QUINCE

1977-1979

En los tres años que estuvo en el NIMLO, Michael Hess se forjó una reputación como uno de los principales expertos de Washington en cuestiones de reordenación de distritos electorales. Las llamadas de los funcionarios del Estado y de los abogados de los partidos empezaron gota a gota y fueron aumentando hasta convertirse en un torrente. Muy pronto, la mayoría de las consultas que llegaban a la centralita empezaban con la frase: «¿Puedo hablar con el abogado Hess?». Bill Crane no decía nada, pero su comportamiento dejaba claro que estaba celoso. Alguien había logrado cumplir las expectativas del viejo Crane, mientras que él, su hijo, había fracasado en el intento. Susan le advertía a Mike que se anduviera con ojo, pero Mike se reía.

—¿Qué me van a hacer? Estarían perdidos sin todo lo que tengo almacenado aquí —replicaba, dándose unos golpecitos en la frente—. La reordenación de distritos electorales es la gallina de los huevos de oro: los políticos están fascinados con ella y los abogados se pondrán las botas. Durante los próximos años, se llevarán tantos casos a los juzgados que necesitarán a todos los letrados que tengan una mínima idea sobre el tema. —Mike hizo una pausa antes de exponer su argumento definitivo—. Y la clave es que aquello en lo que estoy trabajando ahora podría valer un potosí, Susan. Estoy a punto de crear una defensa sobre la Decimocuarta Enmienda que podría hacer que un buen puñado de manipuladores de distritos electorales acabaran en los tribunales. Habría que ver quién ganaría, desde luego, pero podría cambiar el panorama político.

Susan suspiró. Mike era un buen abogado, pero se había creado enemigos y tenía que estar en guardia.

Aprovechando su buena estrella, Mike había conseguido un trabajo de media jornada para Mark en la biblioteca del despacho de abogados con el que el NIMLO compartía instalaciones. Mark cursaba el último año de carrera en la George Washington y estaba a punto de inscribirse en la facultad de Derecho, así que trabajar por las tardes y los fines de semana en Williams and Connolly era perfecto para él.

Ambos seguían viviendo en el piso al sureste de Washington, pero las cosas entre ellos estaban tensas en los últimos meses y Mike sabía que era principalmente culpa suya. Se comportaba de forma impredecible y caprichosa, y era seco y brusco sin razón alguna. Estaba preocupado por el trabajo en el NIMLO y siempre tenía presente en el subconsciente su fallida expedición a Irlanda, pero era consciente de que aquello no era excusa. Mark sabía cómo evitar avivar su rabia pero, al cabo del tiempo, hasta su propia sensatez le resultaba molesta. Mike se veía a sí mismo desde arriba, observando cómo destruía poco a poco la relación que tanto significaba para él, como había hecho con David Carlin. Cada vez más y más a menudo, se encontraba haciendo una bolsa de fin de semana mientras Mark no se hallaba en casa y escabulléndose hasta la estación de tren mirando hacia atrás de vez en cuando, avergonzado, para no regresar hasta el domingo por la tarde, evitando mirar a Mark a los ojos y odiándolo por no preguntarle dónde había estado.

Un lunes de finales de octubre, Mike y Mark estaban en casa cenando cuando tres coches de bomberos pasaron a toda velocidad por el cruce de la esquina de la calle E.

—Vaya. Normalmente los que tienen prisa en este barrio son los policías —bromeó Mike, pero Mark estaba muy serio.

—Van hacia la calle 7, Mike. Es donde está el Lost & Found. Espero que no haya pasado nada, después de todas esas ridículas amenazas.

Últimamente, habían aparecido unas cuantas cartas extrañas en la prensa local amenazando con lanzar una bomba incendiaria en un local gay de Washington. Nadie les había dado demasiado crédito, pero Mike dijo que llamaría al L&F para asegurarse. Tardaron un rato en contestar, pero se quedaron aliviados cuando el camarero respondió y dijo que todo iba bien.

Un par de horas después, sonó el timbre y un John Clarkson claramente alterado subió las escaleras.

—Gracias a Dios que estáis aquí —dijo, resollando—. No se me ocurría ningún otro sitio adonde ir.

John era un amigo suyo, un texano genial que había llegado a Washington hacía una década para estudiar en la facultad de Derecho de la George Washington y se había quedado a trabajar para un senador demócrata en el Capitolio. Era un habitual del Lost & Found.

—¿Estás bien? —le preguntó Mark—. Tienes un aspecto horrible.

