SIETE

Drumcondra

Joe Coram y Frank Aiken todavía seguían discutiendo cuando el Humber Hawk negro salió del patio de Iveagh House hacia Stephen’s Green. Joe tenía la sensación de que les habían concedido aquella audiencia en Drumcondra un poco a regañadientes, pero se alegraba de que Frank hubiera insistido. Sabía que su jefe se encontraba entre Escila y Caribdis en lo que a aquel asunto se refería, y él estaba intentando guiarlo sutilmente hacia sus rocas preferidas.

—Nuestro problema es que hemos dejado que la Iglesia hiciera lo que quisiera durante demasiado tiempo, Frank. Las monjas creen que esos bebés les pertenecen y a las pobres chicas les han sorbido el seso de tal forma convenciéndolas de que son unas pecadoras que hacen lo que dicen las monjas. La mitad de las veces la madre superiora despacha a los niños sin decírselo siquiera a las madres. Sin consultas, sin consentimientos y sin despedidas. Al menos la Ley de Adopción detendrá el envío de niños al extranjero sin el consentimiento escrito de la madre. No es mucho, pero por algo se empieza. —En su rincón del asiento trasero, Frank Aiken permaneció en silencio. El coche circulaba lentamente en dirección norte por la calle O’Connell, hacia Croke Park. Joe siguió espoleando la indignación de su jefe—. El Estado es cómplice, Frank. Hemos dado por sentada la disponibilidad e idoneidad de las intituciones para madres solteras como medio para solucionar el problema. Pero esos hogares funcionan al margen de nuestras normas. Son los fondos públicos los que permiten que el sistema siga funcionando, pero solo la Iglesia tiene autoridad sobre ellos y acceso a sus ingresos. —Joe vio que Aiken estaba asintiendo y decidió arriesgarse con un argumento que anteriormente había considerado demasiado provocador—. Y, para ser francos, siempre nos ha convenido no hacer enfadar a la jerarquía eclasiástica. La raíz del problema es la cobardía. Si los políticos se enfrentaran a McQuaid, ¿quién sabe qué les diría a los sacerdotes que incluyeran en los sermones? Si todos y cada uno de los curas desde Cork hasta Donegal empezaran a rezar en contra del Gobierno, ¿cuáles serían sus opciones de ser reelegido? De Valera lo sabe perfectamente, por eso son como uña y carne. Le digas lo que le digas a McQuaid esta noche, este sistema le conviene a demasiada gente. Cada niño enviado a Estados Unidos es un donativo más para la Iglesia y un problema menos para el Estado. A todos les conviene dejar las cosas como están.

Habían llegado ya a Drumcondra y estaban recorriendo el camino rodeado de árboles que conducía al palacio del arzobispo cuando Aiken finalmente gruñó:

—Así que todos están encantados salvo nosotros, ¿no? ¿Todo el mundo sale ganando menos el pobre Ministerio de Asuntos Exteriores? ¿Y encima pretenden dejarnos en ridículo por expedir unos malditos pasaportes? Pues eso ya lo veremos.

A las siete menos cinco —ni más ni menos que veinticinco minutos después de la hora prevista para la reunión—, un sacerdote achaparrado con una sotana elegantemente planchada abrió la puerta de la antesala.

—El arzobispo los recibirá ahora mismo, caballeros. Síganme, por favor.

El padre Cecil Barrett, director de la Agencia Católica de Prestaciones Sociales y asesor de McQuaid en cuestiones de política familiar, los condujo al estudio del arzobispo y les hizo aproximarse a la figura recortada que se sentaba tras un gran escritorio de caoba en el extremo de una sala tenuemente iluminada. John Charles McQuaid levantó la vista del documento que estaba estudiando y les ofreció el anillo que llevaba en el dedo índice de la mano izquierda, que dejó caer lánguidamente. Frank Aiken dio un paso al frente y lo besó. Para su sorpresa, Joe Coram hizo lo propio.

McQuaid en persona era un ser menudo y considerablemente apocado. Cuando se levantó para unirse a ellos en la mesa redonda cubierta con un tapete, sus visitantes pudieron ver los hombros encorvados y la piel cetrina de sus macilentas mejillas. Parecía que los cincuenta y siete años que tenía le pesaban. Hacía doce años que era arzobispo y había consolidado su poder absoluto gracias a su habilidad para hacer la corte a los políticos del país. Eamon de Valera había caído bajo su hechizo hasta tal punto que McQuaid había sido invitado a revisar la Constitución irlandesa antes de que se hiciera pública: la «posición especial de la Iglesia católica en el Estado irlandés», nada de divorcio ni aborto, y la «responsabilidad especial» de la Iglesia sobre las escuelas y los hospitales eran disposiciones salidas de la pluma de McQuaid.

