SEIS

1974-1975

Cuando Mike llegó a Washington D. C. en septiembre de 1974, lo hizo con dinero en la cuenta bancaria y energías renovadas. No había estado en la capital desde las prácticas con el senador Dirksen. Recordaba el lugar con muchísima emoción y tenía puestas en él nuevas expectativas. La licenciatura en Administración Pública le había enseñado a disfrutar de la política y cada vez estaba más convencido de que su futuro se encontraba en ese mundo. Sabía que la homofobia —especialmente por parte del Partido Republicano— le dificultaría las cosas, pero intentaba no pensar en ello. De momento, su objetivo era superar con éxito los estudios de Derecho, lo que le abriría las puertas de la clase política.

La primera impresión que tuvo de Thurston Hall no fue precisamente buena. El edifico de ladrillo rojo de la década de 1930, que estaba en la esquina de la 19 y la F, se erguía sobre la acera como una fortaleza. Había sido un bloque de apartamentos antes de que la universidad George Washington se lo quedara y sus nueve pisos alojaban a más de mil estudiantes. A Mike le habían asignado la asistencia interna del último piso y, mientras salía del ascensor, un ruido ensordecedor le dio la bienvenida. Los estudiantes vivían en habitaciones dobles situadas a los lados de un pasillo central, los radiocasetes emitían música rock a todo volumen y era como si todos estuvieran gritando a la vez. Mike tenía su propio apartamento con cocina y baño y arrastró las maletas por el pasillo hasta que lo encontró.

Una vez dentro, cerró la puerta con llave y se dejó caer en el maltrecho sofá, mientras se preguntaba cómo iba a sobrevivir a un año, o dos, o tres en aquel pandemonio. Sacó el contrato de supervisor residente y leyó su lista de deberes: «Proporcionar supervisión, modificación de conductas y orientación; asegurarse de que los estudiantes se levantan a tiempo para ir a clase; asegurarse de que los estudiantes visten de forma apropiada; supervisar las tareas rutinarias de higiene personal y de las habitaciones; proporcionar asesoramiento informal relacionado con la gestión del estrés y los problemas personales; servir de puente entre los estudiantes y el personal…». La lista seguía y seguía.

Mike decidió que necesitaba una cerveza. Sujetó la placa que le habían dado con su nombre a la solapa de la chaqueta y se aventuró a ir hacia el ascensor. Por el camino, lo abordó un grupo de novatos que querían saber por qué no funcionaba la nevera y cómo era posible que pagaran el alquiler para no tener los servicios adecuados, etcétera. Mike los miró, se lo pensó unos instantes y les dijo que lo escribieran todo por triplicado y se lo enviaran al decano.

Durante las siguientes semanas, escuchó innumerables historias de terror sobre Thurston: sobre las sentadas y los amoríos, las protestas y el vandalismo, las fiestas nocturnas y las vomitonas constantes en las escaleras, y sobre la reputación que tenía como residencia más sexualmente activa no solo de la universidad, sino de todo el país. En la práctica, la cosa no estaba tan mal. Mike se acostumbró al ruido y al caos y, al cabo de un par de meses, ya ni los notaba. Todos los estudiantes de los que él se hacía cargo eran novatos, tenían entre diecisiete y dieciocho años y la mayoría se portaban bien. Se dio cuenta de que no tenía que preocuparse de la mayoría de las tareas del contrato y llegó a un acuerdo con una docena de estudiantes que actuaban como sus ojos y sus oídos en el piso. Los pocos alborotadores con los que no podía, simplemente, seguían a lo suyo. Mike se imaginaba que no merecía la pena intentar ningún tipo de «modificación de comportamiento», así que los dejaba en paz.

