TRECE

1977

No les costó mucho encontrar el sitio. Una señal escrita con letras vagamente celtas confirmó que aquella era, efectivamente, la abadía de Sean Ross. En los terrenos que se encontraban alrededor de la portería, habían construido nuevas zonas de internamiento con letreros que señalaban hacia la Casa Marian, la Casa Lourdes, la Casa Dara y la Casa Edel. Ochocientos metros más arriba por el serpenteante paseo, pudieron ver el convento en lo alto de la colina. Las ruinas del antiguo monasterio se elevaban sobre el horizonte, las ventanas de la mansión georgiana brillaban bajo el sol de agosto y, a la derecha, se veía una hilera de grises edificaciones cuadradas de cemento con pequeñas ventanas en lo alto de las paredes, cerradas por el lado que daba al jardín delantero.

Mike miró a Mary.

—¿Qué te parece? ¿Llamamos?

Mary negó con la cabeza.

—No, Mikey, ya has oído lo que ha dicho el hombre: no creo que debamos molestarlas cuando están ocupadas. Volveremos mañana.

Mike no discutió. Al igual que a su hermana, le daba aprensión pensar en volver a visitar aquel lugar. Dio la vuelta con el coche y condujo de regreso a Roscrea, donde pasaron la tarde visitando los restos del castillo del pueblo y la noche bebiendo Guinness en el bar del hotel Grants.

A la mañana siguiente, se levantaron temprano. Cuando llegaron a la abadía, la niebla todavía flotaba sobre los campos y el lugar parecía desierto. No vieron a nadie en el camino que iba desde la puerta de entrada hasta el convento y, cuando llamaron al timbre y golpearon la puerta de la vieja casa, no pasó absolutamente nada. Las ventanas que se encontraban a ambos lados tenían unas cortinas muy gruesas y eran demasiado altas como para poder mirar al interior. Mary le tiró de la manga a Mike.

—Vamos, Mikey —le susurró—. Vamos, ¿vale? No me gusta este lugar. ¿Podemos volver al hotel?

Mike también estaba nervioso, pero había llegado hasta allí y estaba decidido a seguir adelante. Tenía preguntas importantes que hacer y aquel era el único lugar donde podrían obtener respuesta.

—Venga, vamos por la parte de atrás.

Sus pasos retumbaban sobre los adoquines del patio, resonaban contra las paredes y hacían que Mary buscara nerviosa señales de vida. Como intrusos en un jardín prohibido, caminaron a lo largo del edificio y encontraron un camino que iba a la parte de atrás.

—¿De verdad crees que deberíamos hacerlo, Mikey? —preguntó Mary, sin aliento—. ¿No crees que alguien podría vernos?

Mike le apretó el brazo con más fuerza.

—¿Y qué van a hacer? ¿Dispararnos, o algo así?

Llegaron a la parte trasera del edificio y se encontraron en lo que en su día había sido un campo, aunque ahora estaba demasiado crecido y lleno de malas hierbas enmarañadas. Delante de ellos había una estructura de un solo piso cuyas puertas acristaladas se abrían sobre las losas de cemento de lo que a Mike le pareció una terraza que le resultaba vagamente familiar. Mary retrocedió, pero Mike la cogió de la mano, la llevó hasta las puertas y miró hacia dentro. La guardería, larga y estrecha, estaba abandonada —había un par de cunas rotas al lado de una de las puertas y las ventanas todavía conservaban las tiras de cinta adhesiva que las habían sellado durante el invierno—, pero, en la memoria de Mike, el lugar cobró vida con fuerza: con un súbito brote de emoción, volvió a sentir el sol que había iluminado sus primeros días sobre la tierra, volvió a ver los altísimos techos y los suelos pulidos de madera que habían sido los límites de su universo infantil, vio las dos hileras de cunas —unas altas y estrechas, y otras anchas y bajas— y a las monjas con hábitos blancos que caminaban entre ellas, rozando el borde de su cuna con un suave frufrú de tela. Recordó el olor a lilas de la cera de pulir el suelo, el de las verduras demasiado hervidas y el persistente perfume del incienso. En su cabeza, aquel sitio bullía de gente, como si los cientos de bebés que ahora estaban desperdigados por el mundo hubieran sido atraídos de nuevo al lugar donde todo había empezado, como si los cientos de madres que habían sufrido y penado allí, los cientos de monjas que habían rezado y muerto y estaban enterradas en el cementerio, como si todas las sombras del pasado hubieran regresado de sus vidas errantes y hubieran vuelto a reunirse en las dependencias que, en su día, habían habitado. Los vio mirando por las ventanas, bebiendo la luz del sol, un centenar de caras pálidas en las ventanas, perplejas, perdidas, mirándolo fijamente, buscando respuestas. Y, al fondo, en la zona oscura de la guardería, detrás del tropel de gente que se arremolinaba en la ventana, una joven con el pelo negro azabache y los ojos azules, baja y delgada, poco más que una niña, se alejaba lentamente hasta perderse de vista.

