UNO

1971

Mike estaba angustiado por la confesión que le había hecho al padre Adrian. A veces lamentaba haber abierto su alma al análisis de otro ser humano, mientras que otras se sentía liberado por lo que había hecho. Al regresar a Notre Dame, se entregó a los estudios. Optó por asignaturas sobre la maquinaria política que requería el país. Le encantaba la complejidad del sistema electoral estadounidense y estaba fascinado por la jurisprudencia sobre la manipulación de distritos electorales, el arte de reescribir los límites electorales con fines partidistas que databa del siglo XVIII. Llenaba su vida social de frenética actividad y aceptaba compromisos para pinchar música, se presentaba voluntario por horas en tareas religiosas y trabajos sociales, actuaba y cantaba en producciones dramáticas universitarias y conciertos. Sabía —aunque no quería admitirlo— que estaba saturando su existencia de ruido y bullicio para apartar de la mente los inquietantes pensamientos que se esforzaba por olvidar.

Mike había tomado nota, al menos, de parte de los consejos del padre Adrian. Había escrito una carta conciliadora y compasiva a su hermano James para felicitarlo por su matrimonio y para decirle cuánto sentía su ruptura con la familia. Le dijo que le gustaría ayudarles si alguna vez él y Shirley querían intentar arreglar las cosas con Doc. A continuación, espoleado por el torrente de adrenalina de haber hecho algo, había llamado a Marge a St. Pete para pedirle perdón por no visitarla más a menudo y prometerle que haría mejor las cosas en el futuro. Esta le había respondido con un agradecimiento tan conmovedor que Mike le había prometido bajar a verlos ese mismo fin de semana, y el viernes por la mañana se saltó las clases y voló a casa.

El sábado por la tarde, Mike estaba sentado enfrente de su hermana, en uno de los reservados del Paradise Café, en la playa de St. Petersburg. Al lado de Mary se encontraba el futuro padre de su hijo, Craig. Mike lo observó por encima de su batido y le complació comprobar que tenía el pelo y la ropa limpios y que había una seriedad en su mirada que hablaba de responsabilidad y decencia. La propia Mary había experimentado un cambio sutil: la antigua arruga de «yo quiero» que tenía en el ceño, entre las cejas, se había suavizado y mostraba una sonrisa relajada y tranquila. Cuando hablaba con Craig, Mike veía las miradas íntimas y cómplices que había entre ellos: una cómoda familiaridad y un entendimiento que tan dolorosamente estaban ausentes de su vida. Un pinchazo de envidia inesperadamente amarga empañó la felicidad que sentía por la aparente buena suerte de su hermana.

Mientras Mary estaba en el baño, Craig se inclinó hacia delante y miró a Mike fijamente.

—Oye, Mike, voy a… Cuidaré bien de ella, ¿vale?

Mike estuvo a punto de echarse a reír por la franqueza de su mirada. De hecho, aquella era una forma de mirar que él mismo estaba acostumbrado a utilizar.

—Claro, hombre, ya lo sé. Venga, Craig, no tienes por qué…

—Pero quiero hacerlo —respondió el chico—. ¿Sabes? Habla de ti constantemente. Piensa un montón en ti y sé que te echa muchísimo de menos. Por eso es importante que te diga que voy a hacer las cosas como es debido. Ya he hablado de esto con tu padre —Mike frunció el ceño cuando nombró a Doc, pero no dijo nada— y estaba… Bueno, parece que ahora está más tranquilo. Sé que no entraba dentro de los planes pero, bueno, no sé. Es decir, la amo.

El chico se quedó callado, mirándose las manos. Mike estaba en el bote.

—Eso es genial, Craig. Oye, me alegro mucho por vosotros. Estoy seguro de que seréis unos padres maravillosos y de que no podría dejar a Mary en mejores manos. ¡No puedo creer que vaya a ser tío!

—¡Pues será mejor que te lo creas! —replicó Mary, riendo, mientras volvía a sentarse en el banco y le daba un codazo a Mike en las costillas.

—Bueno —dijo Craig, todavía ruborizado—. Debo irme. Tengo entrenamiento de fútbol en media hora y necesito coger las cosas.

Besó a Mary en los labios y asintió mirando a Mike, mientras sonreía un poco avergonzado. Cuando se fue, Mike se volvió hacia Mary.

—Es un buen tipo. Me gusta mucho.

Mary sonrió orgullosa, mientras veía a Craig ir hacia el coche a través de la ventana.

—Y a mí. ¡Y a mí!

—Oye, hermanita… —dijo Mike, mientras removía los posos del batido con la pajita.

—¿Hum?

—Quiero que sepas que… Bueno, siento haber sido tan mal hermano últimamente. Sé que debería haberte llamado más a menudo y haberte apoyado más. Debería…

—Eh —susurró Mary, mientras estrechaba las manos de Mike entre las suyas—. Por Dios, Mike, no te martirices. Sé lo ocupado que debes de estar…

—Eso no es excusa —insistió Mike—. Te prometí que siempre estaría a tu lado. Quiero estar a tu lado.

—Y lo estarás, lo sé —respondió Mary, apretándole la mano—. Eres mi hermano mayor, sé que siempre puedo contar contigo.

Mike fue a ver al padre Adrian. Lo había evitado desde la conversación que habían tenido en verano yendo a confesarse a otro sitio y manteniéndose alejado de su camino en el campus. Había estado postergando la continuación de su charla, pero aquel pensamiento lo atormentaba y el martes, al volver de Florida, llamó a la puerta del domicilio del cura.

