ONCE

1984

Mike le había dejado un par de mensajes a Robert Hampden, pero no había obtenido respuesta. Un martes de finales de julio, al volver de comer, se encontró una nota de su secretaria en la que le pedía que llamara «al señor Horden a la Casa Blanca». Mike no reconoció el nombre, pero comprobó el número y se dio cuenta de que se trataba de Robert.

—Torre de control, aquí Hampden.

Mike se rio.

—Aquí Michael Hess, Robert. ¿Ahí todo el mundo contesta así al teléfono, o solo tú?

—Solo yo, por supuesto. Me alegro de que me hayas llamado. Me han pedido que vaya a dar un paseo y me gustaría que me acompañaras. ¿Estás libre el viernes a la hora de comer, por casualidad? ¿Quedamos en el club de campo de Chevy Chase a las doce y media?

—Sí, claro. ¿A qué tipo de paseo te refieres?

—En realidad no hay que caminar —respondió Robert—. Tú ponte un traje elegante con un pañuelo de seda en el bolsillo de la solapa para estar bien guapo. ¿Podrás hacerlo?

Mike se rio.

—Lo intentaré.

Robert lo estaba esperando delante del desgarbado edificio del club, construido con muros de entramado de madera.

—Michael, me alegro mucho de verte. A ver, a Nancy la acompañará Jerry Zipkin, ¿lo conoces? Yo seré el escudero de Jennie Edelman y tú te harás cargo de la deliciosa Laura Thurgood. Las damas no llegarán hasta dentro de media hora, así que nos da tiempo a tomar algo, si quieres. Podemos ir directamente a la Sala Gable y pedir una copa.

Los dos hombres se sentaron en aquella sala ligeramente lúgubre, de techos altos, recubierta de paneles de madera y llena de mesas preparadas para el almuerzo, y bebieron un prosecco. Estaba claro que Robert, con su traje de espiguilla de botonadura cruzada y sus brillantes zapatos de cordones negros, era un cliente habitual. El personal que atendía lo saludó refiriéndose a él como «señor Hampden» y le preguntó qué tomarían las damas para almorzar.

—Algo ligero. La señora Edelman no come carne, como ya sabe, la primera dama tomará los dos platos de siempre y la señora Thurgood estará encantada de tomar lo mismo que la señora Reagan. —Robert se volvió hacia Mike y le guiñó un ojo—. Como habrás deducido, nuestra feliz tarea consiste en acompañar a las bellas esposas de los atareados hombres de negocios. Cuando tu marido está ajetreado en la Casa Blanca o en el Senado, el accesorio fundamental de cualquier mujer es un acompañante encantador que te entretenga y, por descontado, que sea tu pareja para jugar a las cartas y también tu confidente.

Una semana después del almuerzo en el Chevy Chase, Robert invitó a Mike a la Casa Blanca y se sentaron a tomar un café en el despacho del Ala Oeste del jefe de Robert, Mike Deaver, que estaba fuera de la ciudad.

—Tengo que darte la enhorabuena, Michael —dijo Robert con una sonrisa taimada—. Nancy me ha dicho que le pareciste un encanto y que, si no estuviera comprometida con el estupendo y maravilloso Jerry, le encantaría que fueras su acompañante en un futuro. ¿Qué te parece?

Mike se recostó en la silla y se echó a reír.

—¿Qué me parece? Me parece que la señora Reagan es muy amable y me cayó muy bien. Pero, a decir verdad, no me veo futuro como acompañante de las esposas de otros, por muy importantes que sean. La verdad es que no es mi estilo.

Robert puso carita de pena.

—Ya veo. Eres un tío serio sin tiempo para frivolidades, ¿no es así? Siempre trabajando como un esclavo sobre tus libros de Derecho y preocupándote por el futuro del partido, ¿no? Te interesa más la manipulación de distritos electorales que Jerry Zipkin, ¿verdad?

Robert dio una palmada sobre la mesa y se rio a carcajadas de lo malo que era su chiste. Mike puso los ojos en blanco.

—Sí, así es, me temo. Mucho trabajo y poca diversión.

A Mike le gustaba la energía de Robert, su ingenio y su entusiasmo por la vida. Le encantaba la manera en que convertía en broma las cosas más serias y lo encontraba muy atractivo físicamente.

