SIETE

1975

Mike pasó el verano de 1975 frecuentando el Centro de Artes Escénicas Kennedy, en el centro de Washington D. C. Así es como lo contaba porque resultaba impresionante, pero luego se reía y añadía: «Sí, me paso por allí por la noche, por el recibidor del ala sur durante el intermedio. ¡Consigo que se forme una buena cola para comprar nubes, gominolas y barritas de caramelo!».

Desde su apertura en 1971, la concesión del puesto de caramelos del Centro Kennedy la llevaba un matrimonio mayor que reclutaba personal de refuerzo para las vacaciones en la vecina universidad, ofreciendo un modesto salario y el considerable atractivo de la entrada gratis a las actuaciones de la sala de conciertos y del teatro de la ópera. Cuando el verano llegó a su fin, Mike ya había visto a Pearl Bailey cantando en directo, a la Filarmónica de Berlín dirigida por Karajan, al ballet Bolshoi bailando Espartaco, varias representaciones de La gata sobre el tejado de zinc y la puesta en escena de De ratones y hombres, de Steinbeck.

Después estaba la oportunidad que le proporcionaba aquel trabajo de conocer a extraños interesantes. De hecho, intercambiaba significativas miradas por encima de las chocolatinas Hershey Bar y los Twizzlers con jóvenes de fuera de la ciudad que buscaban un poco de contacto y bienestar en una ciudad desconocida. Él se los llevaba a su cuarto de Thurston Hall y allí les ofrecía hospitalidad y tiernos cuidados, pero, entre las distracciones veraniegas, no dejaba de pensar en David Carlin. Se lo imaginaba de vuelta en su casa de Pensilvania, con la familia que parecía odiar la esencia más profunda de su identidad y que lo había torturado para cambiarla.

Cuando las clases se reanudaron en septiembre, la emoción que sentía por la perspectiva de ver a David le sorprendió. Vio que la dirección del chico para el nuevo curso escolar que constaba en el registro de la universidad era el 2025 de la calle 1 NW. Por la tarde se puso la chaqueta y caminó hacia el norte de Thurston por la 20 hasta llegar al triángulo de vegetación conocido como Monroe Park, donde los indigentes bebían whisky y se despatarraban sobre los bancos de madera gastados. Al otro lado de la calle, identificó el alto edificio de ladrillo y vio a un grupo de estudiantes con sus madres y sus padres descargando maletas y enormes radiocasetes de coches con matrícula de fuera de la ciudad. Se sentó en un banco y seguía allí cuando David salió del vestíbulo con un cigarrillo entre los dedos, exhalando humo por entre sus redondeados labios y observando cómo ascendía en la tarde iluminada de neón. Bajo el dosel verde del toldo, se recortaba aquella oscura figura con las cejas fruncidas y el aire preocupado que Mike encontraba tan fascinante. Llevaba una chaqueta de tweed y unos pantalones de pana marrones y caminaba demasiado erguido, o eso le pareció a Mike. Al resto del mundo le parecería la persona más heterosexual de la faz de la tierra, un soltero en edad de merecer con largos años de matrimonio por delante. En cuanto Mike le dio la vuelta a la imagen mentalmente, empezó a gustarle la idea. Si tenía un tipo de hombre, eran los tíos que vestían como él, con ropa sencilla, discreta, tal vez un poco pija, sin el exceso y el amaneramiento exagerado de los homosexuales declarados. Su fantasía, cuando iba de caza a los bares de intercambio de parejas, era pescar a un hombre casado heterosexual y abrirle los ojos al amor que secretamente deseaba pero que nunca conocería hasta toparse con Mike. Se estaba imaginando lánguidamente a David Carlin en su papel de ligue casado, cuando una chica alta y rubia, con largas piernas enfundadas en un par de medias y una minifalda salió corriendo del edificio y se lanzó al cuello de David para darle un largo abrazo, claramente de carácter amoroso. Para Mike, que todavía no había emergido de su mundo de fantasía, aquello encajaba perfectamente, de algún modo, en la excitante historia que se estaba montando en la cabeza. Pero entonces se dio cuenta de que lo de la chica no era ninguna fantasía y de que David le estaba devolviendo los besos. Por un instante se quedó mirando, sorprendido, y luego se levantó con rigidez del banco del parque y desapareció entre las sombras de la avenida Pensilvania.

Entre el turno de tarde de la WRGW estaba empezando a cundir el pánico. Eran más de las diez menos cuarto y faltaban menos de quince minutos para que Mike por la noche entrara en antena. El productor, Rick Moock, había probado a llamar a Thurston, pero el conserje le había dicho que no había visto a Mike Hess desde antes de la cena. Rick estaba discutiendo con el director del estudio si poner una cinta de un programa antiguo o meterse él en harina, cuando Mike entró en el cuarto de producción y tiró la chaqueta sobre la silla.

—Vale, tíos —dijo—. Sé que llego tarde, pero dejadme en paz. Dadme solamente los tres primeros temas y empezaré desde ahí, ¿de acuerdo? Pásame lo nuevo de Art Garfunkel, ¿quieres?

Pero Rick estaba enfadado con Mike y quería que lo supiera.

