1955-1956
Durante los siguientes días, Anthony Lee se fue transformando poco a poco en Michael A. Hess. Marge y Doc decidieron que su segundo nombre seguiría siendo Anthony, pero acordaron que a partir de entonces todo el mundo le llamaría Michael o, en todo caso, Mike.
Los niños de la familia Hess no decían nada, pero los celos estaban ahí y se ponían de manifiesto en pequeños detalles. Cuando Michael había visto por primera vez la televisión encendida en la sala de estar, se había quedado a la vez fascinado y alarmado. Había reptado hacia la parte de atrás del aparato para ver de dónde salían los hombrecitos y las mujercitas de la pantalla e, incapaz de encontrar una explicación, se había enfadado y se había puesto a patalear.
—¡Sacad a ese hombre de la caja! —gritaba—. ¡Sacadlo de ahí ahora mismo!
Los niños se habían echado a reír a carcajadas. Luego les habían contado a todos sus amigos que el bobo de su «hermano» irlandés creía que había gente de verdad dentro de la televisión. Michael, desconcertado y avergonzado por las burlas de los chicos, empezó a alejarse de ellos todo lo posible. Estos también se habían percatado de lo unido que estaba el niño a su estúpido avión de hojalata irlandés. Cuando se despertó el día de Año Nuevo, lo buscó por todas partes —en la casa, en el jardín, en la basura—, pero, para su aflicción y desesperación, no volvió a aparecer por ningún lado.
El Año Nuevo de 1956 fue un momento difícil para el hogar de los Hess. Las nuevas llegadas habían alterado el equilibrio de la familia. Los patrones establecidos se trastocaron y empezaron a surgir emociones poco familiares.
Doc lo estaba pasando especialmente mal. Intentaba ser abierto y afable, pero los niños irlandeses estaban cambiando la manera que tenían de hacer las cosas: los turnos para el baño no tenían ni pies ni cabeza desde que habían llegado, el llanto de la niña lo despertaba por las noches y hacía que estuviera irritable por las mañanas, y Marge no paraba de correr detrás de ellos, con lo cual estaba dejando de ponerle el desayuno a tiempo.
Cuando Doc volvió al trabajo a principios de enero, estaba realmente preocupado por Mary. Después de haber estudiado Medicina en la ciudad de Iowa, Doc se había especializado en Urología, pero se enorgullecía de mantenerse al día en otras ramas de la medicina, incluidas las nuevas ciencias de la Psicología y la salud mental. Había observado el comportamiento de Mary con lo que él consideraba ojo experto y no le gustaba lo que veía. Desde que había llegado a Estados Unidos, la niña no había cruzado ni una sola palabra con nadie que no fuera su hermano, e incluso cuando hablaba con él lo hacía en aquella extraña jerigonza que nadie más era capaz de entender.
Doc le había hablado a Marge de su desazón en varias ocasiones, pero esta había insistido en que lo único que pasaba era que Mary era una muñequita intimidada por el repentino cambio que había dado su vida y que necesitaba tiempo para acostumbrarse. Pero Doc no se lo tragaba. Siempre había dicho que no quería que aquel experimento de Marge le endilgara a la familia una carga a largo plazo y sabía que era mejor cortar el problema de raíz. La primera mañana que volvió a su despacho, Doc le dictó una carta a su secretaria expresando su preocupación y se la envió a la hermana Hildegarde.
Un par de días después, Doc recibió una carta de Bill King, el abogado de la familia Hess, que aumentó su sensación de apremio. Las solicitudes de custodia estaban a punto de ser presentadas; los niños estarían oficialmente amparados por la Ley de Registro de Extranjeros y el registro se renovaría cada año hasta la adopción final y su naturalización como ciudadanos de Estados Unidos. Doc leyó la carta con creciente pánico. Bill hacía que todo sonara inexorable; si había algún problema con Mary, tendría que actuar con rapidez.
Abadía de Sean Ross
Roscrea
Condado de Tipperary
27 de enero de 1956
Estimados Sr. y Sra. Hess:
Me ha sorprendido recibir su carta en relación con Mary.
Como recordará, fue usted quien llevó a Mary al médico y la acompañó durante todo el día, por lo que es imposible que le hubieran ocultado nada.
