18 y 19 de diciembre de 1955
La expedición pronto perdió el encanto de lo insólito. Curiosos y excitados, Anthony y Mary habían empezado el viaje muy animados, pero su conversación rápidamente había dado paso a un incómodo silencio. La madre Barbara y la hermana Hildegarde estaban de buen humor. Cotilleaban, reían y, de vez en cuando, limpiaban las caras de los niños con un pañuelo húmedo o le decían a Anthony que se sentara derecho.
Encontraron a Niall O’Hanlon esperando donde le habían indicado, al lado de la parada de taxis del aeropuerto, con una raída maleta en el suelo, entre los pies. Era el sobrino de la hermana Teresa, tenía veinticuatro años y estaba encantado de que le pagaran el billete de avión. El bar de su padre, en el condado de Mayo, estaba perdiendo dinero y las pocas libras que ganaba repartiendo el correo no le daban para vivir. Niall nunca había visto antes un avión, y mucho menos había volado en uno, pero se decía a sí mismo que no pasaba nada: que el tío Patrick lo estaría esperando en Chicago y cuidar de un par de chavales no supondría problema alguno. Estaba claro que debía de estar haciendo una buena acción: si las monjas los mandaban a América, sería la voluntad de Dios.
—Usted debe de ser el señor O’Hanlon. —La hermana Barbara le ofreció a Niall su delgada mano. Había disfrutado del viaje en coche, pero ya estaba deseando marcharse—. Anthony, Mary, este es el señor O’Hanlon. Cuidará de vosotros durante las próximas horas, hasta que estéis con vuestra nueva familia. Qué bien, ¿verdad?
Sin esperar respuesta, le entregó a Niall una fotografía del hombre que recogería a los niños en Chicago: era un poco calvo, de estatura media, y lucía un afeitado perfecto. Tenía los brazos largos y un físico esbelto. La media sonrisa que esbozaba hizo que a Niall le pareciera un engreído.
—No puede quedarse con la foto —dijo la madre Barbara mientras la recuperaba—, pero el señor Hess será fácil de localizar: llevará una pajarita roja y estará al lado del panel de llegadas.
Niall asintió. Empezaba a asumir la realidad de que se hallaba a punto de embarcar. Miró a Mary y a Anthony, que estaban encogidos de miedo pegados a las piernas de las monjas, y contuvo la respiración. Él mismo se sentía como un niñito asustado.
—Bien —continuó la madre Barbara después de haber repasado los detalles del viaje; irguió la espalda y miró fugazmente a los niños—. Será mejor que nos vayamos. El taxi cuesta dinero y no queremos volver a Sean Ross demasiado tarde.
Las monjas le estrecharon la mano a Niall, le dieron las gracias y le desearon lo mejor. En un inesperado gesto de ternura, la madre Barbara se agachó para darle un beso en la mejilla a Anthony. Pero Anthony, con una expresión de desafío poco habitual en él, le apartó la cara.
—Bueno —dijo la monja con aspereza, mientras se incorporaba—, supongo que ese es todo el agradecimiento que me cabría esperar.
Fue un viaje duro de diez horas hasta Boston y a Niall le pareció mucho más largo. Los niños no respondían a sus intentos de consolarlos, pero se percató de que Anthony apretaba con fuerza la mano de Mary y le acariciaba el brazo con dulzura. Poco antes de aterrizar, la azafata llegó con el desayuno. Mary lo apartó, pero Anthony cortó el pan y se lo dio junto con un vaso de leche que le sujetó junto a los labios.
Boston estaba en lo más crudo del invierno. El aeropuerto de Logan estaba nevado y, mientras eran escoltados a la terminal, sintieron el gélido aire en las mejillas. Mary y Anthony, que nunca habían visto la nieve, la miraban boquiabiertos y maravillados. «Gracias a Dios», pensó Niall, intentando no reír aliviado mientras los rostros de los niños se iluminaban.
El funcionario de inmigración que examinó sus pasaportes y sus visados irlandeses le preguntó a Niall si era el padre de los niños. Niall se encogió de hombros y negó con la cabeza.
El vuelo de enlace con Chicago fue más tranquilo y los niños lograron dormir un par de horas. Las horas que pasaron juntos hicieron que Niall sintiera la incómoda sensación de que era responsable de ellos, que esperaban que él los protegiera. Cuando se los llevó al baño, al final del avión, Anthony levantó la vista hacia él.
—Gracias, señor —le dijo el niño con una voz aguda y extrañamente solemne—. Mi hermana tiene miedo, pero le he dicho que no debe tenerlo, porque usted cuida de nosotros.
Niall le dio unas palmaditas en la cabeza y sintió que su inquietud aumentaba.
En el aeropuerto Midway de Chicago, Niall comprobó que no se dejaban nada y cogió en brazos a Mary para bajarla por las escaleras del avión. A pesar de todas las capas de ropa que llevaba, notaba que temblaba como un pajarillo asustado. Anthony lo miró con ojos confiados y lo cogió de la mano mientras atravesaban la pista.