John era un hombre elegante y solía ir perfectamente arreglado, pero estaba sudando, tenía el pelo revuelto y la cara y las manos manchadas de hollín.

—¿Me dais un vaso de agua? —jadeó—. ¡Es terrible, realmente terrible!

Mike fue corriendo a coger un vaso, mientras John se hundía en el sofá agarrándose la cabeza.

—Es el cine Follies —dijo—. Lo han quemado. Ha desaparecido, tíos. Iba al L&F, pero ya no llegué. Estaba en la calle L y vi el humo. Me dije: «Dios mío, ¿dónde es eso?». Y, cuando me acerqué más, vi el Follies ardiendo.

John hizo una pausa para beberse el agua de un trago.

—Había un montón de cuerpos. Los bomberos los iban sacando, pero estaban muertos, estoy seguro. En el edificio no había ventanas. Nadie logró escapar. Debieron de morir asfixiados.

Mike se volvió hacia Mark; tenía la cara blanca.

—Ve a buscar un poco de brandy, Mark. Y tres vasos.

Mark asintió y fue rápidamente al mueble bar. Los tres bebieron en silencio. El cine Follies era un popular club gay en el que ponían cine X para hombres veinticuatro horas al día. Estaban estrenando una nueva película de moteros titulada Harley’s Angels y el auditorio del segundo piso estaba abarrotado de tíos de la cultura del cuero. Como las salas laterales adyacentes al teatro principal estaban reservadas para los encuentros sexuales privados, la gerencia había tapiado todas las ventanas del edificio, lo que lo había convertido en una trampa mortal en caso de incendio.

Mike, Mark y John, que habían estado en el cine Follies en alguna ocasión, se quedaron allí sentados imaginándose el humo, los gritos y el pánico en la oscura sala llena de gente. Mark rompió el silencio y se volvió hacia Mike con una mirada acusadora.

querías ir a ver esa película —murmuró—. Dijiste que querías ir a verla. ¡Estuviste dándome la lata para que fuéramos! ¿No te das cuenta de que podíamos haber estado allí? ¡Podríamos estar muertos! ¿Por qué demonios querías ir a ver una peli de la cultura del cuero, Mike? ¿Por qué? —gritó Mark. John Clarkson estaba boquiabierto por aquel súbito enfado, pero Mike sabía que aquel arrebato tenía su origen en meses de sospechas y resentimiento—. ¿Qué pasa contigo? —berreó Mark—. ¿De dónde viene esa fascinación tuya por los moteros, el fetichismo y la violencia? ¿Qué tiene de fascinante atar de pies y manos a la gente, azotarla y violarla? Es realmente asqueroso, Mike. No encaja en absoluto con nosotros y con nuestra relación, pero de repente a ti te fascina todo eso. ¡Por Dios! ¡Espero que solo te haya dado por hablar de ello, no por hacerlo!

Parecía que Mike iba a decir algo, pero luego cambió de opinión, se levantó y caminó hacia la puerta.

El Departamento de Bomberos de Washington D. C. determinó que el incendio del cine Follies había sido causado por la chispa de una máquina defectuosa de lavar alfombras que había prendido fuego al líquido inflamable que utilizaba para limpiar. Este, a su vez, se había derramado sobre una alfombra y había prendido fuego a las cortinas y a las escaleras de madera. El humo del incendio se había colado por el estrecho hueco de la escalera hasta el cine, lo que había hecho que los clientes corrieran hacia una salida de emergencia que estaba cerrada desde el exterior. Nueve personas habían muerto por inhalación de humo y habían encontrado sus cuerpos apiñados alrededor de la puerta cerrada con candado. Identificar a las víctimas había sido difícil, porque los hombres que visitaban establecimientos homosexuales no solían llevar documento de identidad, pero las autoridades de Washington finalmente habían revelado que muchos de los muertos y heridos estaban casados, tenían hijos y se dedicaban a diferentes profesiones. Uno de los que había escapado con heridas leves había sido Jon Hinson, un asesor de alto rango de un congresista republicano que estaba haciendo campaña para conseguir un escaño en el Congreso.

Debido a su trabajo en la biblioteca de Derecho, Mark empezó a ver a Susan Kavanagh con frecuencia. Le caía bien y sabía que era la confidente de Mike. La llamó una tarde que Mike estaba en una conferencia y le preguntó si podían quedar al salir del trabajo para tomar algo.

