QUINCE

1968-1969

Conciudadanos estadounidenses. Hemos llegado a un punto en que somos ricos en bienes, pero pobres de espíritu; hemos alcanzado con magnífica precisión la luna, pero hemos caído en estrepitosa discordia en la tierra. Estamos atrapados en una guerra, pero queremos la paz. Estamos destrozados por el desmembramiento, pero queremos la unidad. Vemos a nuestro alrededor vidas vacías, que quieren plenitud. Ante una crisis espiritual, necesitamos una respuesta del espíritu. Para encontrar dicha respuesta, debemos buscar en nuestro interior. Cuando escuchamos a los «mejores ángeles de nuestra naturaleza», nos encontramos con que celebran las cosas sencillas, las cosas básicas como la bondad, la decencia, el amor y la amabilidad.

Discurso de investidura de Richard Milhous Nixon,

20 de enero de 1969

El Año Nuevo de 1969 había llevado ventiscas al Medio Oeste y un nuevo hombre a la Casa Blanca. Doc había reunido a su familia alrededor del televisor para ver la toma de posesión de Richard Nixon y acompañar la emisión con sus propios comentarios. Aplaudió cuando el juez Warren dirigió el juramento del cargo y gritó: «¡Haz el favor de repetirlo!» cuando Nixon habló de la crisis espiritual que Estados Unidos estaba atravesando.

—¡Gracias a Dios que esos condenados demócratas han recibido finalmente una patada en el culo y tenemos a un hombre de verdad gobernando el país! Sabes, hijo —exclamó, volviéndose hacia Mike con expresión seria—, deberías prestar atención a lo que dice este tipo. Este hombre conoce a la perfección Estados Unidos. Vaya si lo conoce.

Doc se recostó en la silla con una sonrisa de satisfacción y Mike asintió, dubitativo. Le costaba comulgar con el punto de vista político de Doc —si tenía que posicionarse, se consideraría a sí mismo liberal en la mayoría de los temas— pero le gustaba el mensaje de tolerancia e inclusión que Nixon parecía estar ofreciendo: «No podremos aprender los unos de los otros hasta que paremos de gritarnos los unos a los otros, hasta que hablemos con tanta tranquilidad que se puedan oír nuestras palabras, además de nuestras voces. Nos esforzaremos en escuchar de diferente manera a las silenciosas voces angustiadas, a las voces que hablan sin palabras, a las voces ansiosas, a las voces que necesitan desesperadamente que las escuchen…».

—Saber de política es muy importante, hijo —dijo Doc, mientras volvía a inclinarse hacia delante en la silla para mirar a Mike a los ojos con expresión seria e interesada.

—Claro, papá, ya lo sé. —Mike notó el anhelo de la familia de que llegara a un entendimiento con su padre—. He seguido las elecciones y no estoy de acuerdo con todo lo que dice Nixon, pero creo que tiene… algunos buenos puntos de vista sobre la igualdad. —Mike dudó antes de tirar un acertado as—. De todos modos —continuó, encogiéndose de hombros de manera significativa—, he estado barajando la posibilidad de estudiar Política y Administración Pública en la universidad.

Al día siguiente, Doc abordó a Mike con lo que consideraba una propuesta más que generosa. Había puesto en marcha los engranajes para conseguirle unas prácticas con Everett Dirksen, que había sido un senador veterano en Washington durante casi veinte años. Dirksen era un antiguo paciente suyo y Doc estaba seguro de que podía conseguirlo. Mike, sin embargo, no tenía tan claro todo aquello: Dirksen era republicano y no le gustaban sus puntos de vista conservadores. Tampoco le gustaba que Doc le organizara la vida y se dijo a sí mismo que debía defender lo que él quería en realidad. Pero Doc estaba entusiasmado con la idea y no paraba de decir que era una forma inmejorable de entrar en el mundo de la política de altos vuelos y hablaba como si el acuerdo estuviera ya cerrado. Mike se lo pensó unos instantes, se planteó si debía objetar algo y se sorprendió al oírse decir a sí mismo: «Gracias, Doc. Sería genial».

Su viaje a Washington se fijó para el verano de ese mismo año.

Gustav Heinlein era un hombre ocupado, pero estaba dispuesto a meter con calzador al hijo de un compañero en su agenda. A Mike no le convencía en absoluto la idea de ver a un loquero —«¿De verdad creen que estoy loco?», se preguntaba, entre divertido y molesto— y había acudido a la primera sesión a regañadientes. Inevitablemente, había sido una situación rara. En el mejor de los casos, Mike era una persona reservada y no le gustaba que Heinlein fuera amigo de su padre pero, poco a poco, se había ido abriendo al médico de solemne rostro y traje gris.