—De eso nada, Mike. Eso de llegar cuando el programa está casi en el aire y pensar que puedes apañártelas improvisando no es nada profesional. En tu ausencia, Paul y yo hemos decidido cuál será la lista de temas y vamos a abrir con Bowie, luego irán Janis Ian y Glen Campbell, es el número uno, por si no te has dado cuenta.

Mike estaba histérico y no quería discutir, pero, con la mente a mil por hora, ideó rápidamente un plan.

—Está bien, chicos. Lo siento, ¿vale? Pondremos a Bowie y a todo el resto, pero dejadme abrir con Garfunkel, ¿queréis? No es mucho pedir.

Rick miró el reloj y vio que no había tiempo para discutir. Le tendió el disco a Mike.

—Está bien, Mike. Tú ganas. Pero en cuanto acabe el programa, quiero una explicación.

Mike sonrió agradecido, cogió el disco y subió las escaleras para ir al estudio número cinco, donde la cabina lo esperaba y el programa de noticias de la NBC estaba a punto de concluir.

—Muy buenas noches, soy Mike, y esto es Mike por la noche.

Mientras el tocadiscos zumbaba y Art Garfunkel canturreaba su resucitada balada de amor, Rick Moock se preguntaba cómo era posible que Mike tuviera aquella habilidad para pasar del estrés de la vida real a convertirse en la calma personificada en las ondas.

—Y ese era Art Garfunkel, chicos y chicas —dijo, entonando con su profunda voz mientras finalizaba el tema—. «I Only Have Eyes for You». El número dieciocho de los cien mejores de Billboard que esta noche va dedicado a un chico muy especial con un mensaje de su antiguo supervisor residente…

Rick gesticuló a través del cristal del estudio y levantó las manos para preguntarle qué creía que estaba haciendo, pero Mike ya estaba leyendo la letra de la canción con tal intensidad y sentimiento que hasta los mayores estereotipos parecían vibrar repentinamente de significado.

—«Mi pasión debe de ser una especie de amor ciego» —murmuró, en voz baja y grave.

Solo te veo a ti.

¿Han salido hoy las estrellas?

No sé si está nublado o hace sol,

porque solo tengo ojos para ti.

Estás aquí y yo también.

Tal vez pasen millones de personas.

Pero las pierdo a todas de vista

y solo tengo ojos para ti…

Después del programa, Mike no se quedó. Volvió corriendo a su habitación de Thurston Hall y se tiró, exhausto, en el maltrecho sofá. Eran las dos de la mañana cuando miró los números verdes fluorescentes de la alarma de la radio y se dio cuenta de que el pájaro carpintero que le había estado incordiando en sueños era alguien llamando a la puerta. Cuando la abrió, todavía medio dormido, vio a David y lo estrechó entre sus brazos.

Aquella primera noche fue lo más maravilloso que Mike había vivido jamás. Los minutos frenéticos que dedicaban a hacer el amor, con una intensidad rítmica e hipnótica, se alternaban con la tranquilidad más profunda y perfecta, mientras permanecían tumbados en la estrecha cama al lado de la ventana, observando embelesados y maravillados la noche de Washington. Antes del amanecer, Mike señaló las brillantes constelaciones de exóticos nombres que el fallecido obispo le había descrito en su día y, por la mañana, fueron a comer arándanos al quiosco de Port of Piraeus, en la 21 con la M, prácticamente en silencio, o hablando de pronto los dos a la vez y riéndose de su propia torpeza. Rellenaron las tazas de café varias veces hasta que se produjo una señal tácita y se levantaron a la vez para volver paseando del brazo hasta Thurston, a su nido de amor.

Pasó el día y llegó la noche; luego otro día y otra noche, y seguían aferrados el uno al otro. Pidieron comida del Kozy Korner que estaba cerca de Dupont y se aislaron del mundo. Las persianas estaban cerradas, el teléfono desconectado, vivían en un reino donde el tiempo y la vida permanecían en suspenso en honor de una fuerza mayor y más poderosa. David dijo que ya entendía cómo Kathleen Ferrier podía cantar aquella canción tan hermosa, en la que decía que estaba muerta para el desorden del mundo y que vivía únicamente en un maravilloso paraíso de belleza y amor. Mike asintió y tomó nota mentalmente de escuchar el disco de Kathleen Ferrier que tenían en los archivos de la WRGW.

Fueron las tareas de Mike como supervisor residente lo que los separó. Cuando el conserje llamó a la puerta para recordarle lo de la fiesta de bienvenida para los novatos, Mike se estremeció como si la plebe hubiera asaltado el templo.

David se echó a reír.

—Venga, cielo, no te preocupes. Tú tienes que cuidar a tus niñitos y a tus niñitas. Y yo tengo que ir a mi apartamento, no estaría de más que trabajara un poco, la verdad.

Parecía tan sereno que Mike no podía creer que fuera el mismo tío que hacía tres meses había irrumpido en su vida rezumando nerviosismo y agitación. Aunque, pensándolo bien, él mismo se sorprendía al sentirse tan en calma, mucho más en paz de lo que se había sentido en meses. Era como si él y David hubieran estado llenos de energía eléctrica peligrosa y chispeante y, al juntarse, esta se hubiera descargado y neutralizado.