SEIS

1957-1960

El viaje que la familia Hess había hecho para la consagración había puesto en marcha los engranajes mentales de Doc, pero estos necesitaban urgentemente un engrasado y Marge, que llevaba años soñando con vivir más cerca de su hermano, intentaba persuadirlo constantemente. Hizo hincapié más de una vez en la ausencia de un urólogo profesional en la zona de Rockford y, de repente, una mañana, Doc hizo un anuncio triunfal y dictatorial: ¡los Hess se mudarían a Rockford!

Loras estaba encantado y pronto encontró una casa adecuada para alquilar en la calle North Church, a solo dos manzanas de su propia residencia. Se mudaron a finales de junio de 1957, pero a Doc Hess no le gustaba gastar dinero en un alquiler y casi en cuanto llegaron comenzó a buscar una vivienda para comprar. Eligió un terreno en una nueva circunscripción que estaban construyendo cerca del río Rock y contrató a una empresa de construcción para levantar una gran casa de tres pisos al fondo de una callecita sin salida llamada Maplewood Drive.

Mudarse a una nueva ciudad y a una nueva casa fue positivo para Mike y Mary, y vivir tan cerca del tío Loras les permitió crear estrechos lazos con un hombre adulto por primera vez en su vida, lazos que nunca tuvieron con el exigente y distante Doc. Cuando empezó el año escolar, Loras llevó a Mike y a Mary al jardín de infancia y se los presentó a los profesores, estableciendo una dinámica que los perseguiría a través de los años en Rockford: ser los sobrinos del obispo despertaba a la vez respeto y envidia, afecto y resentimiento. Convertirse de repente en alguien especial era una experiencia desconcertante y extraña.

A finales de la década de 1950, el Medio Oeste americano fue bendecido con una serie de largos y cálidos veranos. Las cosechas de cereales alcanzaron una altura récord y el presidente Eisenhower pudo respaldar su doctrina de apoyo a los países que se resistían al comunismo con exportaciones de toneladas de excedentes de grano.

El 9 de octubre de 1958 falleció el papa Pío XII y, tres meses después, su sucesor reformista, Juan XXIII, anunció que estaba planificando un gran concilio vaticano, el primero que se celebraba desde 1871, que modernizaría y liberalizaría la Iglesia católica.

«Quiero abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos mirar hacia fuera y la gente pueda mirar hacia dentro», les había dicho a sus consejeros.

Como liberal que era, Loras Lane se sentía motivado por la promesa del papa y emocionado por la perspectiva de un inminente viaje a Roma.

Los Hess se mudaron finalmente a su nueva casa de Maplewood Drive, lo que implicó un cambio de colegio para Mike y Mary. Mike tenía ya siete años y era alto y delgado. Tenía el pelo de color negro brillante, la piel suave y unos ojos azules que refulgían con límpida serenidad. Doc insistía en que Mike llevara un corte de pelo de estilo militar (lo había intentado y había fracasado con Jim y Tom, que estaban a punto de entrar en la veintena y eran devotos empedernidos del tupé de Elvis) y, a pesar de las protestas de Marge —que decía que, con la frente tan alta que tenía, aquel corte de pelo le hacía la cara demasiado alargada—, Mike había accedido felizmente, como siempre, a hacer lo que Doc quería. A menudo, Doc le hacía ponerse pajaritas estampadas de vivos colores que le daban el aspecto cómico de una cacatúa engalanada (Doc y Stevie las llevaban siempre), pero Mike nunca se quejaba e incluso había aprendido a anudarlas como a Doc más le gustaba.

En el colegio, su fervorosa docilidad y su aguda inteligencia demostraron ser una combinación ganadora. Le encantaba leer, sus ansias de aprender eran insaciables, los profesores lo adoraban y obtenía las mejores notas. Era consciente de las necesidades de su hermana y la ayudaba con los deberes aunque, durante mucho tiempo, ella se sintió eclipsada por él. Era tan difícil seguirle el ritmo a Mike que, al cabo de un tiempo, Mary dejó de intentarlo.

A Mike le encantaba complacer a la gente y odiaba pensar siquiera en decepcionarla. Pronto se dio cuenta de que no estaba cumpliendo las expectativas de Doc y aquello lo atormentaba. Doc se jactaba de haber convertido a sus hijos en hombres hechos y derechos. Jim, Tom y Stevie jugaban a deportes masculinos —fútbol americano, atletismo, béisbol—, y Doc esperaba que Mike hiciera lo mismo. Mike no estaba hecho para los deportes, pero se obligó a hacer lo que Doc quería. Corría campo a través y participaba en carreras que le llenaban los pies de ampollas y las piernas de cardenales, pero se impuso a sí mismo seguir haciéndolo, porque no quería decepcionar a su padre. Luego se quedaba tumbado en la cama despierto con los pies palpitando y el cuerpo dolorido, mientras se reprochaba su debilidad. «Tengo que hacerlo mejor», se decía a sí mismo mientras caía en un sueño intranquilo. «Tengo que hacerlo mejor».

