cuando la banda se puso a tocar un tango, se estiró todo lo que pudo y adoptó una pose teatral.

Madame —murmuró—, ¿me concede el honor?

Dos semanas después del suspiro de alivio colectivo del comité republicano por el regreso del presidente, los Centros para el Control de Enfermedades de Estados Unidos emitieron un informe sobre cinco hombres gais de Los Ángeles que estaban sufriendo un extraño tipo de neumonía. La cepa parecía resistirse a los antibióticos y la enfermedad no respondía a ningún tratamiento. El 4 de junio, se incluyó un resumen sobre el informe en la sesión informativa diaria de la Casa Blanca, porque los Institutos Nacionales de Salud decían que la enfermedad era infecciosa y que no eran capaces de determinar cómo se contagiaba. El asunto estaba tan al final de la agenda presidencial que la reunión terminó antes de llegar a él.