9 de agosto de 1955
Roscrea
Philomena y Margaret vieron a la mujer del vestido de flores entrar en el convento por la puerta principal y se dieron un codazo la una a la otra, admiradas. Parecía tan afable y tan elegante… Llevaba un pequeño casquete en la cabeza, colocado con una inclinación increíblemente elegante, y los tacones de sus zapatos eran eternos.
—Desde luego, parece una estrella de cine —susurró Philomena.
—¡Sí, como Jayne Mansfield, diría yo! —exclamó Margaret, con una risita tonta.
Pero Philomena nunca había oído hablar de Jayne Mansfield, así que la conversación se desvió hacia el resto de la comitiva. Detrás de la estrella de cine iban una mujer mayor y un cura, o más bien una especie de obispo o cardenal. La hermana Hildegarde y la madre Barbara revoloteaban a su alrededor llamándole «excelencia» y atropellándose la una a la otra para intentar ser amables. El grupo se detuvo para admirar el recibidor y la gran escalera georgiana y luego desapareció de la vista de las chicas al entrar en las oficinas del convento.
Mientras caminaban de vuelta al trabajo —atravesando el patio y pasando por delante de las ruinas del monasterio para bajar al edificio de la lavandería— Philomena y Margaret aprovecharon la oportunidad para charlar. Habían hablado mucho en el último mes, desde que habían firmado los papeles. Planeaban colarse en la guardería, coger a sus hijos y saltar por la ventana trasera del dormitorio, o romper y abrir el candado de la puerta principal. Más de una vez habían fijado la noche en la que huirían, pero siempre había habido algún problema: un día santo que hacía que fueran legiones de monjas al convento y convertía los pasillos en un lugar peligroso, una tormenta eléctrica que transformaba los campos en un lodazal impracticable, o un dolor de cabeza fruto de los nervios que dejaba a una de ellas fuera de juego. Cada vez elegían un nuevo día para huir y empezaban a planearlo todo de nuevo, pero al final los obstáculos eran tan grandes y las postergaciones tan numerosas que su sueño había acabado desmoronándose.
Margaret fue la primera en expresar sus dudas.
—¿Adónde irías si saliéramos de aquí, Phil? —preguntó—. ¿Tienes algún sitio adonde ir? Porque yo lo tendría muy difícil. No puedo volver a Dublín, eso está claro…
Philomena asintió con tristeza.
—Lo sé. Papá le ha dicho a todo el mundo que me he ido a Inglaterra, así que no puedo aparecer en Newcastle West con Anthony. Nadie sabe que he tenido un bebé, la verdad.
Las muchachas guardaron silencio mientras rumiaban lo que hacía tiempo que sabían en el fondo: nadie escapaba de la abadía de Sean Ross y nadie podía con las monjas. Irlanda no era lugar para una madre sin marido ni para un niño sin padre.
—Pero tal vez el lance no se ha acabado —dijo finalmente Margaret—. Hace semanas que nos han hecho firmar esas cosas y no ha pasado nada. A lo mejor ya no hay nadie buscando niños. A lo mejor vuelven y nos dicen que, al final, nos los tenemos que quedar.
Esa noche, a la hora de hacer punto, la hermana Hildegarde fue a ver a las chicas, visiblemente excitada. Era una mujer vivaz de cuarenta y pocos años, bajita y enjuta, de mirada penetrante y un cerebro que siempre parecía estar un paso por delante del de los demás. Normalmente era fría y reservada, pero aquella noche se estaba permitiendo demostrar una emoción desacostumbrada.
—Nancy… Margaret, quiero decir. Margaret McDonald, haz el favor de venir aquí.
Margaret levantó la vista, perpleja por tan inesperada citación, y le entregó a la pequeña Mary a Philomena. Para sorpresa de Margaret, Hildegarde la besó en ambas mejillas.
—Margaret, hija mía, deberías sentirte orgullosa —dijo la hermana Hildegarde—. Hoy nos ha honrado con su presencia un obispo de Estados Unidos. Es un obispo importante, de un lugar llamado Illinois. ¡Imagina qué vida más maravillosa tendrá tu Mary en un lugar así!
Abrumada por la efusiva afabilidad de la hermana y la relevancia de sus palabras, la respuesta de Margaret se limitó a un confuso tartamudeo.
—¿A qué se refiere, hermana? ¿El obispo quiere ver a mi hija?
—¡No, no, no, niña! Por el amor de Dios, qué atolondrada eres. Hablo de su hermana, por supuesto. ¡La hermana del obispo se va a llevar a tu hija a Estados Unidos!
Philomena, que observaba desde el otro extremo de la habitación, vio que su amiga rompía a llorar y fue corriendo hacia ella para consolarla, mientras la hermana Hildegarde salía con arrogancia al pasillo.
Las semanas siguientes fueron duras para Margaret. No solo sabía que pronto le arrebatarían a su hija, sino que tenía la carga adicional de saber que Mary sería separada de Anthony y de que ella misma abandonaría a su mejor amiga.
Philomena hacía lo que podía para consolarla: le decía que Mary tendría una vida mucho mejor en Estados Unidos de la que pudiera jamás esperar en Irlanda y que nada podría garantizar mejor su futura felicidad que el hecho de que la hermana de un importante obispo cuidara de ella.
En sus mejores momentos, Margaret reconocía la verdad de los argumentos de Philomena, pero en otros nada podía consolarla. No dejaba de repetir: «¡Deberíamos habernos enfrentado a ellas, deberíamos habernos negado!». La mujer que en su momento había considerado una estrella de Hollywood, ahora le parecía poco más que una ladrona de niños.
Las dos muchachas pasaban las tardes viendo jugar juntos a sus hijos en la guardería, mientras les daban vueltas a sus propios y ahora divergentes pensamientos.
—Sé de un jovencito al que se le romperá el corazón cuando Mary se vaya —le decía Philomena a su amiga, mientras le apretaba la mano. Pero, en privado, suspiraba en silencio, aliviada porque al menos no le hubieran quitado a su Anthony.
10 de agosto de 1955
Aunque la carta iba dirigida personalmente a la hermana Barbara, pudo observar que habían enviado copias a las madres superioras de Castlepollard de Westmeath, del Hogar San Patricio de Dublín, de Santa Clara de Stamullen y de la Sociedad de Adopción del Sagrado Corazón de Cork.
La directora del Hogar de Adopción Ángel Guardián de Brooklyn (Nueva York) les escribía para advertirles de que el Comité Nacional de Beneficencia Católica (NCCC) de Estados Unidos estaba teniendo dificultades para cumplir con sus obligaciones en relación con la supervisión de las parejas estadounidenses que querían adoptar a niños irlandeses. Decía que el NCCC ya no podía garantizar la idoneidad de todos aquellos que solicitaban la adopción de niños de Irlanda; en concreto, advertía textualmente: «Tenemos razones para creer que los potenciales adoptantes estadounidenses que ya han sido rechazados por razones serias en Estados Unidos se están dirigiendo directamente a las sociedades de adopción irlandesas para conseguir niños».
La madre Barbara acudió en busca de consejo al palacio arzobispal, donde le dijeron que ignorara la carta.