1968
Mike y Charlotte eran la comidilla del instituto Boylan y los chicos de la clase de Mike no tardaron en empezar a provocarlo, poniendo de manifiesto su envidia por la buena suerte que este tenía con groseros comentarios que el chico intentaba ignorar. Como no tenía muy claro si se estaban burlando de él o si lo admiraban, Mike respondía con una sonrisa tímida que no hacía más que confirmar las sospechas de sus compañeros acerca de su proeza sexual. Solo Jake Horvath habló en serio con él. Quería saber si de verdad amaba a Charlotte y cómo era estar enamorado. Mike era consciente de la sinceridad de las preguntas de Jake, pero este no obtuvo respuesta alguna.
—No lo sé —le dijo—. No sé lo que siento.
Las amigas de Charlotte montaron el numerito fingiendo felicitarla y luego se dedicaron a cuchichear entre ellas sobre «el plastón de maquillaje» que llevaba y que hacía que pareciera «tan golfa que no era de extrañar que el chico no se pudiera resistir».
El domingo que la familia Inhelder iba a ir a visitarlos, Doc y Marge andaban a todo correr de aquí para allá, ordenando la casa. Los Inhelder tenían su reputación en Rockford: se la consideraba una familia de «artistas». Todo el mundo sabía que la madre de Charlotte tocaba a Brahms y Mendelssohn en el piano de cola mignon que sus antepasados habían traído con ellos de Alemania; sus hermanos pintaban los decorados y echaban una mano como tramoyistas en las obras anuales de Boylan, y su padre, Otto… Bueno, él se dedicaba a coleccionar envoltorios de puros.
Aquella tarde resultó ser una de esas embarazosas ocasiones en las que todo el mundo sabe que hay algo suspendido en el aire, pero nadie aborda el tema. Otto lo hizo lo mejor que pudo.
—Bravo, junger Mann —le gritó a Mike mientras le estrechaba la mano para animarlo—. Sie haben ja eine schoene Stimme!
Mike sonrió torpemente, pero Mary se echó a reír.
—No sirve de nada hablar en alemán con Mikey, señor Inhelder: ¡es irlandés hasta la médula!
Otto se volvió hacia Doc frunciendo el ceño, confuso.
—Pero, señor Hess, yo creía que su familia era alemana de la cabeza a los pies. ¿No es así?
Doc se encogió de hombros.
—Él y Mary son adoptados. Los adoptamos en Irlanda. Esa es la verdad.
Otto miró a Charlotte, que se hallaba enfrente de él, y vio que su hija estaba tan sorprendida como él, pero, antes de que pudiera decir nada, su mujer le dio un codazo y el hombre tosió con frialdad.
—Bueno —le dijo a Mike—, como iba diciendo, jovencito, tienes una voz preciosa para cantar.
Mike sonrió de nuevo y le dio las gracias, pero al mismo tiempo observó a Charlotte por el rabillo del ojo.
El lunes Charlotte estuvo distante en el instituto y Mike le pidió que le dejara explicarle las cosas —la necesidad de disculparse había planeado sobre él toda la vida, como un albatros omnipresente—, pero Charlotte estaba dolida y no quiso saber nada.
—Mira, Mike —lloriqueó—. De verdad que no te entiendo. Creía que estábamos siendo sinceros el uno con el otro. Creía que nos lo contábamos todo. ¿Cómo crees que me sentí ayer cuando descubrí la cosa más importante, con diferencia, sobre ti delante de todo el mundo?
Mike intentó poner alguna objeción, pero Charlotte había metido la primera.
—¿Sabes cuál es tu problema, Michael Hess? Que nunca dejas que nadie se acerque a ti. Eres como un libro cerrado y no quieres que nadie vea qué hay dentro, ni siquiera yo. ¿Por qué no quieres que la gente te conozca? ¿Por qué no quieres que la gente te quiera?
Mike estuvo a punto de responder que aquello era una tontería, pero algo le decía que tal vez tenía razón. Antes de que le diera tiempo a analizar aquella idea, Charlotte le salió con otro reproche, esta vez con la clara intención de proporcionarle una escapatoria.
—Supongo que vas a decir que ser irlandés no significa mucho para ti —continuó—. ¿Es eso lo que me vas a decir?
Mike bajó la vista.
—No —respondió en voz baja—. Sí que significa mucho para mí. Muchísimo, por desgracia.
Los ojos de Charlotte brillaron con triunfal amargura.
—Bueno, entonces es lo que creía. ¡Es lo más importante de tu vida y no te molestas en contármelo! ¿Sabes lo que eso significa, Michael? Significa que no me amas.
Mike movió los pies y levantó la vista. Los ojos de Charlotte brillaban y el chico sintió un súbito arrebato de compasión por su dolor al haber sido rechazada.
