11 de julio de 1952
Roscrea
Los asuntos de Estado no afectaban a las moradoras del convento de la abadía de Sean Ross, que estaba a kilómetro y medio del pueblo de Roscrea, en Tipperary. Ni las monjas ni las pecadoras habían llegado a ver los carteles de Las fronteras del crimen, protagonizada por Jane Russell y Robert Mitchum, en las paredes del cine de Roscrea. Las monjas y las pecadoras tampoco leían la prensa y la madre Barbara guardaba el solitario equipo inalámbrico cuidadosamente bajo llave. Los largos días en la lavandería y las largas noches en el dormitorio común se llenaban de pensamientos sobre Dios, o de recuerdos de una vida pasada.
La madre superiora no era una mujer a la que conviniera hacer esperar. Eran las nueve de la mañana y ya había ido a misa, tomado un frugal desayuno y pasado una complicada media hora descifrando unas anotaciones innecesarias y potencialmente comprometedoras en el libro de doble contabilidad de la abadía. Estaba mirando el reloj de pared de su despacho y chasqueando la lengua cuando llamaron a la puerta y la hermana Annunciata entró apresuradamente, sin aliento y disculpándose por presentarse tarde. Aborrecía aquellas reuniones semanales hasta tal punto que siempre llegaba con retraso.
—Lo siento, reverenda madre; hemos tenido un ajetreo terrible esta mañana. Se han puesto tres muchachas de parto durante la noche, a una de ellas le llevó más de siete horas, ha habido cinco nuevas admisiones y…
La madre Barbara le hizo señas para que se callara.
—Entra y siéntate, hermana. Ya me pondrás al corriente a su debido tiempo y en su debido momento. Primero, los nacimientos. ¿Cuál es el total de la semana?
—Pues contando los tres de la pasada noche —dijo Annunciata— hacen un total de siete. Eso incluye un nacimiento de nalgas que tuve el sábado pasado y…
—Gracias, hermana. No necesito detalles. ¿Algún bebé nacido muerto del que informar?
La madre Barbara tomaba notas mientras hablaba y levantaba la cabeza para comprobar que Annunciata atendía a sus preguntas adecuadamente.
—No, reverenda madre, gracias a Dios. Pero con relación al nacimiento de nalgas, la muchacha tiene mucho dolor, por todos los desgarros y eso, y me preguntaba si podría coger la llave del armario y darle algunos analgésicos o llamar al doctor para que la cosa… —sugirió, mientras su voz se iba apagando por la indecisión.
La madre Barbara la miró y sonrió.
—Annunciata, no me escuchas cuando hablo, ¿verdad? ¿Cuántas veces te he dicho que el dolor es el castigo del pecado? Estas jóvenes son pecadoras: deben pagar por lo que han hecho. Bien, no tengo toda la mañana. ¿Cuántas admisiones ha habido en total y cuántas altas?
Annunciata le dio las cifras y la madre Barbara las anotó en el libro de contabilidad. Tras unos instantes de cálculo, levantó la cabeza y dijo:
—Ciento cincuenta y dos, a menos que esté muy equivocada. Tenemos ciento cincuenta y dos almas perdidas para Dios. Y yo diría que bastante afortunadas son al tenernos a nosotras para cuidar de ellas.
Annunciata hizo ademán de responder, pero la madre Barbara ya no estaba escuchando.
—Muy bien, hermana. Envíame a las que han llegado nuevas esta mañana. Y veré a las nuevas madres esta tarde. ¿Crees que alguna de ellas puede pagar?
La hermana Annunciata lo dudaba. Cien libras era una cantidad de dinero excesiva.
La madre Barbara vio a doce chicas ese día. Mientras cada una de ellas le contaba su historia, ella permanecía sentada pacientemente con las manos entrelazadas delante. No se consideraba una mujer cruel —la Iglesia le exigía caridad y el trabajo que hacía cumplía con dicha obligación—, pero tenía sumamente claros los límites entre el bien y el mal y, para ella, el peor de los males, sin duda alguna, era el amor carnal.
Las muchachas que se presentaron ante ella tartamudeaban y se ruborizaban avergonzadas por sus pecados, mientras la madre Barbara las alentaba para que los refirieran lo más detalladamente posible. Una tras otra, fue escuchando sus historias: la dependienta de treinta años de Dublín que cayó presa de los encantos del hombre inglés que le había prometido riqueza y matrimonio, pero que había regresado con su esposa a Liverpool; la joven pelirroja de Cork que estaba prometida con un mecánico de coches que la había repudiado cuando se había quedado embarazada; y la adolescente retrasada de Kerry que lloraba sin cesar y que no tenía ni idea de lo que le había sucedido ni de por qué estaba allí. Escuchó a la hija del granjero con la que su padre había compartido siempre cama y a la estudiante que había sido violada por tres primos en una boda. Y les hizo de modo maquinal la misma pregunta que había planteado a generaciones de muchachas que acudían a ella en busca de ayuda: «Dime, niña, ¿merece la pena todo esto por cinco minutos de placer?».