A cambio, la jerarquía eclasiástica había apoyado a De Valera en las duras y en las maduras. Frank Aiken sabía que no ganaba nada atacando al arzobispo.

—Le agradezco que nos haya recibido, Ilustrísima —dijo para empezar—. Sé que es un hombre ocupado, pero creo que podríamos tener un interés compartido en revisar la reciente y desafortunada publicidad otorgada a ciertos aspectos de la política de adopciones de este país, que podría resultar potencialmente perjudicial para el prestigio tanto de la Iglesia como del Gobierno…

McQuaid alzó una ceja.

—Entiendo, señor ministro, que dicho asunto sea perjudicial para su ministerio. Pero no tengo claro que el prestigio de la Santa Iglesia se vea mermado en modo alguno por el hecho de que el Ministerio de Asuntos Exteriores haya sido criticado por su falta de… cautela.

Frank Aiken se revolvió en el asiento y miró a Joe Coram.

—Ciertamente, Ilustrísima. Como bien sabe, hemos sido censurados. Y me complace informarle de que hemos tomado medidas. No obstante, el hecho de que la Iglesia sea responsable…

McQuaid le interrumpió.

—Señor ministro, si me permite, creo que las medidas que yo he tomado darán excelentes resultados a la hora de resolver el problema del que habla. En cuanto a esos desafortunados informes, me he entrevistado en privado con el Taoiseach y, tras nuestra conversación, tanto la dirección del aeropuerto de Shannon como el director de la compañía aérea Pan Am han recibido instrucciones para evitar cualquier tipo de publicidad referente al transporte de niños a Norteamérica. Me complace comunicarle que el padre Barrett ha recibido confirmación por escrito de que respetarán nuestra petición. Supongo que coincidirá en que se trata de un resultado satisfactorio.

Aiken gruñó y estuvo a punto de ceder, pero Joe Coram le dio una patadita en el tobillo.

—Ilustrísima —dijo Aiken—, esas noticias son bien recibidas. Evitar las especulaciones inútiles de la prensa es un objetivo importante. Pero mi ministerio tiene más preocupaciones que las meramente… comunicativas, por así decirlo. Como bien sabe, este Gobierno ha estado negociando con el fin de introducir la legislación necesaria para gestionar la manera en que funciona el sistema de adopción en sí mismo. Mi ministerio cree que el caso del niño Tommy Kavanagh pone de manifiesto un defecto de forma en el envío de los niños al extranjero, por parte de las autoridades eclesiásticas, para que se reúnan con sus padres adoptivos.

McQuaid lo miró fijamente.

—Supongo, señor ministro, que no estará proponiendo cambios en la autoridad de la Iglesia en lo que a políticas de adopción se refiere, ¿verdad? —inquirió el prelado en tono monótono y amigable—. A mí no me parece que el Estado, con su carencia de instalaciones para hacer frente al problema de los huérfanos, se encuentre en posición de hacerse responsable.

Parecía que Aiken no tenía muy claro cómo actuar. Joe Coram le pasó una nota escrita a mano. Frank le echó un vistazo y tosió.

—Ilustrísima. La envergadura del problema de los huérfanos en nuestro país es considerable y los esfuerzos de la Iglesia católica para lidiar con él son muy estimados. Sin embargo, y teniendo en cuenta que nos encontramos en la segunda mitad del siglo XX, creemos que cabría la posibilidad de abordarlo como una cuestión social, más que moral, por decirlo de alguna manera. Consideramos que es posible que haya dejado de existir la acuciante necesidad de que las mujeres que conciben fuera del matrimonio sean confinadas y que algún elemento de apoyo social, un programa de bienestar respaldado por el Estado, podría permitir a muchas de ellas conservar a sus bebés e integrarlos en la comunidad. En Inglaterra se ha introducido un esquema similar y…

El arzobispo sonrió a los visitantes como un padre sonreiría a un hijo descarriado.

—Señor ministro, está infravalorando tanto la magnitud como la naturaleza del problema. La ilegitimidad es fundamentalmente una cuestión moral y la Iglesia fallaría en su entrega a Dios si permitiera que esta fuera ignorada. Supongo que habrá leído el libro del padre Barrett publicado el mes pasado sobre este tema. Padre Barrett —solicitó el arzobispo mientras le hacía señas a su asesor para que diera un paso al frente—, por favor, ofrézcales a estos caballeros un ejemplar de su obra.