Al mismo tiempo, estaba empezando a adaptarse a la facultad de Derecho. Después del relajado ambiente de Notre Dame, los estudiantes de la universidad George Washington le parecían resueltos y serios. Mike había aprendido las bases del sistema legal en los cursos preparatorios y quería licenciarse en Derecho Constitucional. Le fascinaba la forma en que los temas legales influían en la vida política del país y había decidido hacer la tesis sobre la reordenación y la manipulación de los distritos electorales. El tema estaba en boga desde que el censo de 1970 había hecho que variara el número de representantes que cada estado enviaba al Congreso. A los estados cuyas poblaciones habían crecido se les asignaban más escaños en Washington y a aquellos cuyo número de votantes había disminuido les adjudicaban menos. Había surgido la controversia sobre la forma en que algunos estados habían redibujado sus distritos electorales para que influyera en el número de escaños. En muchos casos, se había denunciado que el partido que controlaba la asamblea legislativa estatal había establecido los nuevos límites para agrupar a los votantes de manera que fuera más probable que eligieran a sus propios candidatos. Se habían creado algunos distritos con una forma ridícula y los casos más evidentes de manipulación de distritos electorales estaban siendo llevados ante los tribunales.

Aunque Mike admiraba al resto de alumnos de su clase, no estableció una relación de amistad con ellos. Quería tener una vida fuera de las aulas y su talento pinchando discos le abrió puertas. A mediados de su primer año en la universidad George Washington, consiguió un trabajo en la emisora de radio universitaria WRGW para sustituir a uno de los locutores habituales, que estaba enfermo. Pinchaba música variada, que incluía desde éxitos del momento como Bowie, Lou Reed y los Stones hasta clásicos de la Motown de los años sesenta, pasando por Bob Dylan y sus baladas sentimentales, Barbra Streisand y Dolly Parton. A la dirección le gustaban sus gustos eclécticos y su voz profunda y taciturna. Después del primer programa, obtuvo los suficientes comentarios positivos por parte de los oyentes como para que le ofrecieran más trabajo y, a finales de su primer año en la WRGW, prácticamente era considerado el pinchadiscos número uno de los programas nocturnos. En el segundo año, ya tenía su propio programa, Mike por la noche, que se emitía de diez a doce, la franja horaria más popular de la emisora.

Después se sumergía en los clubes gais y en los bares de ligoteo. Muchos estaban en las peores zonas de Washington, en las inconformistas calles del sureste de la ciudad, entre la calle South Capitol y la autopista, pero a Mike no le importaba. Le gustaba el hecho de poner cierta distancia entre su rutina diurna en la encorsetada prosperidad del acomodado noroeste y su otra vida nocturna. Se le daba bien compartimentar su mundo, y mantener los compartimentos bien alejados los unos de los otros era una especie de póliza de seguro.

La mayoría de las veces, prefería los bares discretos, donde la clientela ahogaba su identidad diurna bajo un uniforme que hacía que el presidente de una empresa fuera indistinguible de un chapero sin blanca, un pintor al óleo de un pintor de casas, o un autor de éxito de un basurero. Todos ellos abandonaban los trajes de Armani, los petos y los trajes de faena militares para ponerse el uniforme gay, compuesto por una camiseta ajustada y unos vaqueros. Todos olvidaban sus limitaciones gracias a una calidez y una solidaridad que daban pie a una notable sinceridad. Mike conoció a hombres que trabajaban para senadores y congresistas, para personajes públicos y grandes despachos de abogados, e incluso a un espía de la CIA que le había revelado su profesión a pesar del riesgo que ello conllevaba para su seguridad.

En el Lost & Found, en la calle L SE, Mike aprendió a bailar el hustle en una enorme pista de baile con espectáculos de luces y una cortina de lluvia, llegó a conocer al guapo pinchadiscos Jon Carter Davis y se rio de los excesos de los extravagantes travestis y drag queens. La banda Appaloosa tocaba en directo en discotecas y soirées y los embaucadores del Lost & Found, Roxanne y Rose, y Dixie y Mame, repartían premios al estilo (mejor drag, mayor parecido, más espectacular), a las actuaciones, al talento y a la personalidad. A Mike le hacía gracia la etiqueta que tenía el L&F de discoteca para yogurines: el bar atraía a grandes cantidades de hombres blancos afeminados a un barrio problemático y principalmente negro, y sembraba la discordia cuando intentaban prohibir la entrada a los afroamericanos. Pero el local siguió creciendo y abrió su propio teatro de cabaret, el Waay Off Broadway, donde Wayland Flowers y bandas gais masculinas alternaban con imitadoras y bailarines con abanicos.