A Philomena —o Marcella, como se llamaba entonces— la llamaron para que se presentara ante la madre Barbara a última hora de la tarde. Hacía seis días que había dado a luz y el alumbramiento de nalgas la había dejado desgarrada y dolorida, pero su período de convalecencia había llegado a su fin y las normas decían que tenía que volver a ponerse en pie. La hicieron esperar en el pasillo, fuera del despacho de la madre superiora, con el resto de las nuevas madres. El convento prohibía a las chicas hablar, pero ellas se daban ánimos las unas a las otras con sonrisillas y gestos de comprensión.
Philomena respondió a las preguntas de la madre superiora con una voz ahogada por el miedo. Cuando le preguntó cómo se llamaba, ella respondió «Marcella», pero la madre Barbara la miró con expresión burlona.
—No el nombre de la casa, niña. ¡Tu nombre real!
—Philomena, reverenda madre. Philomena Lee.
—¿Lugar y fecha de nacimiento?
—Oeste de Newcastle, reverenda madre, condado de Limerick. El 24 de marzo de 1933.
—Así que tenías dieciocho años cuando pecaste. Ya eras lo suficientemente mayorcita como para ser sensata.
Philomena apenas era consciente de que hubiera pecado, pero asintió.
—¿Y tus padres?
—Mamá murió, reverenda madre. De tuberculosis. Cuando yo tenía seis años. Y papá es carnicero.
—¿Y qué fue de los hijos? ¿Vuestro padre se quedó con vosotros?
—No, reverenda madre. Mamá le dejó seis y él no podía hacerse cargo de todos. Así que nos metió a mí, a Kaye y a Mary en el colegio de monjas y dejó a Ralph, a Jack y al pequeño Pat en casa, con él.
—¿Y a qué colegio ibas, niña?
—Al de las hermanas de la Caridad, reverenda madre. En Mount St. Vincent, en la ciudad de Limerick. Estábamos internas y solo íbamos a casa dos semanas en verano. Estudiamos allí doce años y nunca fuimos en Navidad ni en Semana Santa, y papá y Jack solo fueron a vernos un par de veces. Nos sentíamos muy solas, reverenda madre…
La madre Barbara le hizo un gesto malhumorado con la mano a la chica de cabello negro que tenía delante.
—Ya basta. ¿Qué pasó cuando dejaste a las hermanas?
—Me fui a vivir con mi tía, claro.
La voz de Philomena apenas era audible, y la muchacha bajó la mirada al suelo.
—¿Y cómo se llama?
—Kitty Madden, reverenda madre, es la hermana de mamá y vive en la ciudad de Limerick.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo con tu tía Madden?
Philomena frunció el ceño y levantó la vista hacia el techo, mientras intentaba recordar los acontecimientos de su corta vida.
—Pues vivo con ella más o menos desde… Dejé el colegio en mayo del año pasado. Los hijos de mi tía se habían ido todos y ella quiso que fuera a vivir con ella para ayudarla. Y a él lo conocí, a John, en el carnaval de octubre, así que…
Pero a la madre Barbara todavía no le interesaba aquello.
—Tu tía, niña. ¿En qué trabaja? ¿Es pudiente?
—Pues creo que no, reverenda madre. Trabaja para las monjas de St. Mary. Me consiguió un trabajo allí. Limpiando, fregando y esas cosas…
La madre Barbara, tras decidir que no servía de mucho continuar con el interrogatorio financiero, retomó su tema favorito.
—Y aun así, con todos los vínculos que le unían a la Iglesia, tu tía no logró evitar que cayeras en pecado. ¿Cómo es posible? ¿Eres una pecadora tan porfiada que te propones decepcionar a aquellos que velan por tu bienestar espiritual?
Philomena palideció y tragó saliva.
—¡Oh, no, reverenda madre! Yo nunca me propuse pecar…
—¿Por qué engañaste a tu tía, entonces?
—En realidad no lo hice. Mi tía me dejó ir al carnaval. Ella estaba con una amiga y me dijo que podía ir, así que fui y…, y entonces… pasó aquello.
—¿A qué te refieres con «aquello», niña? ¡No tuviste vergüenza cuando pecaste, así que no debes sentir vergüenza al hablarme a mí de eso ahora!
Philomena rememoró la noche de la feria e intentó encontrar una forma de hacer que la madre Barbara la entendiera, pero la voz se le atoró en la garganta.
—Él…, él era muy guapo, reverenda madre, y era amable conmigo…
—Quieres decir que lo incitaste a pecar. ¿Y dejaste que te pusiera las manos encima?
Philomena vaciló de nuevo y respondió con voz queda.
—Sí, reverenda madre, lo hice.
—¿Y disfrutaste de ello? ¿Disfrutaste de tu pecado?
Philomena tenía los ojos llenos de lágrimas y aquellas palabras le sonaron como si procedieran de un lugar lejano y solitario.
—Sí, reverenda madre.
—¿Y te quitaste las bragas, niña? Dime.
Philomena empezó a llorar.
—Reverenda madre, nadie me habló de todo esto. Nadie nos habló nunca de los bebés. Las hermanas nunca nos contaron nada…
La madre Barbara montó en cólera súbitamente.