En el primer mes hablaron de su reacción ante las muertes de Loras y Charlotte y de la tensa relación con su padre, y luego —tras una cautelosa petición por parte de Heinlein— cambiaron de tema.

—Bueno, Mike, me gustaría que me contaras cómo te sientes cuando piensas en tu verdadera madre, en la madre que te trajo al mundo.

Mike se miró fijamente los pies, delicadamente cruzados al final del sofá, y cerró los ojos.

—A veces la echo de menos… y a veces la odio —se oyó decir—. Pero sé, o mejor dicho, siento, que no puede haber sido una mala persona. A veces me da la sensación de que me acuerdo de ella… y recuerdo que era buena. Pero eso significa… —Mike se interrumpió y frunció el ceño.

—¿Qué crees que significa eso, Mike?

—Bueno, creo que significa… que yo debo de ser malo. Debía de odiarme por algo… Por algo que hice o… por el tipo de persona que era. Si no, ¿por qué se iba a deshacer de mí?

Dos lágrimas rodaron lentamente por el rostro de Mike.

—Vale —dijo Heinlein con suavidad—. Hablemos de eso. Dices que tu madre te odiaba, pero me pregunto por qué piensas eso. No hay manera de que puedas saber las razones que llevaron a tu madre a hacer eso, ¿verdad? Así que ¿en qué estás basando tus miedos, Mike? ¿Alguien te ha dicho algo?

—Mi madre, me refiero a Marge, le contó a mi hermano Stevie cómo había sido todo y él me lo contó a mí. Que mi verdadera madre me odiaba y que no quería cuidarme. —Michael empezó a sollozar—. Eso duele, doctor Heinlein, duele saber que no eres bueno…

Heinlein sacudió la cabeza tristemente.

—¿Y te creíste lo que tu hermano Stevie te contó? —preguntó, con una voz tan dulce que era casi un susurro—. ¿Nunca te has planteado la posibilidad de que te estuviera mintiendo para hacerte daño?

Mike se lo pensó un momento.

—Sí, claro que sí. Puede que hasta supiera que estaba mintiendo. Puede que sepa que todo es más complicado. Pero la cuestión es que no puedo dejar de odiarme. Mi madre me abandonó y nunca intentó encontrarme. Si ella no me quería, significa que nadie puede hacerlo y, desde luego, yo tampoco puedo quererme a mí mismo.

—Pero, Mike —dijo Heinlein—, ¿nunca has pensado que tal vez tu madre te dejó con las monjas porque era solo una niña y no te podía proporcionar los cuidados que necesitabas aunque te amara tanto como cualquier madre ama a su hijo?

Mike frunció el ceño y se quedó pensando unos instantes.

—Si yo tuviera un hijo —concluyó, eligiendo las palabras con gran meticulosidad—, lo amaría más que a nada en el mundo. Aunque no tuviera dinero, ni casa, ni ropa, nada se interpondría entre nosotros. Mamá, Marge, me dijo una vez que haría cualquier cosa por verme feliz. Así que no puedo creer que mi verdadera madre hubiera renunciado a mí para siempre sin pensárselo dos veces solo porque fuera demasiado joven o demasiado pobre para educarme bien. Debería haber sabido que sería igualmente feliz sin nada, siempre y cuando la tuviera a ella.

Era una cálida tarde perfecta de principios de primavera y Doc estaba sentado enfrente de Gus Heinlein en una cafetería que había cerca de la consulta de Heinlein, doblando la esquina.

—Bueno, Gus —dijo Doc, yendo directo al grano—, ya sé todo ese rollo de la confidencialidad entre médico y paciente. Yo mismo soy médico, por el amor de Dios, pero estamos hablando de mi hijo y de lo que se le pasa por la cabeza, así que necesito saber qué es, porque está afectando a todos los que vivimos bajo su mismo techo.

Gus asintió.

—Claro. Lo entiendo, Doc. Pero he de decir que, sea lo que sea lo que esperas oír, no son buenas noticias. Tal vez no te des cuenta de que, aunque solo el dos o tres por ciento de la población es huérfana, los huérfanos constituyen el treinta o cuarenta por ciento de los internos de los centros residenciales de tratamiento, de los centros de detención juvenil y de las escuelas especiales.