Cecil Barrett inclinó la cabeza ligeramente y le tendió a Frank Aiken un fino volumen en el que se leía en letras azules sobre una cubierta rosa: Adopción: el padre, el hijo, el hogar.

—Si me permiten indicarles los pasajes relevantes… —señaló Barrett. Luego se inclinó sobre el libro y lo abrió—. Como verán, hay pruebas claras de que las mujeres que se permiten engendrar dichos hijos son, en su gran mayoría, graves pecadoras con serios problemas morales. Existen datos científicos que demuestran que los retoños de las mujeres caídas en desgracia están predestinados a convertirse en rebeldes y a sufrir complejos análogos a los de ciertos inválidos. Eso está científicamente comprobado. Dichos vástagos están abocados al sufrimiento y, a menudo, al fracaso. Ningún tipo de ayuda material o social, como ustedes proponen, sería útil para esa gente si las cuentas de la fábrica espiritual de la madre no han sido saldadas. Las madres pecadoras no son aptas para tener la custodia de sus propios hijos. Por lo tanto, sería una crueldad para ambos permitir que permanecieran juntos.

Frank Aiken no era el tipo de hombre al que le gusta que le den sermones. Su respuesta fue brusca.

—Caballeros, les agradezco su explicación del posicionamiento de la Iglesia. Me gustaría aclarar por qué soy reacio a aceptarlo. Para empezar, está la parte económica del asunto. —Aiken rebuscó entre un montón de papeles y sacó el informe de Joe—. Ilustrísima. Esto es lo que hay. Nuestras cifras indican que actualmente existen más de cuatro mil niños en hogares católicos para madres y bebés. Cuando las mujeres acuden a las hermanas, renuncian a sus hijos y a tres años de su vida. ¿Estamos de acuerdo en eso? Una vez que ha nacido el bebé, se quedan allí y trabajan para las monjas en las lavanderías, en los campos, en los invernaderos comerciales, cocinando y sirviendo la comida, o elaborando rosarios de cuentas, mientras que la Iglesia se queda con los beneficios —manifestó Aiken. El ministro analizó las caras de los clérigos—. Eso además de lo que les paga el Estado por cada una de las internas. Una suma que hoy por hoy asciende, según tengo entendido, a una libra por madre y a dos chelines y seis peniques por niño a la semana. Una fuente de ingresos bastante ventajosa para la Iglesia. Ahora bien, la única manera que tiene una mujer de evitar los tres años de trabajo es que su familia pague cien libras directamente a la madre superiora, en cuyo caso creo que es libre de irse una semana después de que el bebé haya nacido. Pero, en cualquiera de los casos, la cuestión es que no puede quedarse con su bebé. ¿Correcto? —inquirió el ministro. McQuaid y Barrett hicieron ademán de interrumpir, pero Aiken estaba lanzado—. ¿Y qué hacen con los bebés una vez que la madre se ha ido? Entiendo que las hermanas han vendido miles de ellos a estadounidenses de los que no tenemos ninguna información y que, por lo que nosotros sabemos, bien podrían estar asesinando a esos pobrecillos. ¿Y los que se quedan atrás? Bueno, ustedes han bloqueado la legislación de adopciones, así que van a parar a nuestros maravillosos orfanatos, a nuestras preciosas y amorosas escuelas industriales. Todos ellos gestionados por la Iglesia, por supuesto, ¡así que continuamos pagándoles! El Estado no tiene ningún control sobre lo que los hermanos y hermanas les hacen, pero lo que es seguro es que no los tienen en palmitas. La mitad de ellos salen tan afectados que se pasan el resto de sus vidas intentando recuperarse… o acaban convertidos en rufianes y criminales.

Frank Aiken había metido la primera y apenas era consciente de que había llegado más lejos de lo deseado. El arzobispo no era un hombre al que conviniera enfadar y Aiken esperaba una reprimenda, pero, para su sorpresa, McQuaid respondió con la voz temblorosa por la emoción.

—Señor ministro, le ruego disculpas. Me está acusando de poner a nuestros niños en peligro. Eso no es justo. Yo adoro a esos niños, señor ministro. Los adoro.

Dicho lo cual, se puso en pie, se recogió el hábito de seda y salió apresuradamente de la habitación.