—¿Puedo preguntar qué están buscando?

Una voz femenina y demasiado aguda para la tranquilidad del jardín los sobresaltó. Una monja vestida con un hábito negro y una toca a la antigua usanza los observaba con las manos delante, entrelazadas. Mary se estremeció y Mike se sobresaltó.

—Buenas tardes, hermana. Hemos llamado a la puerta, pero no ha contestado nadie. Espero que no la hayamos molestado.

La monja sonrió con frialdad. Era joven, pero tenía una expresión dura en la cara.

—No. ¿Tienen algo que hacer en la abadía?

Mike vaciló.

—Sí. Bueno, sí. Queríamos preguntarle algo…

La hermana esbozó una opaca sonrisa.

—Entonces será mejor que me sigan.

Volvieron a la casa grande y subieron los escalones de la puerta principal para entrar en el vestíbulo donde, en la pared de la gran escalera, pendían imágenes pasadas de moda de la Virgen exponiendo su corazón sangrante por el dolor de perder a su hijo. Dos monjas ancianas charlaban en una esquina.

La monja joven las echó.

—¡Hermana Bridget, hermana Rosamond, váyanse de aquí ahora mismo! —exclamó. Luego condujo a Mike y a Mary a la sala georgiana de altos techos, hizo una ligera inclinación y les pidió que se sentaran—. Creo que no nos hemos presentado. Soy la hermana Catherine. ¿Y ustedes son…?

—Me llamo Michael Hess y esta es mi hermana, Mary. Nacimos aquí, bueno, al menos yo nací aquí; Mary nació en Dublín, pero su madre se vino aquí con ella cuando era pequeña y entonces…

Mike se dio cuenta de que estaba hablando demasiado rápido y de que tenía que ir más despacio. Respiró un par de veces.

—La finalidad de nuestra visita, en realidad, es preguntarle si podría ayudarnos en una cosa: si nos ayudaría a encontrar a nuestras madres. ¿Sería posible? ¿Podría ayudarnos de alguna manera? ¿Darnos alguna información?

Para desconcierto de ambos, la monja permaneció allí sentada, en silencio, sin darles respuesta alguna, mientras Mike tartamudeaba. Cuando este se quedó callado, la mujer se puso de pie.

—Tengo que ir a buscar a la madre Barbara. ¿Serían tan amables de esperar aquí un momento?

Cuando se quedaron solos, Mike cogió a su hermana de la mano.

—Yo ya he estado en esta sala, Mary. Lo sé. Estuve aquí con dos hombres y una mujer, y la mujer no era ninguna monja. Yo era muy pequeño, pero estoy seguro… ¡Estoy seguro de que la mujer era mi madre!

Mary frunció el ceño.

—No me gusta este lugar, Mike. Y no me gusta esa hermana, me pone los pelos de punta. ¿Has visto la forma en que les ordenó a aquellas dos monjas ancianas que se largaran? Creo que quería mantenerlas alejadas de nosotros.

—Sí, yo también lo he pensado —susurró Mike—. Me pregunto por qué no quieren que las monjas mayores nos hablen. Puede que recuerden cosas de nosotros…

La hermana Catherine volvió a entrar, acompañada de otra monja que se presentó como la madre superiora.

—Bienvenidos a la abadía de Sean Ross —dijo la madre Barbara en un tono que sugería que le habían hecho abandonar algún asunto más importante—. Entiendo que han nacido aquí y que, por supuesto, es natural que quieran ver el lugar. Son bienvenidos si desean echar un vistazo a los terrenos, pero debo pedirles que no alteren la tranquilidad de nuestras hermanas haciéndoles preguntas. Yo estoy a su servicio para cualquier información que requieran.

Mike le dio las gracias.

—Es muy amable, pero la verdad es que… queremos algo más que ver el lugar, reverenda madre. Nos gustaría que nos ayudara, si es posible, a descubrir algo sobre nuestras madres. De hecho, nos gustaría saber qué ha sido de ellas y dónde están en la actualidad.

La madre Barbara inclinó ligeramente la cabeza y lo miró por el rabillo del ojo.