Doc gruñó y le dio un sorbo al café con la sensación, no por primera vez, de que aquellos niños de Marge daban más problemas de lo que valían.

—Y también presentan un elevado índice de delincuencia, de promiscuidad sexual y de abuso de alcohol. Aunque no estoy diciendo que tu chico vaya a entrar en ninguna de esas categorías —continuó Heinlein—, debes saber cómo son las cosas. Esas personas tienen tendencia a las adicciones. Siempre están intentando compensar algo que les falta o algo que creen que han hecho mal.

Gus hizo una pausa y mordisqueó una galleta, mientras analizaba la reacción de Doc.

—Mike es un chico listo —dijo Doc al cabo de un rato—. Saca muy buenas notas y piensa mucho, tal vez demasiado. Lo raro es que, cuando los trajimos, fue la niña la que más problemas nos causó. Mike era tranquilo, hacía lo que le decían y nunca tenía pataletas. Hace poco que se ha vuelto un idiota chiflado, siempre discutiendo, peleando y pegando a la gente…

—Típico —respondió Heinlein—. Un huérfano siempre busca aceptación, pero espera rechazo. Es como si creyeran que nunca los querrán y que nunca podrán encajar. Su madre biológica los ha rechazado, así que creen que tienen algo malo y esperan que los demás los rechacen también. Por ejemplo, está el huérfano que se pasa la vida siendo agradecido y dócil con la esperanza de que sus nuevos padres no lo echen. Luego está el otro tipo, el que está siempre causando problemas, como si dijera: «Como sé que me vais a rechazar, que os den, ¡yo os rechazaré antes a vosotros!». Ese comportamiento se llama «puesta a prueba» y puede llegar a ser bastante extremo. Desde mi punto de vista, tu chico tiene un poco de cada. Y, siento decirlo, pero ese tipo de personas suelen acabar jodidas: tienen problemas con la confianza y con la intimidad, con el sexo y con las relaciones. La mitad del tiempo se preocupan por amoldarse y vivir una vida convencional, sin culpabilidades, y la otra mitad se entregan a extravagantes impulsos y a adicciones, y corren riesgos que acaban por matarlos.

Doc suspiró dentro de la taza.

—Sí, ya, creo que he leído algo parecido a eso. ¿Y qué se puede hacer?

—No mucho, me temo —musitó Heinlein—. Todo se remite a nuestras primeras experiencias y a la manera en que perfilan el resto de nuestras vidas. ¿Sabías que los bebés son capaces de identificar la cara de su madre minutos después de nacer? Cuarenta semanas en el útero implican un vínculo realmente fuerte, así que ser abandonado es terrible. Aunque te hubieran entregado a tus hijos al minuto de haber nacido, estos seguirían recordándolo a cierto nivel, y seguiría siendo devastador para ellos.

Doc se puso a rumiar aquello.

—En realidad, es algo peor que eso, Gus. Estuvieron con sus madres durante tres años enteros —admitió finalmente—. Y, cuando se los llevaron, fue en contra de la voluntad de estas —susurró—. Eso nunca se lo hemos contado.

Gus se quedó pasmado por la indiferencia que mostraba su compañero hacia sus hijos y, haciendo un esfuerzo sobrehumano para mantener su imparcialidad profesional, se obligó a asentir compasivamente.

En la siguiente sesión de terapia, el doctor Heinlein intentó por todos los medios no parecer culpable. Le tenía cariño a Mike y se sentía mal por haber hablado con Doc a sus espaldas. Quería compensar al chico con una sesión de verdadero descubrimiento, de limpieza, así que empezó con una pregunta realmente dura.

—¿Dirías, Mike, que te resulta imposible dejar que la gente se acerque a ti?

Mike se quedó momentáneamente desconcertado.

—Caray, doctor Heinlein. Yo también me alegro de verlo —bromeó. Pero Heinlein estaba muy serio.

—Muchos huérfanos tienen esa sensación, Michael, y ya me has contado que tu relación con la señorita Inhelder era muy difícil.

Mike se revolvió para ponerse cómodo.

—Ojalá nunca hubiera entrado en ese espectáculo —dijo—. Ojalá nunca me hubiera acercado a ella. —Mike hizo una pausa—. Ni al tío Loras.

Heinlein levantó la vista.

—¿Lamentas haber tenido esa relación tan estrecha con tu tío?

—Cada vez que me acerco a alguien, desaparece.

Heinlein apuntó una nota en el cuaderno.

