SEIS

Roscrea

El pequeño Anthony Lee no sufrió daños irreversibles a causa de la manipulación que había sufrido a manos de la hermana Annunciata. Los abultados cardenales de color púrpura que tenía en la cabeza eran los únicos recordatorios de su violento nacimiento. El médico que acudió tres días después se echó a reír y dijo que parecía un pan de bollo dulce. Anthony nació con la frente notablemente alta como legado de los fórceps, pero también como augurio de la aguda inteligencia que lo caracterizaría en la vida y que, finalmente, le ayudaría a decidir su destino.

Su primer contacto con el mundo no fue en absoluto triste. Mientras su madre sudaba debido a las cargas de la culpa y de la humeante lavandería, a Anthony lo rodeaba un universo de cuidados inusitadamente delicado.

Incluso en el convento de la abadía de Sean Ross, donde las hermanas estaban en contacto con una exigente deidad y las mujeres caídas en desgracia trabajaban para expiar sus pecados, donde la frustración, el remordimiento y la crueldad abundaban a partes iguales, Anthony disfrutaba de la ternura y el afecto femeninos. El sol de la guardería y el jardín del convento iluminaban su mundo, y los altísimos techos del dormitorio infantil le proporcionaban unas fronteras reconfortantes. Dos hileras de cunas —altas y estrechas para los recién nacidos, y más anchas y robustas para los mayores— recorrían su universo a lo largo. Las monjas de hábitos blancos se movían entre ellos, rozando el borde de su cuna con un suave susurro de tela impregnada en incienso.

Una de las paredes de la guardería estaba recubierta de ventanas del suelo al techo que daban a los campos del convento, de manera que la luz entraba desde primera hora de la mañana. En los días excepcionalmente radiantes de julio y agosto de 1952, abrían las puertas acristaladas y llevaban rodando las cunas de los bebés hasta las baldosas de cemento de la terraza, ya que la luz del sol y el aire fresco eran la mejor protección contra la tuberculosis y el raquitismo. Más tarde, cuando llegaba el invierno, sellaban las ventanas con cinta adhesiva y un olor a desinfectante suave impregnaba la sala. Desde las cocinas comunes, donde se preparaba la comida tanto para las monjas como para las pecadoras, llegaba un aroma a verduras muy cocidas.

A las chicas nunca les permitían salir de la abadía y solo podían estar en los terrenos del convento cuando les obligaban a realizar tareas en el jardín. Embarazadas o no, frotaban los suelos de la abadía, limpiaban las ventanas, quitaban el polvo y sacaban brillo a diario. A aquellas que trabajaban ensartando rosarios, les adjudicaban un mínimo de sesenta decenarios al día. El firme alambre de las cuentas les dejaba unas muescas en los dedos que las acompañarían de por vida.

Tras el período inicial de convalecencia, los bebés eran trasladados a la guardería. Pero la carne compartida y los nueve meses de intimidad hacían surgir una conexión madre-hijo y, cuando Anthony lloraba en la guardería nocturna, Philomena, que estaba al otro extremo del convento, se despertaba.

La hermana Annunciata era el consuelo de Philomena. Cantaban juntas en el coro. Vertían las emociones que les prohibían expresar en la música sagrada. El placer del canto acercó a ambas mujeres. Cuando conseguían birlar algunos instantes de tranquilidad para estar juntas, Philomena susurraba sus esperanzas de un futuro con John McInerney, el hombre al que anhelaba poner al corriente del milagro de su vástago. Le contaba a la hermana Annunciata lo mucho que amaba a su hijo y Annunciata la abrazaba como a una hermana. Por las noches, cuando a las muchachas les permitían estar con sus hijos, Annunciata se sentaba a su lado y jugaba con Anthony. Adoraba la manera en que lograba hacerle reír —una risa alegre y gorjeante de proporciones desmedidas para tan diminuta complexión— hundiendo su nariz en la rosada suavidad de su tripita. Philomena lo levantaba en el aire y lo besaba en la mejilla hasta que conseguía hacerle chillar de satisfacción. Cuando se quedaba dormido, se turnaban para meterlo en la cuna y remeter la manta alrededor de sus hombros. Luego se sentaban y comentaban susurrando las anécdotas del día y de las otras chicas del convento. Una noche, Philomena le dijo a Annunciata que tenía que preguntarle una cosa, algo que hacía tiempo que le preocupaba.

—Hermana, la chica de Sligo, la gordita pelirroja, ¿sabe lo que me ha dicho? Pues me ha dicho que todas nos quedaremos en el convento y que ninguna de nosotras podrá quedarse con su bebé. Pero eso es un disparate, ¿verdad, hermana? ¿Cómo va alguien a quitarle un bebé a su mamá? Con lo bonito que es Anthony, ¿a que sí? —inquirió la muchacha. Annunciata bajó la vista y guardó silencio: no sabía cómo podía ser tan ingenua Philomena. La joven intentó quitarle hierro al asunto—. Es precioso, ¿verdad, hermana? Y usted también lo quiere, está claro —añadió. Pero Annunciata seguía sin responder y Philomena sintió una punzada de pánico en la boca del estómago—. Hermana, por favor, dígame que no es verdad…