Aunque estaban a principios de invierno, las temperaturas continuaban siendo elevadas, así que se sentaron en una de las mesas de la acera del Rumors, en la calle M. Hablaron del desplome de la presidencia de Jimmy Carter y del preocupante ascenso de Ronald Reagan y la derecha conservadora, de la certeza de que volvería a presentarse a las próximas presidenciales; luego, sin previo aviso, Mark apoyó la cabeza en las manos y se echó a llorar. Le dijo a Susan que estaba muy preocupado por Mike y por sus misteriosas ausencias, que estaban arruinando su relación. Mike había empezado a convertir en un hábito los viajes de fin de semana, sobre los que no daba ningún tipo de explicación, y a Mark le parecía humillante el secretismo con que los rodeaba. Cuando Mike regresaba, parecía tan diferente que le daba miedo.

—¿Tú sabes adónde va, Susan? No va contigo a ningún sitio, ¿verdad? Dios, ojalá estuviera yendo contigo a algún sitio. No tengo ni idea de en qué se está metiendo. Siempre nos lo contábamos todo, prometimos no tener secretos y no engañarnos nunca, pero esto ha roto la confianza entre nosotros.

Susan dijo que le gustaría ayudarle, pero que Mike no le había contado nada. Mark posó su mano sobre la de Susan y le dijo que agradecía poder contar con ella para hablar.

—Es que él y yo ya no nos hablamos. Y yo necesito desahogarme con alguien, así que al final acabas cargando tú con todo. Lo siento mucho. —Mark esbozó una triste sonrisa—. Pero hay algo más. Ya sabes que Mike siempre ha sido muy pijo a la hora de vestirse y comportarse: como un verdadero chico universitario de facultad de Derecho, con toda esa ropa buena, tan sencilla y moderna. Así es como lo he conocido siempre y así es como lo quiero. Pero, Susan, creo que Mike tiene otra cara. Ha empezado a hablar de cuero y sadomasoquismo y esas cosas… Y he encontrado en su armario una cazadora de motero. Ese no es Mike. O no es quien yo creía que era.

A Susan le caía muy bien Mark. No quería verlo sufrir y tampoco quería ver sufrir a Mike. Durante las siguientes semanas, buscó una ocasión apropiada para hablar con él, pero en la oficina había mucho trabajo y no encontró la oportunidad adecuada.

A mediados de diciembre de 1979, los abogados de Washington se reunieron para la fiesta de Navidad del Colegio de Abogados en el hotel Hay Adams, y Mike y Susan asistieron como pareja. Mike mantenía en secreto su inclinación sexual en su vida profesional ya que, aunque los prejuicios y la homofobia eran menos patentes durante el gobierno de Carter, todavía había muy pocos hombres que se declaraban abiertamente gais en el mundo del derecho o la política. Mike había adquirido el hábito de llevar a Susan a los actos sociales donde podía ser reconocido y él hacía de acompañante en las ceremonias a las que la invitaban a ella.

Disfrutaba de la sensación de ser normal cuando estaba con ella, de no tener que mirar hacia atrás cada vez que la cogía de la mano; le gustaba bailar con ella y a ella le gustaba estar con él. De hecho, la veía ruborizarse de placer cuando alguna otra mujer la miraba con envidia. A los dos les encantaba el Hay Adams: tenía mucha clase y el encanto del viejo mundo, con aquellos paneles de madera de estilo Tudor, los techos isabelinos y la Casa Blanca justo al otro lado de la calle. Mientras entraban en el vestíbulo, vieron a Charles Crane con su inconfundible aura de propietario, como correspondía a los peces gordos de la sociedad de Washington.

—Bienvenidos —exclamó este, como si el Hay fuera su propia casa—. Bienvenidos, queridos míos. Los dos estáis cautivadores.

Luego vio a John Dean, el antiguo consejero de Richard Nixon, y, dejándolos por él, fue corriendo a estrecharle la mano con entusiasmo.

Cuando nadie podía oírlos, Mike se inclinó hacia Susan con una sonrisa contenida.

—Vaya, qué victoriano —susurró—. ¿Ese era el señor Hay o el señor Adams? ¿Tú qué crees?

Susan se echó a reír.

—Lo que me gustaría saber es dónde está el noble vástago.

Mike fingió echar un vistazo alrededor en busca de Bill Crane y se encogió exageradamente de hombros.

—Ni idea. Escondiéndose detrás de alguna columna, supongo.