El padre Adrian lo saludó con un «ah» decepcionado. Se sentaron el uno frente al otro, ambos esperando que el otro empezara. El ambiente de celda tenuemente iluminada, tan reconfortante y cómplice la última vez que Mike había estado allí, era ahora agresivo. Mike apenas era capaz de mirar al padre Adrian a los ojos.

—A ver —dijo finalmente el sacerdote—, ¿has tenido más deseos pecaminosos del tipo que me contaste la última vez que nos vimos?

Mike se quedó de piedra. ¿Aquel era el mismo confidente sereno que había conocido?

—Yo…, yo… —tartamudeó el chico, intentando expresar las complejidades del deseo humano con las torpes palabras que el idioma requería—. Yo… no…

—Puede que te resulte más fácil contestar a esto: ¿has actuado de acuerdo con tus deseos pecaminosos?

Ahora Mike podía responder con honestidad. Se encontró con la gélida mirada del cura.

—No, padre. Sabía que estaría mal.

El padre Adrian gruñó una aprobación reticente. Mike se lo tomó como la señal para hablar. Habló honradamente, vacilante, analizando a su consejero en busca de una reacción deliberadamente aplazada.

—Sé que soy objeto de… pensamientos lujuriosos… de naturaleza inmoral. Pero siempre me he resistido a ellos, salvo… Dio un respingo al recordar el beso robado de Kurt; su carácter pecaminoso se había apagado con el tiempo, pero ahora regresaba a él en toda su asquerosa depravación.

Mike se estremeció y el padre Adrian exclamó triunfante:

—¡Ajá! Conque sí. Háblame de ello. Cuéntame qué pasó.

—Fue un… momento de… Hubo un beso —reconoció Mike, en voz muy baja, rezando para no echarse a llorar—. Pero yo no lo elegí. Fue… Yo no incité a nada, fue totalmente inesperado.

Le dirigió al padre Adrian una mirada suplicante, intentando sofocar sus propias dudas sobre la sinceridad de la explicación.

—Hay que resistirse al pecado —anunció el cura—. La homosexualidad es un pecado, tome la forma que tome. Si sucumbiste a los deseos pecaminosos de otro, la maldad de ese pecado se transfiere a ti. La homosexualidad —dijo, escupiendo la palabra— es una enfermedad, un trastorno. Es antinatural y demoníaca. No hay lugar para la homosexualidad en la comunidad católica. Debes librarte de ella si deseas pertenecer a la comunidad y ser aceptado como parte de ella.

Mike recordó el inocente placer del beso robado de Kurt: la dulzura, la sensación de idoneidad, de que las cosas encajaban como nunca antes lo habían hecho. Analizó la escena en busca del demonio sobre el que hablaba el padre Adrian y no lo encontró.

—Pero, padre —protestó—, si Dios nos ha creado a todos… Si me ha creado a , ¿por qué me ha creado tal y como soy, si no lo aprueba, si es algo malo?

El padre Adrian suspiró.

—Él no te creó homosexual, Michael. En el orden de Dios, todas las criaturas son heterosexuales; la inclinación a la homosexualidad es un trastorno objetivo. Las leyes de la naturaleza, la Iglesia y los psicólogos coinciden en que Dios no crea trastornos, no crea enfermedades. Es producto del pecado original, de la caída del hombre.

Cruzó las manos sobre el regazo y sonrió con amarga satisfacción.

—Bueno…, pues entonces… ¿Por qué solo algunos hombres… son homosexuales y otros no? ¿Depende de su propia… pecaminosidad individual?

El padre Adrian lo sopesó.

—Sí —musitó—. En muchos casos esa es la razón objetiva. En otros casos puede ser más complejo.

Mike se inclinó hacia delante en la silla, con los ojos relucientes de sincera esperanza.

—Padre, ¿qué quiere Dios que hagamos? ¿Qué puedo hacer para…, para salvarme?

El padre Adrian ya tenía una respuesta.

—La gente que tiene ese… trastorno debe ser llamada a la castidad. Debe abstenerse de mantener relaciones sexuales por amor a Dios y por la paz de su propia conciencia. Y cuando digo «castidad» quiero decir que nada de sexo, ni pornografía, ni… onanismo, ni fantasías.

Mike se ruborizó. Era como si el padre Adrian estuviera leyéndole el pensamiento.

—Tal vez eso no os garantice la salvación —dijo el cura—, pero por la gracia de Dios podréis, tras un prolongado esfuerzo, experimentar una indiferencia hacia la homosexualidad como identidad interior y alcanzar la voluntad de vivir como la nueva creación que la Sangre de Cristo ha ganado para vosotros.

Miró con severidad al joven que tenía delante y su expresión se suavizó.

—Conozco a gente que ha hecho eso, Mike —dijo más amablemente—. Sé que se puede lograr por medio de la oración, de los sacramentos, de una vida de servicio y caridad, y obedeciendo las enseñanzas de la Iglesia católica. En todos los aspectos, la santidad es lo opuesto a la homosexualidad.

Aunque aquellas palabras pretendían ser reconfortantes, Mike dejó al padre Adrian agobiado por la visión de los largos y oscuros días de lucha y negación que se presentaban ante él.

Durante las siguientes semanas, buscó refugio en el ritual. Investigó sobre las indulgencias, esos ritos místicos que podían reducir el castigo de su pecado, y descubrió que cada práctica religiosa, desde rezar el rosario a las invocaciones pías (¡Santa María, ruega por nosotros!), reducía el tiempo de estancia en el purgatorio. Por ejemplo, una bendición con agua bendita implicaba cien días menos y una bendición sin ella, cincuenta. No podía esperar plena indulgencia, una completa remisión de sus pecados, porque sus pensamientos ofensivos seguían acompañándolo, pero hacía todo lo que podía para minimizar la pena que sufriría por ellos.