1981
Mike le había tomado cariño a Roger Allan Moore: aquel tipo era uno de los grandes personajes de la vida y aportaba un toque de elegancia intelectual y humor al trabajo. Su actitud profesional conciliaba un corazón cálido y una intensa cordura, y los empleados del comité republicano habían recopilado algunos de sus aforismos más jugosos en un panfleto que circulaba como samizdat entre los fieles republicanos. Por ejemplo: «El lema de los conservadores: “Quédate ahí parado: ¡No hagas nada!”, “La gente realmente importante no lleva walkie-talkies” o “Prefiero a los sinvergüenzas que a los tontos: los sinvergüenzas a veces descansan”». Roger era encantador, pero nunca ponía las cartas sobre la mesa.
Mike estaba cabeceando sobre las notas informativas matutinas, reviviendo los placeres de la noche que había pasado con Pete, cuando la puerta se abrió y entró Roger.
—Hum, Michael —dijo—, puede que te lo hubiera dicho o puede que no, pero el presidente nos espera a las once y media para que le expliquemos nuestras propuestas sobre lo de la reordenación. Es importante que entienda la importancia que tiene para el partido y es importante que consigamos los fondos necesarios para hacerlo. ¿Puedes asegurarte de venir? El coche nos recogerá sobre las once.
El Despacho Oval estaba lleno de gente: varios empleados de la Casa Blanca pululaban alrededor de dos sofás de color beis que estaban sobre una enorme alfombra en el centro de la sala. Había una doncella de uniforme repartiendo té y café y un enjambre de funcionarios esperaban con papeles que el presidente tenía que firmar. El mismísimo Reagan estaba recostado en una silla de cuero oscuro de capitán detrás de la robusta mesa presidencial, un tanto demacrado pero sonriente, y bromeaba con el médico que intentaba tomarle la tensión arterial. Roger Allan Moore les hizo un gesto con la cabeza a Mike y a Mark Braden para que tomaran asiento y esperaron en silencio hasta que James Baker, el jefe de personal de la Casa Blanca, pidió orden en la sala.
—Señor presidente, el comité republicano está aquí al completo para verlo. A Roger ya lo conoce, desde luego, y ha traído con él al vicedirector jurídico, Mark Braden, y también a Michael Hess, que es nuestro abogado experto en reordenación. Roger, tienes la palabra. Tenemos un cuarto de hora, debemos ir a ver a los camioneros antes de comer.
Reagan hizo una mueca al oír lo de la reunión de los camioneros y asintió para que Roger comenzara.
—Señor presidente, hum… Iré directo al grano. El tema de la reordenación en Estados Unidos no solía tener gran importancia. Las circunscripciones electorales raramente cambiaban. Hasta que en 1965 tuvo lugar la revolución de «una persona, un voto» y, a finales de los años sesenta, todos los estados habían rediseñado sus distritos. Tristemente para nosotros, 1965 coincidió con el apogeo de los demócratas, así que fueron ellos los que trazaron las líneas para beneficiarse ampliamente de ello. Y esa fue en gran medida la razón por la que siguieron teniendo el poder político absoluto a finales de los años sesenta y los setenta. Lo que estamos intentando hacer es rectificar dicha injusticia utilizando el proceso legal para deshacer la manipulación de distritos electorales partidista de los demócratas.
Moore se detuvo para comprobar que el presidente lo seguía.
—Para ello, señor presidente, estamos creando un departamento de reordenación del cual Michael Hess, aquí presente, será asesor. Entiendo que los fondos están a punto de ser aceptados y nos sentimos agradecidos por ello. Pero ahora me gustaría informarle de que puede haber unas cuantas… sorpresas preparadas. Por ejemplo, nos disponemos a apoyar un caso judicial contra nuestra propia gente en Indiana. Hum, es probable que sepa que, durante un breve lapso de tiempo, empuñamos la balanza del poder en la legislatura estatal y algunos de nuestros chicos de allá arriba aprovecharon para hacer una pequeña manipulación de distritos electorales propia. Los demócratas montaron en cólera, por supuesto, e iniciaron acciones legales para conseguir anular nuestra manipulación de distritos. Ahora pensamos apoyar a los demócratas en eso y puede que le sorprenda que así sea. Pues bien, la razón es que la demanda —conocida como Davis contra Bandemer, por cierto— establecerá, si prospera, el principio de que las cortes tendrán derecho a anular las manipulaciones de los distritos electorales amparándose en la Enmienda de Protección de la Igualdad. Y, una vez establecido dicho principio, ¡sabremos que podremos usarlo contra todas las manipulaciones de los distritos de los demócratas en el resto de los estados de la Unión! En realidad nos han hecho un favor al llevar a nuestros chicos a los tribunales porque, si ambos partidos apoyan la acción, ¡es muy probable que las cortes lo admitan! —Moore levantó la vista con una sonrisa en la cara que implicaba que aquel era el quid de la cuestión—. Le cuento todo esto, señor presidente, porque sospecho que se alzarán algunas voces airadas en el partido cuando se enteren de que estamos apoyando a los demócratas y a la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color y, hum, podrían intentar que usted nos impidiera hacerlo. Solo quería que supiera que, si tenemos éxito, y el señor Hess es un experto de lo más competente en este campo, podríamos cambiar por completo la fisonomía de la política en este país. Podríamos acabar con la parcialidad electoral que ha favorecido a nuestros oponentes y que nos ha mantenido en el banquillo durante décadas. Hace tantos años que no tenemos el control del Congreso de Estados Unidos, del Senado y de la Casa Blanca que todo el mundo asume automáticamente que es un privilegio demócrata estar en el poder. ¡Pero si nos da el visto bueno, señor presidente, creo que podremos cambiar todo eso y empezar una revolución que no serán capaces de detener!
Moore se había encendido inusitadamente durante el discurso y, cuando acabó, le dio un ataque de tos que parecía incapaz de controlar.
El presidente se levantó de la silla para darle unas palmadas en la espalda a Roger y ofrecerle un vaso de agua.
—Bien hecho, Roger. Cualquier día serás mi 007 —bromeó Reagan—. ¡Y en cuanto a lo de los fondos, por cierto, son vuestros!
En el coche, mientras volvían de la Casa Blanca, Moore continuó tosiendo esporádicamente y hubo un momento en que a Mike le pareció ver salpicaduras de sangre en su pañuelo blanco de tela.