TRECE

1985-1986

En 1985, Michael Hess ya era toda una institución en el Partido Republicano. La demanda por manipulación de distritos electorales conocida como Davis contra Bandemer estaba a punto de ser presentada en el Tribunal Supremo y el comité republicano confiaba en la estrategia de Mike para ganar el caso. Pete seguía trabajando en la Asociación Nacional de Restaurantes, aunque estaba creando, sin prisa pero sin pausa, su propia empresa de marketing. Estuvieron buscando algún sitio para comprar en Washington y encontraron el lugar perfecto.

El Edificio Metodista de Capitol Hill era una gran mole de estilo renacentista de la década de 1930, de piedra caliza blanca, que hacía tiempo que servía de cuartel general de la Iglesia en la capital del país. Era el único de los edificios del Hill que tenía un ala residencial con cincuenta y cinco apartamentos privados, muchos de ellos ocupados por senadores, congresistas y jueces del Tribunal Supremo. Al Gore padre era el personaje ilustre más añejo del edificio y aquel lugar era el paradigma del Washington de la clase dirigente. Cuando uno de los pisos salió al mercado, Mike y Pete lo compraron y se mudaron de inmediato. El apartamento no era grande, pero lo decoraron con estilo, con las paredes en color beis y moqueta gris oscuro. Llenaron las habitaciones con muebles antiguos de cerezo y sillones de cuero, añadieron un baúl chino y varias esculturas de madera africanas. Colocaron mesitas auxiliares para exponer pequeñas baratijas, como varios huevos de alabastro en un cesto de mimbre, una piña dorada, una mano de metal esculpida, antiguas piezas de marfil y un hueso de ballena. En una esquina de la sala principal había un bonito biombo dorado desgastado y en la otra unas lanzas africanas. En las paredes había colgadas litografías de Picasso y Matisse, y fotografías de Robert Mapplethorpe de desnudos masculinos. Desde la ventana veían el Capitolio y el Tribunal Supremo.

Como muchos de sus amigos, Mike era un gran fan de Doris Day. Le encantaban sus musicales y las comedias románticas que había hecho con Rock Hudson. Su favorita era Confidencias de medianoche, sobre todo la escena en la que el varonil Hudson fingía ser gay para hacer que la hermosa pero tímida Day cayera en sus brazos.

«¿Sabes?», le decía a la muchacha, «hay hombres que tienen una relación muy estrecha con sus madres, me refiero a que les gusta coleccionar recetas de cocina o cotillear…». Era una frase que a Mike le hacía partirse de risa y se entusiasmó cuando pusieron la película en la tele como preliminar de la nueva serie de televisión de Day, en la que estaba previsto que Hudson apareciera como primer invitado.

Cuando Doris Day’s Best Friends empezó a emitirse el 15 de julio, Mike y el resto de la audiencia que lo estaban viendo se quedaron de una pieza. Hudson ya no era un tiarrón elegante y musculado: tenía el rostro demacrado y ceniciento, arrastraba las palabras al hablar y parecía dolorosamente delgado y frágil. Tenía cincuenta y nueve años, pero aparentaba setenta. Mike y Pete vieron los informativos durante los días posteriores y se sorprendieron ante las especulaciones que se hacían, como que sufría cáncer de hígado o una gripe muy grave, hasta que el portavoz de Hudson puso fin a las especulaciones al reconocer que Rock era gay, que padecía sida y que lo sabía desde hacía más de un año.

Muchos estadounidenses se quedaron horrorizados por el hecho de que el hombre al que admiraban por su masculinidad fuera un farsante. Ronald Reagan, que había sido uno de los compañeros más cercanos de Hudson, lo llamó para expresarle sus condolencias a título personal, pero aun así no dijo ni hizo nada al respecto de la epidemia que estaba asolando el país que él gobernaba.

Semanas antes de morir, Hudson, junto con varios cientos de hombres estadounidenses, voló a París para ser tratado con el medicamento experimental antirretroviral HPA-23. Los estadounidenses se iban a París, porque en su propio país no había ningún programa similar antisida ni se había expedido la licencia necesaria para que la medicina francesa se usara en Estados Unidos. En 1985, había más de 20.000 ciudadanos estadounidenses diagnosticados de sida y, para casi todos, el diagnóstico implicaba una sentencia de muerte. Rock Hudson incluyó en su testamento un legado de un cuarto de millón de dólares para crear la Fundación Estadounidense de Investigación del Sida, que sería presidida por su vieja amiga Elizabeth Taylor. El mensaje tácito era que, si el Gobierno no lo hacía, los gais tendrían que hacerlo por sí mismos.

Ronald Reagan estaba en el hospital la noche en que estrenaron el programa de Doris Day, recibiendo tratamiento para unos pólipos intestinales. Durante diez días gobernó el país desde la cama, mientras que su recientemente nombrado jefe de personal, Don Regan, hacía de enlace entre él y el vicepresidente Bush.