—Bueno… Me temo que eso es en lo único en que no puedo ayudarles —dijo categóricamente—. No tenemos la libertad de divulgar información sobre nuestras chicas: simplemente, no sería justo vulnerar su privacidad. Las reglas son especialmente estrictas.

Mike no sabía qué era lo que esperaba, pero el tono autoritario del desplante de la hermana Barbara lo dejó de una pieza. Se oyó a sí mismo tartamudeando una patética protesta.

—Pero… Pero… Reverenda madre, usted es nuestra única esperanza. Nunca encontraremos a nuestras madres si usted no nos ayuda.

Una mirada de desagrado tiñó el rostro de la madre Barbara.

—No quiero ser insensible, pero ¿no es cierto que les encontramos madres y padres hace muchos años? Por su acento, supongo que fueron adoptados en Estados Unidos, y supongo que allí tendrán unos padres, ¿no es así? ¿No resulta injusto para con ellos venir aquí a buscar a alguien que los abandonó hace tantos años y a quien no han vuelto a ver desde entonces?

Mike y Mary se miraron. Habían hablado largo y tendido sobre sus padres adoptivos y, de hecho, les preocupaba que buscar a sus madres biológicas pudiera resultar doloroso para Marge.

Mike notó que Mary estaba a punto de darse por vencida e impidió rápidamente que hablara.

—Sí, reverenda madre. Ustedes nos buscaron, en efecto, unos nuevos padres y les estamos agradecidos. Pero me cuesta creer que nos impidan encontrar a nuestras madres biológicas. Supongo que en el convento guardan un archivo con todos los niños que han pasado por aquí y que en él se incluirán los nombres que nos pusieron al nacer y los nuevos nombres que nos dieron nuestros padres adoptivos. Así que ¿por qué iba a negarse, al menos, a hacer llegar una carta de un hijo a su madre? Así, su identidad seguiría estando protegida y no se vulneraría su privacidad.

Mike estaba empezando a hablar como un abogado y lamentó ligeramente el tono que había adoptado. A la madre Barbara no le gustaba que la sermonearan.

—Me temo que, definitivamente, eso es algo que no podemos hacer. Imagine el sufrimiento que dicha carta causaría, por no mencionar la posibilidad de que se confundieran las identidades o incluso de que pudieran ser ustedes unos impostores. Sin ánimo de ofender, ¿cómo puedo estar segura siquiera de que es usted quien dice ser? Creo que dijo que su nombre era Michael Hess, pero no recuerdo a ningún bebé con ese nombre.

Mike tenía la sensación de que aquello se le estaba yendo de las manos. Decidió probar con otra estrategia.

—Siempre nos han dicho que nuestras madres nos abandonaron al nacer, pero yo tengo claros recuerdos de que mi madre estuvo aquí conmigo en algún momento. ¿Puede que haya sido ese el caso, reverenda madre? ¿Estuvo aquí cuidando de mí?

A la madre Barbara se le estaba agotando la paciencia.

—Es posible que alguna de ellas se quedara aquí un tiempo —dijo con frialdad—. No esperará que recuerde todos y cada uno de los casos que llegaron hasta nosotras. Tuvimos cientos de madres y bebés.

Mike notó que la monja estaban a punto de dar por cerrado el pleito. Tendría que darse prisa si quería endosarle las preguntas que le quedaban por hacer.

—Desde luego, reverenda madre, lo entiendo. Pero estoy seguro de que usted tuvo mucho que ver en nuestros procesos de adopción. Creo haber visto su firma en algunos de los documentos. El nombre de mi hermana al nacer era Mary McDonald y el mío era Anthony Lee. Mi madre se llamaba Philomena Lee.

La madre Barbara pareció sobresaltarse al oír mencionar el nombre de Philomena. Mike se dio cuenta de ello y tuvo la certeza de que le había hecho recordar algo, así que su respuesta le sorprendió aún más.

—No, señor Hess, siento decepcionarlo, pero ese nombre no me dice nada. No recuerdo haber estado involucrada en su caso, ni en el de su hermana.

Pero Mike desconfiaba y su intuición le decía que debía insistir.

—Lo cierto, reverenda madre, es que tengo razones para creer que mi madre biológica me ha estado buscando y que podría haber entrado en contacto con usted, o incluso haber venido a visitarla como parte de su búsqueda.

Era un farol de abogado y no funcionó. La madre Barbara había recuperado la compostura y se limitó a levantarse para dar a entender que la entrevista había terminado.

Mientras daban media vuelta y se alejaban de la casa, Mike señaló en silencio un mayo blanco que se erguía sobre una parcela de hierba verde brillante, delante de una elevada estatua de alabastro de un ángel.