Si hubiéramos notado cualquier defecto en Mary, se lo habríamos dicho. Y no le habríamos permitido llevarla sola al médico si pretendiéramos ocultar algo.
Si deciden no quedarse con Mary, no tendremos problema para reubicar a los niños. Hay miles de personas que se quedarían con Mary si se la ofreciéramos. Pero no solucionaremos el tema del transporte hasta que nos hayan informado de algo, con el fin de no causar más molestias a ninguna de las dos partes.
Siento que haya sucedido esto. Desconocemos la existencia de casos similares en la familia de Mary.
Espero volver a tener noticias suyas. Dios les bendiga y les guarde.
Hermana M. Hildegarde.
P. D. En caso de que decidan quedarse con otra niña, será mejor que venga el doctor Hess y la examine él mismo. No me gustaría que se me hiciera responsable. S. M. H.
La respuesta ligeramente lacónica de la hermana Hildegarde a la carta de Doc llegó al buzón de los Hess el mismo día que el St. Louis Post-Dispatch publicó el artículo. Marge casi se había olvidado de que había hablado con un periodista que la había llamado hacía algunas semanas para pedirle que expresara su emoción por la nueva ampliación de su familia. Ahora todo aquello se resumía en un titular: «Un médico de San Luis y su esposa adoptan a dos niños irlandeses», al que le seguía alguna prosa de mala calidad: «Raudales de alegría procedente de Irlanda: los ojos irlandeses de San Luis sonreían mientras dos jovencitos irlandeses, Mary, de dos años, y Michael, de tres, mejoraban su estatus al entrar a formar parte de su nueva familia este mes». Acompañando al artículo, estaba la fotografía que Marge le había enviado a aquel tipo, la que Doc había hecho en el aeropuerto en la que salía el pequeño Mike aferrándose a su pequeño avión de hojalata de Roscrea.
La coincidencia de ambos acontecimientos, la carta y el artículo, hizo que Doc montara en cólera. Se acercó a Marge con el periódico en la mano mientras esta lavaba los platos en el fregadero.
—Mira esto, Marge. Ahora mismo resulta de lo más inconveniente —exclamó, mientras dejaba bruscamente el periódico sobre la encimera al lado de ella, antes de cruzar los brazos sobre el pecho. Marge lo miró y luego miró el periódico.
—Doc, no es…
—Marge, escucha. Sabes lo que siento por esos niños, especialmente por la niña. La pequeña no es normal y hemos asumido un gran número de problemas al traerla aquí. He estado pensando seriamente en volver a mandarla al convento, no discutas conmigo, Marge, pero este condenado artículo… ¿Por qué has hecho algo así? Maldita sea, Marge, ahora no la podemos mandar de vuelta, no después de esto.
Doc clavó el dedo en el periódico y dejó caer la carta a su lado. Marge se secó las manos tranquilamente y la cogió.
—De todos modos, no podemos mandarlos de vuelta, Doc. No hasta que lo hayan superado.
—¡A la mierda! Es terrible. Nunca deberíamos haber… Deberíamos haberlo pensado mejor antes de asumir una carga como esta. Soy demasiado mayor para algo así.
Marge sintió una punzada de dolor. En el fondo, ella pensaba lo mismo y se sentía culpable. Posó una mano sobre los brazos cruzados de Doc.
—No te preocupes, Doc. Sé que ahora todo parece malo, pero las cosas mejorarán. Llamaré a Loras y veré si puede conseguir que alguien venga a echarle un vistazo a Mary.
—Vale, llama a tu hermano —replicó Doc—. Pero que te quede clara una cosa: tenemos que solucionar esto antes de la vista por la custodia.
A la mañana siguiente, Marge estaba de pie al lado del fregadero, observando a Mike y a Mary por la ventana. El suelo estaba todavía cubierto de nieve y, en cuanto Doc se marchó a trabajar, Mike embutió a su hermana en el abrigo de invierno y la empujó afuera. El sol era radiante y hacía que el pelo rojo de Mary brillara como brasas ardientes en contraste con el jardín nevado. La niña tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes de energía. Mientras veía cómo perseguía a Mike por el jardín, lanzando nubes de nieve que se alzaban esponjosas a su alrededor, a Marge le costaba creer que su nueva hija tuviera algún defecto, por mucho que Doc dijera. Parecía rebosante de salud, encantadora y con muchas aptitudes.
