SIETE

1961-1963

Para Mary, el colegio era un tormento. Desbordante de energía juvenil, le costaba aceptar la disciplina y sus notas estaban en la media con suerte. Era incapaz de estarse quieta delante de un libro y ansiaba salir afuera a trepar a los árboles o a jugar en los campos de los alrededores de Maplewood Drive.

Exasperada por su comportamiento, la señora Hummers, su profesora, convocó a Doc y a Marge a una reunión. Les explicó que Mary necesitaba aprender respeto y obediencia; necesitaba calmarse y sentarse tranquilamente a la mesa, escuchar a la profesora y concentrarse en la lección en lugar de moverse sin parar y mirar por la ventana.

—Me cuesta creer que sea la hermana del joven Michael —dijo la señora Hummers—. Él es un hombrecito tan dulce y tranquilo, siempre diligente con su trabajo y nunca causa ningún problema. ¡Pero ella es más rebelde que cualquier chico!

—Esos malditos niños —había refunfuñado Doc en el coche, de vuelta a casa—. Son al revés. —Marge lo miró, desconcertada—. La niña debería portarse mejor, como el niño —había continuado diciendo, con los ojos fijos en la carretera—, y él debería ser más como ella. ¡Resulta condenadamente afeminado!

Aunque Mike no había hecho muchos amigos entre los monaguillos —lo consideraban un estirado, porque se negaba a participar en sus bromas y les preocupaba que se pudiera chivar a su tío, el obispo—, tenía una relación muy estrecha con uno de ellos. Jake Horvath era de la misma edad que Mike y compartía algunas de sus serias preocupaciones. El tío de Jake era un prelado de la diócesis de Rockford y, cada mañana, mientras serpenteaban para meterse dentro de las sotanas blancas y las sobrepellices de encaje, intercambiaban chismorreos que habían oído a sus sacerdotales parientes. A Mike le encantaban aquellos cuchicheantes momentos secretos y, tal vez incluso más que aquello, le encantaba el ritual de vestirse, la transformación que llevaban a cabo —como Clark Kent— para pasar de ser personas del montón a suministradores de la verdad trascendental. Para él, el frufrú de los suaves hábitos blancos evocaba imágenes efímeras, nunca demasiado definidas sino sugerentes, del mundo que hacía tanto tiempo había habitado y que había perdido. Aquel ritual y las vestiduras le daban la oportunidad de ser otra persona, de dejar de ser quien era, el huérfano marginado al que odiaba.

Loras Lane debía volar a Roma para la presentación del Concilio Vaticano en octubre de 1962. Había renovado el pasaporte, reservado el billete de avión y organizado los asuntos diocesanos para su ausencia, pero una semana antes de la partida se desmayó en la salita de su residencia. El doctor West, que había ido volando a examinarlo, llegó a la conclusión de que lo único que necesitaba era reposo absoluto y una dieta proteica, pero le mandó hacer unos análisis de sangre en el hospital Rockford Memorial de todas maneras.

Cuando llegaron los resultados, el doctor West ya no fue tan tranquilizador.

—Excelencia —dijo vacilante—, ¿ha sufrido alguna dolencia o enfermedad grave en su vida de la que yo no esté al tanto?

Loras reflexionó unos instantes y mencionó los dos enigmáticos y dolorosos meses que había pasado en la adolescencia. Había tenido que dejar de ir al colegio, había perdido varios kilos de peso y le había aparecido sangre en la orina.

El doctor West frunció el ceño.

—¿Y los médicos nunca hicieron un diagnóstico específico? Porque a mí eso me suena a un caso clásico de nefritis.

El padre Hiller era director espiritual de vocaciones en la diócesis de Rockford y había visto a innumerables niños que creían que tenían vocación sacerdotal. Normalmente, podía distinguir entre los candidatos serios y los soñadores, pero Michael Hess era un enigma. Sus palabras eran las correctas —y era sobrino del obispo—, pero había algo extraño en las razones por las que quería unirse al sacerdocio. El propio Mike no tenía clara su motivación: estaba relacionada con su obsesión compulsiva por el poder del ritual, pero no conseguía verbalizarlo. Hiller le recomendó que participara en un retiro de dos semanas que organizaba la diócesis.

El lugar de retiro era un centro diocesano situado al sureste de Rockford, en los bosques que había a orillas del río Rock. Había hogueras y canciones a coro, barbacoas y rezos. Asistieron varios curas jóvenes para compartir sus experiencias y responder a las preguntas de los niños sobre las exigencias del celibato y el punto de vista de la Iglesia sobre la homosexualidad, la amenaza comunista y la presencia real en la eucaristía: «¿El pan de la comunión de verdad se ha transformado en el cuerpo de Cristo antes de que nos lo comamos?». Para algunos de los chicos, aquello no era más que un campamento de verano —había juegos violentos y alcohol de contrabando—, pero Mike se lo tomó en serio. Respetaba las reglas de silencio y los períodos de contemplación, ignorando los cuchicheos, los guiños y las muecas que alteraban la solemnidad del retiro. Mike rezaba constantemente y le preocupaba la autenticidad de su vocación. Rezaba para recibir una señal y es posible que la obtuviera.

Cuando las dos semanas llegaron a su fin, a los niños les mandaron pasar la tarde meditando en privado antes de que el autobús los llevara de vuelta a casa. Mike encontró un rincón solitario al lado del arroyo y se arrodilló para rezar.

«Señor, muéstrame lo que quieres que sea; dame una señal y la seguiré; dame una vocación y la llevaré a cabo; haz de mí una buena persona, Señor. Por favor, Señor, haz que sea bueno…».

Cuando levantó la cabeza, el sol había desaparecido y las nubes se estaban amontonando. Al mirar el reloj, se dio cuenta horrorizado de que habían pasado dos horas. Regresó al centro de retiro a todo correr, con el corazón abrumado por un presentimiento, y le entró pánico al encontrárselo desierto.

«Se han olvidado de ti», susurró una voz, y todas las viejas inseguridades, el miedo al abandono y al rechazo lo invadieron. Empezó a correr por las habitaciones vacías, con la esperanza de que todo hubiera sido un error y que estuvieran todos apiñados debatiendo acaloradamente o que se hubieran escondido de él para gastarle una broma cruel. Cualquier cosa salvo la terrible realidad: que se habían olvidado de él, que era una persona a la que no merecía la pena recordar, que lo habían dejado completamente solo.

Cuando el padre Hiller volvió a buscarlo dos horas después, avergonzado por su error, encontró a Mike desplomado sobre las baldosas blancas y negras del baño, con la cara manchada por las lágrimas y mirando fijamente por la ventana.

Regresaron juntos en silencio y, aunque Mike continuó cumpliendo sus tareas como monaguillo, no volvió a hablar de la vocación sacerdotal que había sido su obsesión, ni siquiera a reconocerla.