TRES

1973

Mike sabía que debía confesarse con el padre Adrian, pero no lo hizo. En las siguientes semanas, regresó a la calle Rush tan a menudo como su tiempo y sus fondos se lo permitían. Llegó a conocer los bares más seguros y aprendió a evitar a los timadores y los tugurios de alterne. Al poco tiempo, fue capaz de distinguir entre los diferentes tipos de chaperos y de elegir a los que eran «su tipo», como les llamaba en broma. Evitaba a las drags y a las reinonas afeminadas que seseaban y hablaban de sí mismas en femenino, y buscaba a los tíos pijos y elegantes que podían confundirse con heterosexuales felizmente casados. Cuanto más experimentaba la euforia de las transacciones ilícitas, más las anhelaba y las necesitaba. Pensaba en ellas en clase, fantaseaba con ellas mientras escuchaba al párroco en la misa dominical y miraba las manecillas del reloj deseando que llegara el viaje nocturno a la ciudad. Tras años de abnegación, la excitación del sexo anónimo se apoderó con fuerza de él.

Durante el transcurso del semestre, se dio cuenta de que los límites de su comportamiento ya no tenían carácter ético, sino práctico. Poco a poco, fue dejando de martirizarse por lo que estaba haciendo y no volvió a confesarse, pero el viaje a Chicago era casi de dos horas y los costes de sus escapadas nocturnas estaban mermando su cuenta bancaria. Había bares gais más cerca de casa, en South Bend —uno en South Main y otro en Lincoln Way—, pero el temor a verse descubierto era considerable y Mike no tenía valor para frecuentarlos. Una o dos veces se había dejado caer por los baños de la estación de tren de la avenida Washington y se había ido con tipos duros que lo habían obligado a hacer cosas que no le habían gustado nada, pero que le daba miedo rechazar. Aquellas experiencias le habían parecido aterradoras a tiempo real y enormemente excitantes en retrospectiva.

El súbito derroche de sexualidad de Mike, que tanto tiempo había estado reprimida y que era ahora tan intensa, le proporcionó nuevos conocimientos no solo sobre sí mismo sino, cada vez más, sobre los demás. Ahora sabía interpretar las señales en otros hombres, las señales de otro tío gay que quería ser reconocido y los gestos de los que no. Estaba seguro, por ejemplo, de que el padre Adrian era gay y de que su ira moral enmascaraba sus propios deseos. Cuando sus caminos se cruzaban en el césped de Notre Dame, ambos miraban para otro lado.

Mike había llegado a una especie de concordato privado entre él y la Iglesia: había continuado yendo a misa y comulgando, pero le había dicho al monseñor que iba a dejar de ayudar en la eucaristía con la excusa de que se acercaban los exámenes finales y quería asegurarse de obtener las notas necesarias para la facultad de Derecho. También se había percatado, con cierta preocupación, de que bebía más a menudo y en mayores cantidades. Siempre le había gustado beber algo, pero algunas noches, cuando pinchaba discos en el campus o en el pueblo, se metía tantas botellas que casi no era capaz de volver a Fisher Hall. Era de constitución fuerte y raramente sufría a la mañana siguiente, pero la bebida se estaba convirtiendo en un hábito y sospechaba seriamente que estaba acabando con él. A finales del año académico, bebía cerveza y chupitos de whisky todas las noches y, cuando pinchaba discos o cuando se quedaba hasta tarde repasando para clase, se tomaba unas anfetaminas fáciles de conseguir que eran el accesorio esencial de muchos estudiantes.

El alcohol le daba valor y los estimulantes le daban energía. A finales de mayo, cuando había acabado ya el grueso de los exámenes, se emborrachó en un bar del centro y entabló conversación con un grupo de hombres que lo invitaron a tomar algo más en su casa. Una vez fuera del bar, lo golpearon, le robaron la cartera y el reloj y lo dejaron tirado en la acera con un dedo roto y sangrando por la nariz.

A pesar del desorden de su vida, las notas de Mike habían seguido siendo excepcionales, tan buenas que iba muy por delante de su curso y su supervisor recomendó que le permitieran graduarse antes de tiempo, en diciembre.

En las vacaciones del verano de 1973, Mike voló a Florida para quedarse con Doc y con Marge en la casa de St. Petersburg Beach. Estaban encantados con su éxito académico y las primeras semanas del verano fueron de las más felices que jamás habían pasado juntos. Marge parecía recuperada: había ganado algo de peso y el sol del sur le había levantado el ánimo. La casa en sí era maravillosa, estaba frente al mar y tenía una piscina con un trampolín en el jardín trasero. Doc y Marge tenían un par de schnauzers —unos buenos perros de caza alemanes, según Doc— y Mike pasaba los días llenos de sol paseándolos por la playa o nadando en la piscina.