Al final de su primer año en Washington, Mike ya se había recorrido el Plus One, el Bachelor’s Mill, el Remington’s, el Brass Rail y el original Mr Henry’s, donde Roberta Flack representaba su «Ballad of the Sad Young Men». El mayor de los clubes y el favorito de Mike era el Pier Nine, donde las mesas estaban equipadas con teléfonos para llamar a otros clientes, como en el musical de Cabaret. Pocos los habían usado, pero tanto esa idea como el club propiamente dicho eran considerados el no va más.

Las advertencias sanitarias que había en las paredes y los trípticos parecían, al mirar atrás, encantadoramente ingenuos. Tenían títulos como «Las ETS y tú», y decían: «¿Has oído el chiste de ese tío que contrae una ETS? Si la respuesta es no, es porque las ETS no son ninguna broma. El año pasado más de 13.000 hombres tuvieron que ser tratados por alguna ETS en Washington; muchísimos más no han sido tratados y siguen extendiéndolas. Hazle un favor a tu chico: ¡Hazte un análisis de sangre!».

La primera sauna gay del distrito abrió en la calle L NW, una zona que se convirtió en el hogar de librerías gais y centros sociales, en las manzanas aledañas a Dupont Circle. A Mike le intimidaba Regency Baths, con aquellos ladrillos de arquitectura industrial, como dictaba la moda, y los cubículos llenos de vapor que ofrecían privacidad para los breves e impersonales encuentros sexuales que los clientes habituales buscaban sin descanso una y otra vez. Le excitaba visitar la sauna, pero se decía que la policía iba al local a hacer redadas con frecuencia y eso lo ponía nervioso. Sobre todo sentía curiosidad por los tangas de cuero y los arneses, por las bridas y por la ropa fetichista de látex que vendían en Leather Rack, en la avenida Connecticut, y por las promesas sadomasoquistas que dichos complementos implicaban, pero no lograba reunir el valor suficiente para entrar y leía los anuncios por palabras del Gay Blade con secreto anhelo.

En sus momentos más temerarios, habitualmente después de haber bebido mucho y haber perdido el miedo a todo, cogía el Blue Line de Foggy Bottom al cementerio de Arlington y caminaba entre las sombras alrededor del Iwo Jima Memorial. Aquello satisfacía su sentido del riesgo, pero era un sitio solitario y peligroso: hacía poco, en el Post, habían acuñado el término queer-bashing para describir las actividades de bandas homófobas que deambulaban por los callejones cercanos al monumento para propinar palizas a los gais.

La parte de los deberes como supervisor residente que Mike se tomaba más en serio era la de aconsejar de manera informal a los estudiantes. Sorprendentemente, eran pocos los que iban a verlo y, los que lo hacían, solían estar preocupados por problemas académicos, enfrentamientos con algún profesor o por una novia que podía estar o no embarazada. Pero, al final del semestre de primavera, cuando toda la universidad George Washington estaba a punto de hacer las maletas para irse a casa a pasar el verano, un joven novato apareció en la puerta de Mike y le preguntó si podía hablar con él.

—Oye, siento molestarte —dijo, obviamente nervioso y sin saber muy bien cómo empezar—. Pero es que no tengo mucha gente con quien hablar…

El chico tenía las manos entrelazadas, se estaba retorciendo los dedos y recorría la habitación con la mirada, nervioso.

Mike posó un brazo reconfortante sobre el hombro del muchacho y lo guio hasta el sofá.

—Muy bien —dijo Michael, mientras le ofrecía la mano para que se la estrechara—. Por cierto, soy Mike.

El chico le dio la mano.

—David Carlin. Soy novato. Inglés y Teatro en verso.

—Encantado, David. ¿Un café?

David asintió y Mike fue a la cocina. Ya se había fijado antes en David, se lo había cruzado por el pasillo unas cuantas veces y le habían impresionado su melancólica belleza y sus estrechas caderas. Aquel tío era un tanto problemático y vehemente que lo hacía turbadoramente deseable.

Cuando Mike llegó con el café, David estaba abriendo un paquete de cigarrillos.