El presidente había vuelto a la Casa Blanca hacía poco más de un mes y todavía estaba pálido y ojeroso cuando llamaron a Mark Braden y a Mike al Despacho Oval. Estaba claro que Don Regan lo había preparado bien, porque Reagan le había echado un vistazo a una nota informativa y se había puesto a dar un discurso apasionado y aparentemente improvisado al estilo de Enrique V en Azincourt.

—Hace treinta años que los republicanos no controlan la Cámara de Representantes —dijo, mirando casi de forma acusatoria a sus invitados del comité republicano— y eso es demasiado tiempo, chicos. Hace que la vida de un presidente republicano sea un sufrimiento y obstaculiza nuestras mejores leyes. Es más, simplemente no es justo. Los demócratas tienen el control absoluto porque las normas electorales los benefician. Ahora sé que el caso de Bandemer no solucionará las cosas de la noche a la mañana, aunque tengo claro que por algo se empieza. Así que tenemos que ganarlo para que nos proporcione el precedente que necesitamos para solucionar las injusticias en otros estados. Como podéis ver, ahora mismo no soy más que un vejestorio inútil, así que cuento con vosotros para ir al Tribunal Supremo y ganar esto por mí. ¿Lo haréis, chicos? ¿Os apuntaréis un tanto para The Gipper[6]?

Reagan sonrió sin un ápice de timidez por su actuación. Mike había estado pensando que podría aprovechar su audiencia con el jefe para sacar a colación el escándalo de la inactividad de la Administración en relación con el sida, pero sus buenas intenciones se desvanecieron mientras estrechaba la mano de aquel hombre.

—Lo haremos lo mejor que podamos, señor presidente, puede contar con ello.

Rock Hudson falleció el 2 de octubre de 1985. Cinco días después, Mike compareció ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos para litigar a favor del Partido Republicano en el litigio sobre la manipulación de distritos electorales de Davis contra Bandemer. En el bolsillo llevaba un mensaje de buena suerte de la Casa Blanca.

Tras escuchar los argumentos de los abogados de ambas partes del litigio, el juez Burger, presidente del Tribunal Supremo, anunció que él y sus colegas jueces considerarían todo lo que aquello implicaba y harían público su fallo a finales del año judicial, probablemente en junio.

A mediados de junio de 1986, la Estatua de la Libertad, en la bahía de Nueva York, se reabrió después de dos años de exhaustiva renovación. El monumento fue reinaugurado en una ceremonia televisada a la que asistieron dignatarios de Estados Unidos y del extranjero. En los informativos se veía a los Reagan entre el público, sentados al lado del presidente François Mitterrand de Francia y de su esposa, Danielle. Sobre el escenario, Bob Hope entretenía a los distinguidos invitados y contaba chistes sobre Francia, Estados Unidos y la estatua que compartían.

—Me acabo de enterar de que la Estatua de la Libertad tiene sida —dijo Hope con una sonrisa de suficiencia—, pero no sabe si se lo ha contagiado la boca del Hudson o el Hada[7] de Staten Island.

Cuando la cámara enfocó la reacción del público, los Mitterrand parecían horrorizados. Los Reagan se estaban riendo.

Una semana después, el Tribunal Supremo se pronunció sobre el caso de Davis contra Bandemer y le dio al Partido Republicano la pauta que buscaba, que los casos de manipulación partidista de distritos electorales se pudieran impugnar en los tribunales. Mike, Mark Braden y su equipo celebraron la decisión con champán en las oficinas del comité republicano y Braden dio un discurso de felicitación.

—Esta noche —dijo—, hemos ganado un caso que tiene el potencial de alterar el paisaje político de nuestro país. No era una pelea fácil y a muchos individuos de la familia republicana no les gustaban nuestras tácticas. Pero nos hemos mantenido firmes como un grupo de hermanos que luchan por una causa en la que creen. Hemos ganado una batalla, pero no hemos ganado la guerra. Ahora tenemos que aprovechar esta victoria para acabar con cualquier tipo de manipulación de distritos electorales de los demócratas, sea donde sea. El proceso judicial implica que el impacto de nuestro trabajo no se percibirá hasta dentro de media docena de años, pero, si tenemos éxito, de verdad creo que podemos plantearnos como objetivo las elecciones generales de 1994. Así que propongo un brindis: ¡por el control republicano de la Cámara en 1994 y porque dure muchos años!

Mike alzó la copa. La vida le sonreía. La sensación de haber sido aceptado en la institución más importante de Estados Unidos, en el partido que gobernaba el país, era uno de sus anhelos. Era el paliativo que podía aliviar su dolor y silenciar las dudas que acompañaban su existencia, las voces insidiosas que susurraban al oído del gay huérfano: «No eres bueno». Y ahora que había logrado llegar al corazón del sistema, defendería su posición.