Después de recoger el equipaje —los niños no llevaban ninguno—, Niall buscó al hombre de la pajarita roja. Estaba de pie donde las monjas dijeron que estaría, fumando un grueso puro marrón más grande de lo que Niall había visto jamás. Por desgracia, Marge había ido corriendo al baño de señoras y Doc Hess estaba solo. Los dos hombres se estrecharon la mano con torpeza y Niall intentó pensar qué decir.
—Bueno, señor, aquí están los niños que me han dicho que le entregara —logró articular, mientras evaluaba al hombre que tenía delante—. Espero que cuide de ellos: están agotados y también hambrientos, porque apenas han comido ni dormido.
Doc chupó el puro y se agachó para sonreír a los niños pero, para su horror, Mary dio un grito y estalló en lágrimas. Aterrorizada por todo lo que había pasado, presa del pánico, se pegó a la pierna de Niall sin intención de soltarlo. Anthony también parecía a punto de echarse a llorar, pero estaba claro que intentaba por todos los medios contener las lágrimas. Solo cuando Marge llegó corriendo Mary empezó finalmente a calmarse y, para entonces, Anthony también estaba temblando y llorando.
Cuando el irlandés se hubo ido, Marge se agachó y limpió los rostros de los niños. Les había llevado unos abrigos calentitos y estaba impaciente por envolverlos en ellos para protegerlos del frío de diciembre. Doc dijo que quería una fotografía de grupo para inmortalizar el momento y, obviamente, se agachó para hacerla, porque la lente apuntaba a la cara preocupada de Mary: con su elegante abrigo nuevo con cuello de terciopelo y la boina de lana con pompón, sus mejillas todavía están manchadas de lágrimas, tiene la boca abierta y sus ojos perplejos miran con desconfianza hacia la cámara. Anthony tiene el ceño fruncido y mira por encima de la cabeza de Doc hacia un punto a media distancia, intentando percibir la naturaleza del lugar en el que han aterrizado. El niño lleva puesta una trenca nueva y en la mano tiene el avión de hojalata de Roscrea.
El viaje en coche de Chicago a San Luis les llevó casi siete horas. Era el lunes anterior a Navidad, por lo que las autopistas estaban a rebosar y la nieve, que había hecho su entrada triunfal desde el este, ralentizaba la marcha y les hacía ir a paso de tortuga. En la parte de atrás del Cadillac de Doc, Marge intentaba mantener una voz alegre y animada. Atiborró a los niños de caramelos y juguetes que había comprado para el viaje, pero ellos respondían con miradas desconcertadas. Arrojados a un mundo desconocido donde ardían luces brillantes, las multitudes se atropellaban, las voces retumbaban por los altavoces del aeropuerto y los coches y los aviones llenaban el universo de ruido y prisa, los niños querían volver al convento —porque daban por hecho que volverían—, aunque Anthony tenía la horrible sensación de que su nueva situación iba a ser permanente.
Marge entendía por lo que estaban pasando, pero aquel día tampoco estaba siendo fácil para ella. Mientras los observaba allí sentados, taciturnos y serios, de pronto todo pareció estar en peligro. La mente se le llenó de molestas y aterradoras dudas. «¿Sería aquello un grave error? ¿Qué diría Doc ahora?».
Echó un vistazo al retrovisor y vio los ojos de su marido centrados en la carretera. Parecía que se estaba tomando las cosas bien, al menos de momento: no se había quejado por tener que ir sentado solo delante, ni por la conducción, ni por el tiempo. Simplemente mantenía la mirada al frente mientras tarareaba al son de las melodías de los programas y de la música ligera que le gustaba escuchar en la radio. Anthony y Mary lo miraban con aprensiva curiosidad. En el mundo exclusivamente femenino del convento, los hombres eran un fenómeno exótico y ninguno de ellos sabía qué pensar de él. Los rasgos masculinos de Doc y su mirada dura como el pedernal parecían severos e imponentes, y aquella palabra que no paraban de escuchar, «padre», les resultaba extraña e incomprensible.
El labio inferior de Mary estaba empezando a temblar y Marge sintió pánico ante la perspectiva de que se pusiera a berrear. Doc odiaba el ruido y no quería molestarlo mientras conducía. Echó un poco de Fanta en un vaso y se lo ofreció a Mary, que se atragantó con aquella cosa dulce e inesperadamente efervescente. Con un chillido tiró el vaso sobre el asiento mientras Marge miraba horrorizada cómo el líquido empapaba la inmaculada tapicería beige del Cadillac y dibujaba una línea de un vivo color naranja. Al ver la cara de Marge, Anthony sacó un pañuelito del bolsillo e intentó febrilmente limpiar aquel desastre, pero era demasiado tarde.
—¿Qué demonios pasa ahí atrás? ¿Qué hacen esos niños? —rugió Doc, lo que hizo que Mary rompiera a llorar de forma incontrolable con unos gritos ensordecedores.
Después de que pasara lo peor, una calma tensa y muda se apoderó del coche. Los cuatro —incluida la pequeña Mary— sabían que algo malo había sucedido, algo peor que una simple mancha de Fanta, y lo cierto era que nadie sabía cómo arreglarlo.