—¿Te importa? —preguntó el muchacho, mientras se llevaba uno a la boca.

—Adelante —respondió Mike. Observó cómo David frotaba la cerilla un par de veces y farfullaba al no lograr encenderla. Sintió ganas de extender la mano y sujetarle la suya, pero se contuvo—. ¿Quieres que…? —empezó a decir, justo cuando David lo consiguió finalmente. Se miraron y se rieron.

—¿De dónde eres? —le preguntó Michael. Estaba sentado en ángulo con el sofá y el chico se le mostraba en un elegante medio perfil.

—De Pensilvania —respondió David—. Mi padre tenía un importante negocio de coches que vendió hace un par de años, así que tenemos bastante pasta, supongo. Por Dios. No sé por qué te cuento eso.

Parecía incómodo y avergonzado.

—En fin, que mi padre quería que viniera a la George Washington y yo obedecí. A veces me arrepiento de ser tan complaciente. Tal vez debería haber hecho lo que yo quería, en vez de lo que me decía mi viejo.

—Tranquilo, David —dijo Mike—. No creas que eres el único que tiene problemas con sus padres, pasa desde los tiempos de Adán y Eva.

Era un chiste bastante malo, pero ambos se echaron a reír.

—La cuestión es —continuó David— que creo que puede que esté en la carrera equivocada, o hasta en la universidad equivocada.

Sin saber por qué, Mike se sintió decepcionado; aquella era una preocupación totalmente anodina. Se preguntó qué había sido lo que le había hecho esperar otra cosa. Estaba claro que aquel tío parecía alterado, pero era cierto que muchos chicos de dieciocho años eran así.

—Supongo que deberías hablar con tus tutores y ver si te puedes cambiar —le recomendó Mike. Y le sorprendió lo complacido que se sintió cuando el muchacho siguió pareciendo alterado. Era como si, en cierto modo, esperara que el chico tuviera un problema de verdad, un problema propiamente dicho, algo en lo que él pudiera ayudarle. Decidió sentarse en el sofá.

—¿Estás bien, David?

Vio que el chico negaba ligeramente con la cabeza y empezaba a sollozar.

—¿Sabes? Creo que no estoy nada bien, la verdad. Creo que estoy bastante jodido.

Mike se acercó a David y le cogió la mano.

—Tranquilo. Puedes contármelo. Para eso estoy aquí. Y, sea lo que sea, no saldrá de esta habitación.

Le sorprendió hasta qué punto sonaba aquello a cura. Tantos años de confesiones le habían contagiado la solemnidad y las fórmulas mágicas del ritual. Aunque ahora también sentía el lascivo interés del que sospechaba que los curas debían de disfrutar al sondear los secretos más íntimos del corazón de un pecador.

David levantó la vista y se sonó la nariz.

—Lo siento, tío —dijo con una escueta sonrisa—. ¿Alguna vez has ido a un loquero? Si has ido, ya sabes de qué va el rollo.

Mike recordó sus sesiones con el doctor Heinlein y dudó antes de negar con la cabeza.

—No, no he ido —dijo. Se le pasó por la cabeza que aquella negación tenía algo que ver con el poder y la autoprotección. Aquel chico estaba necesitado y era vulnerable y Mike lo encontraba extraña y deliciosamente atractivo—. Pero no te preocupes, hay muchas cosas que puedo entender…

David lo miró y aprovechó el momento. Las palabras le salieron a borbotones. Había sido su padre el que había insistido en que fuera al psiquiatra y a él no le había parecido mal. No le había importado, entendía lo que su viejo debía de estar pensando. Ese era el tipo de familia de la que procedía: no conocían nada diferente de aquello a lo que su pequeño mundo les tenía acostumbrados. Probablemente, su padre estaba haciendo lo que creía que era lo mejor.

—Pero… —David vaciló—. Pero ¿cómo pudo mandarme a esa maldita terapia? ¿Cómo pudo hacerle eso a su propio hijo? ¿Cómo es posible, tío?

Mike le apretó la mano y le pidió que fuera más despacio.