Lo que le preocupaba a Marge era que Mary se negaba en redondo a hablar con ellos. Abrió la ventana en silencio, escuchó desconcertada las palabras incomprensibles que Mary estaba farfullando y se preguntó, como muchas otras veces, cómo era capaz de entenderla su hermano. Marge estaba harta de hablar con su hija a través de Mike: este se había convertido en una especie de intérprete, hablaba con Mary en un lenguaje ininteligible y luego lo traducía al inglés para los Hess. Doc decía que aquello era inaceptable en un hogar civilizado.
Después de la llamada de Marge, Loras llamó al padre Bob Slattery, de la Beneficencia Católica de San Luis. Slattery también era irlandés y, cuando este apareció en casa una mañana a principios de marzo, Marge lo abordó al instante. Se lo presentó a los pequeños, pero Mary continuó tan taciturna como siempre. Curiosamente, Michael también parecía desconfiar de aquel sacerdote con sotana negra.
—¿Ve lo que quiero decir, padre? Yo estoy al borde de la desesperación y Doc está empezando a decir que Mary tiene algún problema.
El padre Slattery miró atentamente a los niños.
—Bien, señora Hess. ¿Le importaría dejarme a solas con ellos? Me gustaría comprobar una cosa.
Marge salió a hacer la compra y, cuando regresó al cabo de media hora, el padre Slattery estaba radiante.
Aquella noche, cuando Doc llegó del trabajo, su esposa estaba de mejor humor de lo que la había visto en mucho tiempo.
—Tengo algo que contarte, Doc Hess —le dijo a su marido, sonriendo—. Es muy importante para todos y tenemos que agradecérselo al padre Slattery. Mientras yo estaba fuera, haciendo la compra, él se quedó hablando con Mike y con Mary en gaélico ¡y los niños le respondieron al momento! La jerigonza que hablaban entre ellos es gaélico, Doc. ¡Lo hablan perfectamente! Bob dice que debieron de aprenderlo de las empleadas de la guardería del convento. ¿No es una noticia maravillosa?
Doc reflexionó unos instantes, pero no le devolvió la sonrisa a Marge.
—Bueno, supongo que sí. Pero lo que quiero saber es cómo es posible que hayan sido tan condenadamente astutos como para no dejar de hablarlo aquí. ¿No sabían que acabarían volviéndonos locos?
Marge intentó explicarle que, a dos niños asustados arrojados a un mundo que temían y del que desconfiaban, el secretismo de un lenguaje conocido solo por ellos les proporcionaba refugio y una forma de autoprotección, pero a Doc no le interesaban las explicaciones.
—Entonces, dime, ¿qué dice el padre Slattery que deberíamos hacer para lograr que la niña hable inglés?
Marge se echó a reír.
—Bueno, Bob dice que está bastante seguro de que entiende el inglés y que, probablemente, solo necesita un empujoncito para empezar a hablarlo. Dice que deberíamos hacerle saber con mucho tacto que no vamos a seguir usando a Michael como intérprete y que tiene que empezar a pedir las cosas ella misma.
Doc carraspeó.
—¡Por el amor de Dios, mujer! ¿No es eso lo que llevo diciéndote todo este tiempo? ¡Si la niña quiere un vaso de leche y ve que no lo va a conseguir a menos que lo pida como es debido, digo yo que empezará a hablar inglés a la velocidad del rayo!
Fue un buen consejo. En un par de semanas, Mary ya estaba empezando a hablar. Al principio vacilaba, pero luego fue ganando confianza. Cuando llegó el vigésimo aniversario de boda de Doc y Marge el 25 de marzo, la familia había recuperado parte de la serenidad perdida. Aquella noche Marge preparó chuletones, el plato favorito de Doc, e hizo un brindis: «¡Por los veinte años!».
Después se bebieron dos botellas de champán y, antes de irse a la cama, Doc le susurró al oído: «Bueno, Marge, supongo que será mejor que nos los quedemos».