—No digas que significa eso, Charlotte. No sé por qué nunca te he hablado de Irlanda, ni de que era adoptado. Puede que creyera que me rechazarías.
Charlotte lo miró, pensativa.
—Lo cierto, Mike, es que a mi padre no le gusta la idea de que me vea con alguien que finge ser alemán pero que es algo que ni se le parece.
—Yo nunca he fingido ser alemán —replicó Mike, indignado—. ¡Yo nunca he querido ser alemán! Quería ser lo que me correspondía. No es culpa mía haber acabado aquí. De todos modos, no me gusta hablar del tema. Por eso nunca te lo he contado. Odio hablar de ello.
Charlotte lo miró, vacilante.
—Echas de menos a tu verdadera madre, ¿es eso?
—No lo sé. A veces creo que no recuerdo nada de ella y otras veces es como si…, como si pudiera recordar la sensación que me producía.
Mike intentó poner palabras a sus pensamientos.
—¿Sabes? Es como…, como cuando oyes una canción que te encanta y no te la puedes quitar de la cabeza, pero un día se te olvida y, aunque todavía puedes recordar la sensación que te producía, nunca más podrás recuperarla. Así es como me siento.
Charlotte posó la mano sobre el brazo de Mike, pensando en lo diferente que era de los otros chicos. Todo lo que había sentido por él regresó al instante. Era tan sensible y vulnerable… Mike hacía que se olvidara de la tensión que sentía con otros chicos, de la sensación de que siempre estaban mirando hacia su sostén, de que siempre estaban pensando en ponerle las manos encima. La hacía sentirse a gusto y lo quería por ello.
—Mikey, lo entiendo —le aseguró, reconfortante—. Todos nos sentimos tristes y solos. Todos necesitamos a alguien que cuide de nosotros y que piense en lo que sentimos en vez de en lo que ellos quieren. Eso es lo que tú eres para mí y creo que eso es lo que yo soy para ti, o eso espero…, ¿no?
Mike reflexionó unos instantes y decidió que, probablemente, eso era lo que Charlotte representaba para él. Lo que quería de ella no eran los besos y los turbadores toqueteos en Oak Park; lo que él quería era la compasión, la preocupación y —sí, tal vez— el amor que le ofrecía.
Posó las manos sobre las de ella.
—Sí, así es —dijo suavemente—. Siento que… A veces estoy un poco de bajón. No lo entiendo en absoluto, porque aquí tengo una buena vida y una madre y un padre que cuidan de mí, y todo eso. Pero, aun así, me siento como si siempre me faltara algo…
—Bueno, yo puedo ser ese algo para ti, Mikey. Puedo estar ahí cuando me necesites.
Charlotte lo había interrumpido y había perdido el hilo; no estaba del todo seguro de que fuera ahí adonde lo estaban llevando sus pensamientos, pero la certeza de la muchacha le hizo olvidar el resto de opciones.
—Sí, claro —respondió, un poco indeciso.
Mike le habló a Jake Horvath de Charlotte y de las dudas que no conseguía quitarse de encima.
—¿Sabes, Jake? Dice que nunca me abro a ella y supongo que es verdad. Es como si algo dentro de mí me dijera que no debo acercarme demasiado a las personas por si me decepcionan. Como si supiera que me van a rechazar, así que no tiene sentido intentarlo siquiera. ¿Entiendes?
Jack asintió. Él también era un poco tímido.
—Sé lo que quieres decir, Mike. Pero nunca sabrás cómo pueden acabar las cosas si no te arriesgas. Creo que, a veces, deberías bajar la guardia.
Cuando Mike le habló de ello a Mary, esta lo entendió a la primera. Todos los huérfanos habían sido rechazados y no por cualquiera: el rechazo había venido de la persona más importante del mundo para ellos.
Mike y Charlotte empezaron a verse menos en las siguientes semanas. Charlotte les decía a sus amigos y tal vez también a sí misma que era porque su padre había prohibido su amor —estaban estudiando Romeo y Julieta en clase de Lengua y Charlotte estaba extasiada por lo trágico y romántico que era todo aquello—, pero sabía que las quejas de Otto eran más una fachada que otra cosa. La verdadera razón por la que se estaban distanciando era que su relación había cruzado la línea y había llegado a un punto en el que Mike no se sentía en absoluto cómodo. Le había abierto su corazón a Charlotte y se estaba arrepintiendo de ello. Cuantas más excusas encontraba para no verla, más se desconcertaba y se ofendía la muchacha.
«Él es así», pensaba. «En cuanto te acercas a él, retrocede…».
