UNO

Sábado, 5 de julio de 1952

Abadía de Sean Ross de Roscrea, condado de Tipperary, Irlanda

La hermana Annunciata maldijo la red eléctrica. Cuando caían rayos y truenos, parpadeaba con tal desesperación que era peor que las antiguas lámparas de parafina, y esa noche necesitaban toda la luz que pudieran conseguir.

Intentaba correr, pero los pies se le enredaban en el hábito y le temblaban las manos. El agua caliente se salía de la palangana esmaltada y se derramaba sobre las losas del oscuro pasillo. Las demás no estaban angustiadas, ya que lo único que debían hacer era rezar a la Virgen, pero se suponía que la hermana Annunciata tenía que actuar: la muchacha se estaba muriendo y nadie sabía cómo salvarla.

En el quirófano improvisado, encima de la capilla, se arrodilló al lado de la paciente y le susurró unas palabras de ánimo. La joven respondió con una tenue sonrisa y murmuró algo incomprensible. El resplandor de un relámpago iluminó la habitación. Annunciata subió los cobertores para evitar que la chica viera la sangre de las sábanas.

Annunciata era apenas mayor que su paciente. Ambas venían del campo, ambas del Limerick profundo. Pero ella era la hermana matrona y la gente esperaba que hiciera algo.

Abajo, en la capilla, oyó cómo la madre Barbara reunía a las chicas para que rezaran por la Magdalena de arriba: una pecadora como ellas que se estaba muriendo. Las incorpóreas voces sonaban distantes y ásperas. Annunciata le estrechó la mano a la muchacha y le dijo que no hiciera caso. Levantó el camisón blanco de lino de la paciente y le limpió las piernas con el agua tibia. El bebé ya se veía, pero, en lugar de la cabeza, le mostraba la espalda. Había oído hablar de los nacimientos de los bebés que venían de nalgas: sabía que, al cabo de una hora, tanto la madre como el niño estarían muertos. La fiebre se iba apoderando de ella.

La paciente estaba sofocada y solo lograba articular frases cortas e inconexas.

—No permita que lo pongan en la tierra… Allá abajo está oscuro… Allá abajo hace frío…

Tenía los ojos abiertos de par en par por el pánico y la cabellera negro azabache desparramada sobre la blanca almohada.

La hermana Annunciata se inclinó y enjugó la frente de la muchacha.

La joven no tenía ni idea de lo que le estaba sucediendo. No había recibido ninguna visita desde que había llegado, y de eso hacía ya casi dos meses. Su padre y su hermano la habían dejado al cuidado de las monjas y ahora las monjas iban a dejarla morir.

Annunciata dio gracias a Dios por no ser ella la que yacía allí, pero era una chica práctica, de una familia de granjeros. Tocó la piel del bebé. Era cálida y estaba llena de vida. La madre Barbara decía que las pecadoras no merecían analgésicos y la muchacha estaba gritando, gritando por su bebé.

—No permita que lo entierren… Lo enterrarán en el convento…

Con sus fuertes dedos —y luego con los rígidos fórceps de acero—, Annunciata empujó el diminuto cuerpo y le dio la vuelta. Este se movió de mala gana, resistiéndose a abandonar aquella sensual calidez. Un chorro de líquido de color rojo claro salpicó la sábana blanca. Annunciata había encontrado la cabeza del bebé y tiraba sin pausa hacia fuera, llevando una nueva vida a ese mundo de Dios.

La hermana Annunciata tenía veintitrés años. Llevaba seis siendo Annunciata. Antes había sido Mary Kelly, de los Kelly de Limerick, una de siete.

Una noche había aparecido el párroco, se había sentado a beber algo y se había compadecido del viejo señor Kelly y de la mala suerte, que le había negado hijos varones. Después del tercer whisky, se había inclinado hacia delante y había dicho en voz queda: «Bueno, Tom. Sé que adoras a las niñas. ¿Y qué mejor cosa podrías hacer por ellas que asegurar su futuro? No cabe duda, Tom, de que podrías entregar a una de las muchachas a Dios».

Y, cinco años después, allí estaba ella: la hermana Annunciata, entregada a Dios.

Al principio, durante los días siguientes, cuando Annunciata estaba con el pequeño, lo alimentaba como si fuera suyo. Era ella quien lo había traído al mundo, quien lo había salvado, quien lo había sacado a la luz. Lo habían bautizado con el nombre de Anthony por sugerencia suya y sentía que tenían un vínculo especial. Cuando lloraba, ella lo consolaba; cuando tenía hambre, ella se apresuraba a alimentarlo.

Las monjas llamaban a la madre del niño Marcella, ya que allí no se permitía que nadie usara su nombre real. Abandonada por su familia, se aferró a Annunciata. A cambio, Annunciata ofrecía consuelo a Marcella asegurándole que ella no la condenaba, como hacía el resto de las monjas. Desafiaban el voto de silencio y encontraban rincones tranquilos donde intercambiar los secretos de sus vidas pasadas. Annunciata ahuecó la mano sobre el oído de Marcella y le susurró:

—Háblame del hombre. Cuéntame cómo era…

Marcella se rio, pero Annunciata se acercó más, desesperada por entenderla.

—Continúa… ¿Cómo era? ¿Era guapo?

Marcella sonrió. Las pocas horas que había pasado con John McInerney le parecían ahora un destello de luz en una vida de ignorancia. Desde su llegada a la abadía, las había atesorado, había soñado con ellas y había revivido incesantemente el recuerdo de su abrazo.

—Era el hombre más guapo que he visto jamás. Era alto y moreno, y tenía una mirada realmente dulce y amable. Me dijo que trabajaba en la oficina de correos de Limerick.

Con un poco de aliento por parte de Annunciata, Marcella le habló de la noche que hicieron a su bebé, cuando ella todavía era libre y feliz, cuando todavía era Philomena Lee.

Era una noche cálida; las luces del carnaval de Limerick, la música de los bailes tradicionales y el olor del algodón de azúcar y las manzanas bañadas en caramelo hacían que una emocionante sensación de aventura se palpara en el ambiente. Philomena se había quedado mirando a los ojos al joven de elevada estatura de la oficina de correos que bromeaba con ella y que le había dado un trago de su vaso de cerveza. Se habían mirado con una mezcla de recelo y excitación. Y luego…, y luego…