Un día, mientras Doc y Marge estaban fuera, de visita (se pasaban largas tardes y noches jugando a la canasta con otros jubilados), Mike sacó una caja de películas familiares que llevaban guardadas desde Rockford y las cargó en el proyector Eumig de Super-8 que había encontrado en la estantería del garaje. En la oscura sala de estar, empezó a ver imágenes fantasmales de un joven Doc y de una elegante Marge corriendo por las paredes, con sus labios moviéndose en silencio, saludando a la cámara, cogiendo a los tres niños y haciéndoles saludar también a ellos. Una serie de carrozas del 4 de julio de algún lugar de Iowa dio paso a unas escenas vacacionales en México y Cuba, con banderas de Estados Unidos e incongruentes turistas estadounidenses en el centro de La Habana, y luego el recurrente metraje de la casa de campo de Minnesota, donde Doc y los chicos nadaban en el mismo lago y pescaban idénticos lucios desde el mismo embarcadero, un año mayores cada vez que una bobina reemplazaba a otra.

Mike estuvo viendo las imágenes durante una hora o más, mientras pensaba lo raro que era que los colores de hacía veinte años se hubieran conservado tan bien, tan nítidos y vivos. Ya estaba recogiendo para ir a pasear a los perros cuando se fijó en un par de rollos que estaban en el fondo de la caja. El sol todavía lucía alto allá fuera y los rollos estaban sin etiqueta y resultaban muy intrigantes, así que Mike puso uno en el proyector. El celuloide derretido por el calor dibujó burbujas por la pared hasta que se estabilizó en unas imágenes saltarinas en las que se veían campos ondulados y un carro tirado por un burro gris que serpenteaba por un polvoriento camino rural. Luego se vieron los restos de una vieja capilla de piedra, tres paredes en ruinas cubiertas de hiedra entre las que crecía un roble. El tío Loras entró en plano con la sotana y el sombrero blanco de panamá que hacía que pareciera Alec Guinness haciendo de vicario en Ocho sentencias de muerte. Caminaba a través de un pequeño cementerio en el que había un puñado de cruces pintadas de negro, luego pasó por delante de un edificio oscuro, hecho de cuadrados y rectángulos de sencillo cemento gris. Fuera donde fuera, parecía que era un día caluroso y Loras era la única figura que se movía en un paisaje desierto. Había un mayo blanco sobre una parcela de brillante hierba verde, delante de un ángel muy alto de alabastro, del que salían largas cintas blancas que esperaban a unos niños bailarines que habían desaparecido de la faz de la tierra.

Con la brusquedad propia de las películas antiguas, el fotograma dio un salto y apareció una niñita en la pared.

Tendría unos dos años y llevaba un abrigo de lana con una boina rosa y unos calcetinitos blancos dentro de unos zapatos rojos de charol. El fondo era oscuro —Mike apenas distinguía nada, salvo formas vagas y granuladas—, pero la niña estaba iluminada por la radiante luz del sol y su pelo cobrizo refulgía. Volvió la cabeza, pero una voz muda le dijo que mirara hacia la cámara y, mientras giraba hacia él, Mike se quedó sin aliento: mirándolo desde las alargadas sombras del pasado estaba la cara triste y perdida de la niña que ahora era su hermana, inmortalizada para siempre con los labios curvados hacia abajo en un alarmante puchero que hablaba de lágrimas inminentes.

«Roscrea», pensó Mike, mientras la emoción lo embargaba de repente. «El día que fueron a elegirnos».

La escena de la pared cambió para dar paso a un trozo de hierba moteada donde el sol de agosto de 1955 se filtraba sobre un claro rodeado de árboles, mientras unas figuras diminutas entraban lentamente en plano. Allí estaba de nuevo la pequeña Mary, esa vez sin el abrigo, con un vestido de algodón rosa y blanco, una boina de cuadros sobre el pelo y un esponjoso muñeco amarillo acurrucado contra su cara. Ahora iba agarrada de la mano de alguien y ambos avanzaban hacia la cámara. La niña se aferraba a la mano de un niñito que, aunque tenía el rostro oscurecido por la cinta de la cámara, que había caído sobre la lente, llevaba unos pantalones grises y un jersey azul de punto con tréboles blancos. El niño se llevó tímidamente la otra mano a la barbilla y, cuando lo que tapaba la lente desapareció, Mike se encontró cara a cara con el niño al que conocía y no conocía, en un lugar que conocía y no conocía, y que hacía tanto tiempo que tenía tantas ganas de redescubrir.