—¡No te atrevas a culpar a las hermanas! —gritó—. Tú eres la causa de esta deshonra. ¡Tu propia indecencia y tu propia incontinencia carnal!
Philomena dejó escapar un sollozo.
—¡Pero no es justo! —gimió—. ¿Por qué tuvo que morir mamá? ¿Por qué nadie se preocupa por nosotras? Nadie nos rodea con el brazo. Nadie nos abraza…
La madre Barbara la observó con repugnancia.
—¡Silencio, niña! ¿Qué pasó cuando regresaste del carnaval?
Philomena se pasó el dorso de la mano por los ojos y se sorbió las lágrimas violentamente. Podía recordar aquella noche a la perfección.
Aunque había llegado a casa bastante después de medianoche, se había encontrado a su tía despierta y esperándola, rebosante de recelo y de reproches. Al principio se había reído y le había dicho a su tía que no se preocupara. Le había asegurado que no había ocurrido nada, que había pasado la noche con las otras chicas. Pero su tía olió la cerveza en su aliento y vio el rubor de sus mejillas. Preguntaba con insistencia y se ponía tensa con las respuestas si no decía la verdad.
Al final, se lo contó.
Sí, había conocido a un chico. Era encantador, alto, guapo… Pero su tía no quiso escucharla.
—¿Y qué habéis hecho? ¿Qué se os ha ocurrido hacer?
—Nada, tía. Me cogió de la mano. Es el mejor hombre del mundo. Me estará esperando el viernes en la esquina de…
Su tía le dio una bofetada.
—¡Puede esperar todo lo que quiera, pero tú no irás a ver a ningún chico, no mientras vivas bajo mi techo!
La muchacha sentía el dolor en la mejilla y las lágrimas en los ojos.
—¿Qué quieres decir, tía? Le he prometido que estaría allí. Lo amo…
Pero la tía no quería saber nada de amores. Habían pasado muchos años desde que el amor había iluminado su vida y, si de ella dependía, no iba a iluminar la de su sobrina.
Envió a Philomena a su habitación y le dijo que se quedara allí hasta que se le hubieran ido de la cabeza aquellas estúpidas ideas, hasta que el tonto de la oficina de correos hubiera acudido a la cita, hubiera esperado… y, después de haber esperado, se hubiera ido.
Fue angustioso verse encerrada en la habitación sabiendo que el chico la estaba esperando.
A los diez días, se dio por vencida.
Le dijo a su tía que nunca volvería a salir hasta tarde, que nunca volvería a hablar con nadie salvo con las chicas del colegio y, sobre todo, que nunca intentaría encontrar a aquel chico.
Durante las siguientes semanas, había estado tramando planes para huir y buscarlo, pero su tía estaba al acecho. Conocía las pasiones que bullían en el pecho de una muchacha joven y se aseguró de que su sobrina se quedara en casa.
Luego lo del bebé había empezado a hacerse evidente, y la sorpresa y el remordimiento de Philomena no habían servido de nada para aplacar la furia de su tía. La Iglesia le había dicho que besar a un hombre era pecado, pero nadie le había contado cómo se hacían los bebés.
—¿Y qué hizo tu tía? —preguntó la madre Barbara, interrumpiéndola.
Philomena se estremeció al recordar aquellas terribles semanas.
—Pues llamó a mi hermano Jack y a mi padre, reverenda madre. Y creo que además ella quería casarse con mi padre, ya que él estaba solo y ella también. Pero papá no quiso saber nada de eso. Luego me llevó al médico a Limerick y él dijo que tenía que venir a Roscrea. Así que me vine aquí hace dos meses. Dejé el colegio el año pasado, solo hacía un año que era libre.
La madre Barbara agitó la mano.
—¿Y qué dijo tu padre? He observado que no ha venido a visitarte aquí.
La pregunta era deliberadamente hiriente y Philomena se mordió el labio.
—Papá estaba triste por mí, reverenda madre, estoy segura de que lo estaba. Pero no podía contarle lo mío a nadie, ni siquiera a la familia. Kaye y Mary creen que me he ido a Inglaterra. Y ahora echo de menos a mamá y echo de menos estar en casa…
La absoluta soledad de los cientos de chicas que pasaban por aquel lugar y de otras como ellas en toda Irlanda estaba grabada en el rostro de Philomena. Las repudiaban por un pecado que ni siquiera sabían que habían cometido y, en muchos casos, no eran más que niñas sometidas a un castigo cruel por parte de los adultos.
La madre Barbara tomó nota de la historia de la chica en el libro de cuentas y dio por terminada la entrevista.
—Ahora, Marcella, deberías regresar al dormitorio. Esto no es una residencia de verano y esperamos que trabajes duro. Deberás permanecer aquí y pagar por tus pecados. La única salida son las cien libras. ¿Crees que tu familia pagará las cien libras?
Philomena miró inexpresivamente a la madre superiora.
—No lo sé, reverenda madre. Pero si papá no le ha dado el dinero, supongo que querrá decir que no lo tiene.