—La muerte es algo natural, Mike. Algo terrible y trágico, pero natural. Todos la tememos y todos la experimentamos. Está bien llorar, pero culparte no te llevará a ningún lado.

Heinlein decidió que necesitaba aligerar el ánimo: no pretendía que el tema de la muerte surgiera tan pronto en su relación.

—De todos modos, estoy seguro de que en realidad no te arrepientes de haber participado en el espectáculo. ¡Si me dijiste que había sido uno de los mejores momentos de tu vida!

Mike se encogió ligeramente de hombros.

—Sí. Lo fue.

—¿Y por qué crees que lo disfrutaste tanto, Mike?

Mike se quedó pensando unos instantes.

—Fue… una sensación increíble, estar allí arriba, en el escenario, con todo el mundo mirándome…, queriéndome. —Michael se ruborizó, consciente de que aquello sonaba arrogante—. Y… me encantaba disfrazarme. Me encantaba hacer de Patrick. Me parecía… tan fácil estar sobre el escenario, decir el texto que me había aprendido, hacer los movimientos que había ensayado… Saber adónde me dirigía y cómo acabarían las cosas.

—Te encantaba la ficción, ¿no? ¿Te gustaba la máscara? Convertirte en otra persona, dejar que todo el mundo te mirara sin mostrarte de verdad.

Mike miró bruscamente al doctor. Así era exactamente cómo se había sentido.

—Entonces te gusta disfrazar partes de ti mismo —se aventuró Heinlein— detrás de la actuación, detrás del trabajo de voluntariado, detrás del conformismo y la obediencia… ¿Porque te da miedo dejar que la gente vea y pueda llegar a juzgar a tu verdadero yo?

—Es difícil relajarse cuando te preocupan esas cosas —admitió Mike.

—Pero ¿por qué intentas esconderte, Mike?

Se produjo una larga pausa antes de que Mike respondiera, con un hilo de voz.

—No lo sé.

—¿Qué pasaría si dejaras de fingir y permitieras que el mundo viera tu verdadero yo? A mí me parece que les parecería realmente maravilloso.

Mike miró al doctor Heinlein con los ojos brillantes.

—De eso nada. Créame, doctor Heinlein, de eso nada. Yo… no soy como los demás. Soy diferente, una especie de ser deforme.

—Ligeramente sin formar tal vez, pero no deforme, Mike. Si me hablaras de la parte más íntima de tu ser, de la parte que más temes que cualquier otra persona vea, te garantizo que no sería nada que no hubiera oído antes. ¿Qué es lo que más te avergüenza, Mike? Nada de lo que puedas decir me repugnará ni me sorprenderá. Aquí estás libre de juicio.

Mike empezó a llorar. Deseaba con todas sus fuerzas contarle la verdad al doctor Heinlein y, antes de que se diera cuenta, le estaba detallando todo sobre Marius Inhelder, ni más ni menos: lo guapo que le había parecido aquella noche en el coche mientras conducía hacia Mr. Henry, cuánto se parecía a Charlotte, pero con mucha más fuerza… Respirando entrecortadamente y con dificultad, le describió la atracción, la complicidad que había sentido al ver reír y charlar a Marius con sus amigos, la forma en que le brillaba el cuello bajo la luz de la luna mientras los llevaba de vuelta a casa, las ganas que tenía de extender la mano y tocarlo.

—Me sentí como si me pasara algo raro…, como si no fuera normal —explicó Mike, mirando desesperado al doctor en busca de ayuda, de una explicación, de consuelo.

El doctor Heinlein se inclinó hacia delante en su silla con arrobada atención y, de pronto, miró el reloj.

—Se ha acabado el tiempo, Mike —dijo con suavidad—. Ha sido una sesión muy positiva y continuaremos donde lo hemos dejado la próxima semana.

Cuando Mike se marchó, el doctor Heinlein llamó a regañadientes a Doc Hess.

—Doc —dijo con determinación—, tengo que preguntarte una cosa. ¿Te has planteado alguna vez que tu hijo pueda ser, y te pido disculpas por la pregunta, homosexual?

Durante un breve instante, se hizo el silencio en la línea y luego Doc se echó a reír a carcajadas.

—¿Sabes qué te digo, Gus? Que te ahorres ese rollo de Freud. Puede que Mike sea muchas cosas, pero, si hay algo que obviamente no es, ¡es un puñetero maricón!

Poco después, Doc anunció que las sesiones de terapia con el doctor Heinlein se habían acabado.