Mike empezó a pasar cada vez más tiempo con Jake Horvath. Cuando lo invitaba a Maplewood Drive, Jake decía que adoraba a Marge por su abnegada devoción a su marido y sus hijos, pero cuando oyó a Doc maldecir al Gobierno, llamando gilipollas e idiota a Lyndon B. Johnson, y exigir «que alguien ponga una bomba debajo de esos puñeteros demócratas antes de que destrocen todo el país», Jake miró a Mike e hizo una mueca. Los chicos ya pasaban casi todas las tardes el uno en casa del otro y, aunque no habían roto oficialmente, Mike evitaba las miradas de Charlotte cuando se topaban en los pasillos del instituto.
La llamada telefónica lo cambió todo. Tuvo lugar mientras Doc se encontraba en el trabajo y los chicos en el instituto. Marge, que estaba regando las plantas en el jardín trasero, se quitó los guantes mientras entraba corriendo en casa para contestar. La voz del otro lado de la línea era áspera y quebrada, ya no era la voz de Otto, el flemático burgués, sino la de un pobre hombre destrozado que estaba marcando todos los números de su agenda con la esperanza de que al compartir su repentina y terrible carga pudiera aligerar su insoportable peso de alguna manera.
—¿Marge? Marge, ¿eres tú? Soy Otto.
Marge notó la urgencia de su voz.
—Sí, Otto, soy yo. ¿Qué sucede?
Por un segundo pareció que se había cortado la comunicación, pero luego volvió lastimeramente a la vida.
—Charlotte… Se trata de Charlotte. Anoche… iba a la tienda. Eso es lo más… Eso es lo que no entiendo. ¿Y tú, Marge, lo entiendes?
Marge tragó saliva y vaciló.
—Otto, vas a tener que contarme qué ha pasado. Cuéntamelo despacio. Te escucho. Solo dime qué ha pasado.
La línea supuraba la pena de Otto.
—Mi niña, Marge. Es mi niña. La han matado…
Marge escuchó veinte minutos de dolor y pesar.
Charlotte y su hermano habían cogido el Buick de los Inhelder para dar una vuelta por Rockford por la noche. Tenían pensado quedar con unos amigos para tomar un par de Coca-Cola en la tienda de la calle State, pero nunca llegaron allí. En la calle North Second, un borracho en una furgoneta azul cruzó la mediana, invadió el carril izquierdo y se empotró de frente contra ellos. Charlotte, que nunca llevaba puesto el cinturón de seguridad, salió disparada por el parabrisas y chocó contra un camión. Su hermano se había salvado porque el volante le había golpeado el pecho y lo había dejado encajado contra el asiento. Otto dijo que estaba en el hospital y que los médicos le habían prometido que se pondría bien.
—Pero, Marge —dijo con una voz ronca y débil, como si la pena se lo hubiera llevado a una tierra distante e inhóspita, estirando y golpeando la etérea levedad de la línea que había entre ellos—, tuve que identificar… su cuerpo… en la morgue… Dios mío, Marge, era tan hermosa… Ningún padre debería tener que hacer eso, ¿verdad? Ningún hombre debería tener que hacer eso…
Los rumores sobre la tragedia de los Inhelder circularon por el instituto Boylan durante la mayor parte de la mañana. Después del almuerzo, el director los reunió a todos para comunicarles que el Señor había llamado a su lado a una de sus estudiantes más prometedoras e inteligentes.
Mike escuchó en silencio, cogió la mochila y volvió andando a casa, a Maplewood Drive. Marge lo recibió en la puerta y su hijo se derrumbó en sus brazos. Durante un cuarto de hora, permanecieron allí de pie, juntos, abrazándose y llorando.
La muerte cambia las cosas. Cambia lo que pensamos de las personas, cambia a los vivos y cambia a los muertos. Aquella tarde, Mike estaba tumbado en la cama mirando al techo y sintió que, finalmente, estaba empezando a entender la relación que había existido entre él y Charlotte. Tal y como lo veía ahora, nunca había dudado a la hora de comprometerse con ella, de ponerse a su merced, nunca había dudado en absoluto. Eran amantes y lo habrían seguido siendo toda la vida. Había puesto su destino en sus manos y ella había aceptado su amor eterno.
En esa nueva versión de los hechos, no cabía el remordimiento por cómo se había comportado. En la mente de Mike, él y Charlotte estaban prácticamente prometidos. Era un pensamiento reconfortante, una relación que se podía ver con total serenidad: nunca tendría que temer el rechazo de una novia muerta y los sentimientos inmovilizados con gelatina del pasado eran un territorio mucho más seguro que las ansiedades del presente. Pero, cuando en el instituto se celebró una ceremonia en recuerdo de Charlotte una semana después, Mike se sorprendió al enterarse de que Greg Tucker iba a cantar una elegía en su memoria. Sabía que Charlotte había sido novia de Greg, pero siempre había creído que ya no estaban juntos cuando se habían visto por primera vez en las audiciones de la señora Finucane. Le impactó darse cuenta de que era Greg y no él quien había sido entronizado como novio de Charlotte.