La noche pasó en una ostentosa sucesión de champán añejo y música suave. Después de la cena, Mike dejó a Susan sentada con una copa y se dirigió al baño de caballeros. La noche iba de maravilla, lo que le apetecía ahora era bailar. Cuando se dirigía de nuevo adonde estaba Susan, vio que había una mujer pelirroja con un vestido verde sentada a su lado charlando animadamente, haciendo gestos y riendo de una manera que sugería que había bebido demasiado. Cuando se acercó y la pudo ver mejor, le susurró algo con aire apremiante a Susan, antes de escabullirse en dirección contraria.

—Muy bien —exclamó Mike—. ¿De qué iba todo eso?

Susan parecía incómoda.

—Era solo una buscona cotilla. Me preguntó si eras gay. —A Mike le cambió la cara—. Ha dicho que las chicas de la oficina han estado comentándolo y que ella ha hecho una apuesta. Quería que yo se lo confirmara.

Los ojos de Susan estaban nublados de rabia y Mike notó que las palmas de las manos se le llenaban de sudor.

A eso de las diez, el maestro de ceremonias dio unos golpecitos en la copa y pidió silencio. Los discursos combinaron la habitual mezcla de pomposidad y chistes malos, y Mike vio que algunas personas miraban el reloj mucho antes de que le pasaran el micrófono al senador Hepton para que hiciera los comentarios finales. Hepton era un republicano de algún lugar del Medio Oeste y uno de los conservadores de derechas que estaban en dique seco desde que los demócratas habían subido al poder. Sin embargo, se estaba animando bastante ahora que Carter se deslizaba hacia mínimos de récord en las encuestas. Hepton hizo algunos chistes sobre la crisis de los rehenes en Irán que había sufrido el presidente hacía más de un mes, proclamó las proezas de la revolución que Margaret Thatcher estaba llevando a cabo en Inglaterra y prometió el mismo conservadurismo reconstituyente en Estados Unidos si el país tenía el buen juicio de elegir a Ronald Reagan al año siguiente.

—Y les contaré un par de cosas sobre Ron —dijo—. No permitirá que Estados Unidos sea avasallado por mulás y fanáticos, solucionará lo de esta economía que se derrumba cada vez más y se librará de los degenerados y pervertidos que atenazan con sus tentáculos los órganos vitales de nuestra nación. Pueden tener por seguro que Ronald Reagan en la Casa Blanca tomará nota de las advertencias de cristianos como el reverendo Falwell, que advierte de que los homosexuales se están popularizando en este país. Tenemos que recordar que los homosexuales no se reproducen, ¡reclutan! Y muchos de ellos van detrás de mis hijos y de los suyos…

Mike notó que se mareaba. Estaba apretando las manos con tanta fuerza que las uñas se le clavaban en las palmas. Sintió que Susan lo agarraba del brazo y, al mismo tiempo, se dio cuenta de que alguien lo estaba mirando. Al girar la cabeza hacia la izquierda vio a Bill Crane, sonriéndole con suficiencia.

Al final de la velada, Mike llevó a Susan a casa en coche. Se detuvo delante de su apartamento y estaba a punto de saltar del asiento para abrirle la puerta cuando ella se lo impidió.

—Mike, ¿puedes esperar un momento? Tengo que comentarte un par de cosas.

El hombre asintió y apagó el motor.

—Bueno, en primer lugar, quiero decirte que lo que ese tipo ha dicho esta noche me ha parecido terrible. Ha sido estúpido, insultante y equivocado. Pero estoy preocupada, Mike. Creo que esa gente (Jerry Falwell, Pat Robertson, Anita Bryant y toda la derecha religiosa) van a tener mucho más poder si Reagan es elegido. Creo que todo el ambiente podría cambiar. Se han sentido desairados durante años, hasta los dejaron al margen cuando lo de Ford, y creo que quieren vengarse. He oído a algunos tipos de la oficina hablando junto al dispensador de agua, diciendo que van a votar a Reagan porque… machacará a los maricones y al resto de paletos de mierda. Sé que son unos charlatanes y que puede que ni siquiera lo digan en serio, pero creo que se acerca un momento en el que mucha gente va a tener que agachar las orejas.

Mike asintió. De repente se sintió viejo y muy cansado.

—¿Crees… que alguien de la oficina sabe lo mío?