—Pero, de todos modos, ¿qué le pasa a Jerry Zipkin? ¿De dónde demonios ha salido? ¿Y por qué Nancy lo aprecia tanto?

Robert miró a Mike como si fuera un caso perdido.

—¿Dónde has estado toda la vida, Michael? Jerry Zipkin es el acompañante por antonomasia y, probablemente, el tercer hombre más influyente de Washington. Eso contando a Nancy como hombre. Si te enfrentas a él, será por tu cuenta y riesgo. Tiene la lengua afilada como una cuchilla y una sola palabra suya puede arruinar carreras y reputaciones. Pero, si a Jerry le caes bien y lo tratas como es debido, puede ser el amigo más leal y útil que hayas tenido jamás.

—Por favor —dijo Mike, echándose a reír—. ¡Si es una reinona!

—Querido —respondió Robert—, desde luego que lo es. ¿Y qué hay de malo en ello, si se me permite preguntarlo? Puede que te hayas dado cuenta de que las tres carabinas que estábamos en el Club de Campo teníamos, al menos, una cosa en común, ¿no? Piénsalo y verás cómo tiene sentido: si el sultán deja a alguien a cargo de su harén, no querrá a nadie que se sienta tentado a meter la mano en el tarro de la miel, si me perdonas la metáfora asquerosamente ambigua. Antiguamente, preferían a los eunucos, pero hoy en día resultan un poco caros, así que somos la siguiente mejor opción. Voilà!

—¿Y haces mucho de acompañante? —preguntó Mike, fascinado por la idea de que existiera una red oculta de hombres gais que hicieran de carabina de los hombres ricos y poderosos en la alta sociedad de Washington.

—Ah, no, solo es una actividad complementaria, estoy demasiado ocupado con Ron. Y, de todos modos, las damas lo que realmente quieren es a alguien como Jerry: mucho mayor y más importante que nosotros, con pañuelos de seda roja que apesten a agua de colonia y un tupé perfecto en su vieja cabeza perfectamente calva, pero que puedan llevarlas a desfiles de moda y bailes de sociedad, además de aconsejarlas con el color del pelo, el maquillaje, los zapatos, los bolsos, la lencería y los pros y los contras de la terapia hormonal sustitutiva. Jerry es estridente y maleducado, una víbora y un esnob, es mordaz y quisquilloso, y todos lo adoran y lo temen. Es lo más cerca que podrán estar jamás de Oscar Wilde y los vuelve locos. ¿Lo pillas?

—Sí —respondió Mike—. Pero lo que no pillo es cómo tíos como ese pueden sobrevivir y prosperar en el entorno de los Reagan. Creía que este era el presidente que vituperaba la homosexualidad y enviaba a todos los gais al infierno.

—Ah, no, mi querido amigo; creo que debes de estar pensando en otro Ronald Reagan. A este Ronald le importa una mierda lo que la gente haga en la intimidad de sus dormitorios. Él y Nancy hicieron sus primeros pinitos en Hollywood, no lo olvides, y todos sus amigos actores son gais. ¿Por qué algunos de ellos vienen a la Casa Blanca y se alojan en ella? Es Jerry Zipkin quien aconseja sobre las listas de invitados, ¿sabes? Precisamente el año pasado, cuando remodelaron la casa, invitaron a pasar la noche allí al diseñador Ted Graber y a su amante, Archie Case. Una pareja encantadora. Ron no es un intolerante del mundo del armario, lo tolera sin problemas.

El tono de Robert era de broma, pero Mike no se rio.

—Vale, ¿entonces por qué cede ante los intolerantes? ¿Por qué deja que Falwell, Robertson y Buchanan hablen en nombre del partido?

—Oye, ya sé a qué te refieres. Pero es el viejo problema de la política y de los pactos faustianos que estos tíos tienen que hacer para ser elegidos. Desde luego, Ron tiene un discurso homófobo, pero créeme: no predica con el ejemplo.

Robert lo estaba invitando a dejar el tema, pero Mike no lo hizo.