—Tranquilo, David. Dime qué es lo que hace que estés tan triste y lo solucionaremos. Hablaremos de ello y lo solucionaremos…

David recobró la compostura. Le habló de la terapia de aversión: cómo habían intentado curar sus pecaminosos deseos poniéndole electrodos en los genitales, dándole apomorfina para hacerle vomitar al ver fotos de hombres desnudos, cómo lo habían encerrado en una habitación sin ventanas en un pabellón psiquiátrico, cómo seguían y seguían…

—Fue horrible, tío. Y, mientras estaba allí, pensaba todo el rato en mi padre y en que había sido él el que me había hecho aquello. No sé cómo no enloquecí y cómo volví a aquella casa después de lo que me hicieron.

Mike rodeó con el brazo los hombros de David. Estaba hecho un lío. Por una parte, lo sentía por aquel chico, pero su pena se entremezclaba con los recuerdos de su propio padre, de cómo siempre había sospechado que Doc sabía lo de su sexualidad y de cuánto temía el castigo que podría imponerle. Se sentía atraído por David y la vulnerabilidad del chico aumentaba aquella atracción. La proximidad física y el ambiente similar al de un invernadero, lleno de sentimientos compartidos, estaban estimulando el cuerpo de Mike y llevándolo a una situación de deseo. Pero se contuvo. No sabía por qué. Empezó a pensar que la responsabilidad que conllevaba su puesto no estaba demasiado clara. Aprovecharse de un adolescente vulnerable no parecía nada malo. Muy al contrario, era natural y deseable. Y no era por faltar al respeto al dolor del chico, pero la sensación de que era mercancía dañada no hacía más que reforzar el deseo que despertaba. ¿Qué podía hacer?

Mike le dio un apretón en el hombro al muchacho y se levantó.

—Oye, David, esa es una historia bastante dura. Deja que prepare otro café y evaluamos la situación.

Pero David ya se había puesto de pie y parecía enfadado y confundido. Su voz irradiaba rabia.

—Oye, tío. Creía que lo entendías. Creía que habías dicho que lo íbamos a solucionar. ¿A qué viene esa frialdad, de repente?

—No estoy siendo frío —murmuró Mike—. Yo… Hay muchos… asuntos que tratar y no estoy seguro de que…

—Querías besarme, ¿no? ¿No es cierto? No lo niegues.

—Oye, vale ya —exclamó Mike, retrocediendo—. Vamos a…

—No, no, no pasa nada —insistió David, caminando hacia él—. ¿No lo ves? ¿Es que no es obvio? He venido porque te quiero. Te vi el primer día que llegué aquí y no he dejado de pensar en ti ni un minuto desde entonces. Te escucho en la WRGW todo el rato. Tengo tu voz siempre en la cabeza, te sigo por los pasillos, sueño contigo cuando estoy en la cama. Y no digas que tú no me quieres, Mike, porque sé que no es verdad. Lo noté cuando estábamos ahí sentados y lo estoy notando ahora mismo.

Mike lo observó, pensativo. «Este tío debe de estar loco», se repetía una y otra vez, intentando convencerse para salir corriendo. Pero no lograba enfriar el deseo físico ni la extraña atracción que sentía por aquel hombre enternecedor, atormentado y guapo. Después de una eternidad, se aclaró la garganta.

—Oye, David. La verdad es que no sé lo que siento. Se está haciendo tarde. Y mañana os vais de vacaciones. No quiero estropear las cosas entre nosotros, ¿vale? Así que vete a Pensilvania y cuídate. No te deprimas demasiado, piensa en cosas buenas y vuelve en septiembre. Entonces veremos si seguimos sintiendo lo mismo.

David lo había escuchado con tristeza en el rostro, pero la última frase de Mike pareció iluminarlo de esperanza.

—¿Ver si seguimos sintiendo lo mismo? Tío, eso es lo máximo… Si seguimos sintiendo lo mismo…

Antes de que Mike se diera cuenta de lo que estaba pasando, David le había dado un emocionado beso en los labios y estaba saliendo por la puerta gritando:

—¡Nos vemos el semestre que viene, entonces! ¡Y gracias por el café!

«Dios santo», pensó Mike mientras se sentaba, aturdido. «Es una montaña rusa emocional. ¿En qué diablos me he metido?».