Mary y Mike siempre estaban en la iglesia: Marge los llevaba a las parroquias donde Loras decía misa y asistían a los actos eclesiásticos con sus padres. La simbología del catolicismo formaba parte de sus vidas y aceptaban las enseñanzas de la Iglesia, porque nunca habían conocido otra cosa. Creían en el cielo y en el infierno, en el demonio y en la condenación eterna, y admiraban a los curas y a las monjas que gestionaban su colegio durante la semana y su iglesia los domingos.

Cuando Mike hizo la Primera Comunión en el verano de 1961, se dio por hecho que se convertiría en monaguillo de la catedral provisional de San Jaime. Le encantaba ser monaguillo y, a diferencia de otros, se tomaba sus responsabilidades muy en serio. Cuando los demás se burlaban del sacerdote o saboteaban el sacramento de la Comunión, él nunca participaba. Era el primero en presentarse voluntario para la misa del alba, se quedaba por la noche a arreglar la iglesia y nunca se retrasaba en sus tareas. Cuando cantaba, tenía una voz tan dulce que se convirtió en el favorito de los curas y en la estrella del coro de San Jaime.

Mike adoraba la teatralidad de la misa, las vestimentas y el incienso, los salmos y las plegarias, la sensación de que estaba asistiendo a un rito que abría las puertas a otra realidad. Aquellas ceremonias conjuraban un mundo que se extendía más allá de la aburrida fachada de la vida material, un mundo que Mike esperaba que estuviera por encima de las injusticias y las preocupaciones de su propia existencia. Cuanto más servía Mike, más se sentía bajo el hechizo del ritual. Los números, las repeticiones y las fórmulas se convirtieron en los baluartes de su fe; seguir las formas litúrgicas, murmurar las respuestas y las penitencias. Si lograba hacer todo sin equivocarse, si no se perdía, si nunca se equivocaba de palabras, tal vez pudiera mantener a raya a las fuerzas maléficas que sentía que saboteaban su camino en la vida.

La confesión era una parte importante del ceremonial, pero Mike acudía al misterioso encuentro en el confesionario aterrorizado. ¿Cómo confesarse? ¿Cómo contabilizar los pecados? Él sabía que era malo, que había hecho, dicho y pensado cosas malas, y la compulsiva obsesión que había en su interior exigía que formulara su maldad de la forma apropiada, de la única forma que obraría el milagro de la absolución. Así que, mientras el resto de los niños buscaban al joven padre O’Leary, el amable pastor que respondía de forma amable y reconfortante y se limitaba a imponer al pecador que «se fuera y se portara bien», Mike elegía al padre Sullivan. El niño entraba en la mohosa penumbra del confesionario con los ojos fijos en la celosía enrejada, más allá de la cual se encontraban sus esperanzas de redención, y notaba que su ansiedad aumentaba.

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Mike se arrodilló.

—Perdóneme, padre, porque he pecado. Hace una semana que no me confieso.

Se oyó un gruñido al otro lado de la ventana mientras Mike empezaba a enumerar sus vergüenzas, una por una, a todo correr y tartamudeando. El padre Sullivan era minucioso, severo y censurador, y exigía que lo pusieran al corriente de cuántas veces se había repetido el pecado, de cuántas veces el pecador había desobedecido a sus padres y de cuántas veces había tenido malos pensamientos. Pero sin aquella severidad, Mike tenía la sensación de que el ritual era inadecuado, que la magia no se realizaba correctamente: cuanto más duro era el juez y mayor era la pena, más oportunidades de salvación tenía.

Como siempre, al final de la confesión le entró el pánico.

«¿Me habré olvidado de algo?», pensaba desesperado, al tiempo que el padre Sullivan murmuraba guturalmente que lo bendecía y lo perdonaba, mientras la silueta de sus manos nudosas se recortaba sobre la celosía al hacer la familiar señal de la cruz. «¿Me habré olvidado de algo? ¿Lo habré ocultado aposta?». Mientras se ponía penosamente en pie, tartamudeando con impotencia en latín, Mike sentía que la magia del confesionario se le escapaba de las manos, algo que lo atormentaba. La idea de que no se había ganado el perdón lo invadía, de que alguna pequeña imperfección en la confesión —se había olvidado de algo, seguro que se había olvidado de algo— había hecho que la absolución no sirviera de nada. Mientras se arrodillaba en un banco para empezar con los avemarías, un vacío se abría debajo de él y lo succionaba hacia la nada inferior.