—Muy bien, entonces dime una cosa: ¿cómo es posible que esta Administración gobierne en el momento de mayor amenaza para las vidas de los hombres gais que este país jamás haya conocido y no haya movido ni un dedo al respecto? ¿Cómo es posible que Reagan contrate a gente como Gerry Hauer y Bill Bennet, que bloquean los fondos de investigación y las campañas informativas? ¡Si eso no es predicar con el ejemplo, no sé lo que es! —Robert se puso serio—. Lo siento, Robert —dijo Mike—. Sé que no es culpa tuya, no te estoy gritando a ti. Solo que todo esto me tiene aterrorizado. Estoy muerto de miedo y no sé qué hacer.

—Tú y millones de personas como nosotros, Mike. Lo único que podemos hacer es no perder la calma y tomar precauciones.

Mike asintió.

—Otra cosa que tú y yo podemos hacer es permanecer en contacto y compartir las cosas de las que nos enteremos —dijo este, viendo la oportunidad de seguir en contacto con Robert—. Tú consigues información por tu parte y yo por la mía, así que ¿por qué no ponemos en común lo que sabemos?

—Me parece una gran idea —accedió Robert—, sobre todo si lo hacemos durante un buen almuerzo o una cena, ¿no te parece? ¿Vas a ir a Dallas, al congreso, el mes que viene?

—Claro. El comité se ocupa del espectáculo, así que allí estaré. Como el viejo y aburrido asesor del presidente, mientras tú y Mike Deaver os ocupáis de las cosas importantes, como conseguir las flores y empolvarle la nariz. Parece una combinación ganadora, ¿no crees?

Dallas era un lugar caluroso y pegajoso a finales de agosto, y los cientos de funcionarios que volaron allí para celebrar el nombramiento de Ronald Reagan corrían de los coches con aire acondicionado al auditorio con aire acondicionado y de allí a las habitaciones de hotel con aire acondicionado. Mike había ido unos días antes con una avanzadilla para supervisar los preparativos en el Reunion Arena, donde iba a tener lugar el congreso. Cuando Reagan llegó el día 22 por la mañana, los preparativos se habían puesto en marcha hacía dos días y Mike estaba rendido. Lo trasladaron hasta el centro de la ciudad con el resto de miembros del Comité Nacional Republicano, hasta el hotel Anatole de Loew, para dar la bienvenida al partido de la presidencia y se irritó un poco al ver a Robert entre Ron y Nancy, con su habitual aspecto inmaculado e imperturbable.

—Vaya, me alegro de ver que alguien ha tenido un día relajado —le susurró mientras Reagan rompía el hielo hablando con los miembros del equipo.

Robert sonrió con suficiencia.

—Champán y caviar durante todo el camino. Ron está en buena forma y me alegro muchísimo de que no haya tenido rival para el nombramiento y que sea el favorito para ser reelegido, ¿no te parece? Puede que incluso esté libre para la hora de la cena. Sospecho que el jefe estará echando una siesta y viendo los discursos por la tele.

Mike se rio con frialdad.

—Tendríamos que cenar muy tarde. Voy a estar en el Arena hasta que acabe el último discurso y pasen lista de los estados. Podría acabar a medianoche. ¿Por qué no quedamos para desayunar, mejor?

Pero, a la mañana siguiente, Robert estaba preocupado con los preparativos para el discurso del presidente y la cobertura mediática y no tenía mucho tiempo para charlar. Reagan se encontraba en buena forma por la noche y salió al escenario entre los aullidos del público y unos cánticos ensordecedores que repetían: «¡Cuatro años más!» y «¡Reagan, Reagan, Estados Unidos!».

En el discurso de agradecimiento arremetió contra los demócratas por los planes que tenían para la economía, la política exterior y los valores familiares.

—Para nosotros, las palabras como «fe» y «familia» no son consignas que hay que sacar del armario cada cuatro años —exclamó el presidente. La elección de aquellos términos hizo sonreír a Mike—. Son valores que hay que respetar y vivir día a día. Que Dios os bendiga y que continúe bendiciendo a nuestro amado país.

Ron y Nancy acudieron a la celebración posterior del personal y la fiesta duró hasta mucho después de que el presidente y la primera dama se fueran a la cama. Mike bebió tanto que, a altas horas de la madrugada, chocó contra una puerta de cristal y se quedó fuera de combate. Robert Hampden se lo encontró con la cara ensangrentada y lo llevó a urgencias. Tuvieron que darle siete puntos en la herida de la cabeza y voló de vuelta a Washington al día siguiente, sintiéndose débil e inquieto.