—No, yo diría que la mayoría solo creen que eres un tipo soltero y guapo —opinó Susan. Luego vaciló—. Pero hay mucha homofobia por ahí y no me gusta ese rollo de Reagan y Falwell. Si la gente de arriba del todo empieza a usar ese tipo de lenguaje disparatado, ¿cuánto tardará fulano de tal en pensar que está bien ir a propinar palizas a los gais del parque? Solo digo que tienes que ser discreto, Mike. Ya estás en algunas listas negras de la oficina y usarán todo lo que puedan en contra de ti.

Mike se quedó allí sentado un momento, mirando a través del parabrisas la calle que se extendía ante él, imaginándose de repente en el Iwo Jima Memorial a altas horas de la madrugada, rodeado de un grupo de hombres con bates de béisbol.

—Gracias por preocuparte por mí, Susan. Tienes razón en lo de la discreción y todo eso… —respondió Mike. Quería quitarle hierro al asunto: de camino a la fiesta, iban muy contentos en el coche—. Por supuesto, para ti implicará muchos más compromisos sociales conmigo —añadió, riendo—. Y para Mark muchas más noches solo en casa cuidando al gato.

—Sí —dijo Susan, sin sonreír—. De hecho, esa es la otra cosa sobre la que te quería preguntar. ¿Qué tal os va?

Por el tono vacilante, Mike tuvo la sensación de que sabía algo. Reflexionó unos instantes y decidió que se alegraba de contárselo, que se alegraba de que le diera la oportunidad de hablar.

—¿Sabes, Susie? Adoro a Mark, pero creo que debo de tener algún problema, porque parece que estoy haciendo todo lo que puedo para destruirnos.

Susan le dijo lo que Mark le había contado sobre los fines de semana que desaparecía y las fantasías sadomasoquistas, y Mike arqueó las cejas.

—Bueno, parece que ya lo sabéis todo, entonces —dijo, mientras sus mejillas se ruborizaban ligeramente—. Y yo manteniéndolo en secreto, porque no quería hacerle daño.

—¿Manteniendo en secreto qué, Mike? —preguntó Susan, de modo suplicante—. Es el secretismo lo que está causando estragos.

Mike extendió la mano hacia el salpicadero y encendió la calefacción. Era una noche fría y las ventanas se estaban empañando por culpa de la condensación.

—Mantener en secreto a Harry —confesó el joven, torpemente, sin mirarla a la cara—. Mantener lo del sexo en secreto. Mantener todo en secreto.

Susan lo cogió de la mano. Había entrado en un territorio en el que realmente no tenía derecho a aventurarse, pero Mike quería contárselo. Le habló de Harry Chapman, el tío al que había conocido en la facultad de Derecho de la George Washington, que lo había llamado cuando se había mudado a Nueva York y lo había invitado a ir a visitarlo. Harry lo había llevado al tipo de clubes que Mike siempre había querido explorar, pero donde nunca había tenido el valor de entrar, y lo había iniciado en los exóticos placeres del bondage y del sexo sado, que tanto lo excitaban. Cuando acabó de contarle a Susan todos los detalles, la miró con cara de desconcierto y vergüenza.

—Pero el disparate es que, incluso mientras estoy haciendo todas esas cosas, incluso cuando estoy con Harry en esos sitios e incluso cuando es todo tan intenso y estimulante… Incluso entonces, sé que allí no es donde quiero estar. —Mike hizo una pausa y se corrigió—. Es decir, es lo que quiero y no es lo que quiero. Lo hago, pero no sé qué es lo que hace que lo haga.

Susan frunció el ceño, intentando por todos los medios entenderlo.

—Supongo que… tal vez… es algo muy diferente de… de tu otra vida…

—Es porque me resulta adictivo, Susan. Eso es lo que pasa. Es porque no puedo evitarlo.

—Entonces, ¿ya no quieres a Mark? ¿Es eso lo que…?

—No, no. Claro que lo quiero. Lo amo.

—¿Y por qué estás tan empeñado en arruinar vuestra felicidad? ¿No ves que Mark te tiene en un pedestal? Y siempre habéis parecido tan enamorados, como si estuvierais hechos el uno para el otro, y aun así vas y lo tiras todo por la borda.

—Lo sé, lo sé. No tiene sentido. Hay una parte de mí… —Mike se quedó pensando unos instantes—. Hay una parte de mí que no puedo controlar. Es mala, perversa y autodestructiva. Sé que echará a perder toda mi vida, todo el amor y la felicidad, pero siempre ha estado ahí y siempre me está haciendo señales, siempre me está susurrando: «No te mereces esa felicidad, así que debes destruirla».