1976
En cuanto Mark O’Connor volvió de pasar el verano en Boston, Mike se fue a vivir con él. Mark había encontrado un piso grande en un barrio que el agente inmobiliario había descrito como «de transición». Así de esperanzador. Se encontraba entre el Capitolio y el cuartel de la Infantería de Marina, y lo que hacía que un par de estudiantes como ellos se pudieran permitir tanto espacio como disponían era la reputación de la zona de poco menos que salubre. El amplio apartamento ocupaba todo el piso situado encima de una tienda. Tenía los techos altos, muy pocos muebles y era perfecto para dar fiestas.
Tras su dramática relación con David Carlin, Mike daba gracias por empezar a vivir una nueva vida con Mark. No es que Mark fuera aburrido —algo que, desde luego, no era—, pero irradiaba una firme sensación de serenidad. Era inteligente y se encontraba bien consigo mismo: para él ser gay no era una fuente de tormento, sino una fuente de alegría. Y era muy muy guapo.
Cuando Jimmy Carter fue elegido líder de los demócratas, Mike se alegró. Admiraba a Carter y le dijo a Mark que ya era hora de largar a los republicanos y borrar los últimos restos de la corrupción de Nixon. Además, tenía la esperanza de que, con un demócrata en la Casa Blanca, se pudiera templar la homofobia innata de Washington. Aun así, él siguió tratando su sexualidad si no como algo secreto, al menos como algo que no iba pregonando fuera de su círculo más cercano.
En la Navidad de 1976, Mike y Mark dieron una fiesta espectacular en su piso. No era exclusivamente gay, también habían invitado a amigos heterosexuales, a chicos y chicas, a estudiantes de la facultad de Derecho y de la clase de Mark. Todos ellos acudieron en tropel. Algunos conocían a Mike y a Mark, mientras que otros daban por hecho que eran solo un par de amigos que compartían piso. Al principio de la noche, brindaron por la elección de Jimmy Carter como presidente el mes anterior y porque 1977 —el bicentenario de Estados Unidos— fuera un año mejor.
Susan Kavanagh acudió con su amiga Karen, una explosiva morena que trabajaba de asistente jurídica para un despacho de abogados de Washington. Cuando Karen vio a Mike, agarró a Susan del brazo.
—¿Ese es Mike? ¡Por el amor de Dios, debería salir en las películas! ¿Cómo no me habías contado lo bueno que estaba? No estás bien de la cabeza, Susan Kavanagh: estoy realmente preocupada por ti.
A Mike aquello le hizo gracia y se sintió halagado por el interés de Karen hacia él. La chica se pasó la noche corriendo de aquí para allá entre la cabina de pinchadiscos improvisada y la barra, para vergüenza de Susan, mientras Mark observaba desde una esquina con una sonrisa irónica. A eso de la medianoche, Mike apagó el tocadiscos, cargó un cartucho de ocho pistas y se unió a la fiesta. Karen, que había estado disfrutando del champán, se abalanzó sobre él y lo arrastró a la pista de baile.
—¡Tu amiga está loca! —le susurró a Susan al oído—. Pero me gusta su estilo.
Llegaron las tres de la mañana. Los últimos invitados se marchaban en un goteo constante y Susan estaba ayudando a Mike a recoger algunos de los vasos que estaban esparcidos por la sala.
—Me va a costar un poco hacer que Karen se vaya —le advirtió, mientras señalaba a su amiga, que estaba seductoramente tumbada en el sofá—. Cree que esta va a ser su noche de suerte.
Mike sonrió, preguntándose si Susan habría adivinado la verdad sobre él. Había estado esperando el momento apropiado para sacar el tema, pero ella se le adelantó.
—¿Sabes, cielo? —le dijo su amiga, acariciándole el pelo—. Tienes carteles de Broadway por todas partes y el piso está decorado con un buen gusto sospechoso. No quiero sacar conclusiones precipitadas, pero… —Susan se volvió para mirar a Mark, que estaba charlando con un grupo de gente al lado de la puerta—. De verdad, creo que hacéis muy buena pareja.
Mike la miró, sintiéndose feliz y triste al mismo tiempo.
—Gracias —respondió en voz queda.
Una hora después, Karen se había quedado grogui en el sofá y Susan se tomó un café con Mike y Mark, que estaban sentados sobre unos cojines, rodeándose mutuamente con los brazos.
—Está soñando contigo, Mike… —dijo Susan, señalando el tranquilo rostro de Karen—. ¡Creo que está enamorada!
—¿Sabes qué? Suele provocar ese efecto sobre las mujeres —dijo Mark, echándose a reír—. ¡No sé si estar celoso o sentirme halagado!
Susan suspiró con aire teatral.
—De hecho, Karen no es la única. Cuando lo conocí, a mí también me endulzaba los sueños. Eres un hombre afortunado, Mark O’Connor.
La de la Navidad de 1976 fue la primera de muchas reuniones en el piso del Capitolio. A Mike le encantaba recibir gente y organizaban muchas cenas y fiestas a las que acudían interminables hileras de personas que llegaban por la noche y, a menudo, se quedaban varios días. Él era buen cocinero y ambos se habían ganado la reputación de chefs consumados cuyas cenas no había que perderse. Estaban pasando por un momento feliz de su relación: no solo eran amantes, sino también amigos. Mark le presentó a su hermana Ellen, que se había casado hacía poco y vivía en Washington, y ella y Mike se hicieron muy amigos. Iban juntos al zoo de Woodley Park, de compras a Woodies y a Lord & Taylor, en Chevy Chase, y quedaban para comer en restaurantes de Bethesda. Cuando el matrimonio de Ellen se rompió, fue en Mike en quien buscó apoyo y comprensión.
Pero Mark se daba cuenta de que Mike tenía problemas con su propia familia. Hablaba a menudo y con veneración de su hermana Mary y de su encantador bebé, de vez en cuando hablaba con cariño de Marge, pero apenas comentaba nada de su padre adoptivo y de los años que había pasado intentando estar a la altura de sus expectativas. Estaba ofendido por la negativa de Doc a ayudarle con los estudios de Derecho y resentido por la homofobia que su padre apenas intentaba disfrazar. Por las llamadas telefónicas de Mike a su casa, Mark había deducido que era una relación difícil: no discutían ni se gritaban por teléfono, pero la conversación era tensa y agresiva. Como para compensarlo, Mike hablaba mucho de sus orígenes irlandeses y de su madre biológica, a la que estaba decidido a encontrar. Le gustaba que la gente supiera que era adoptado. En parte, sospechaba Mark, para poner distancia entre él y Doc.
Los abuelos de Mark habían venido de Irlanda a trabajar como sirvientes en el lujoso barrio de Beacon Hill, en Boston, pero Mark se consideraba estadounidense y no tenía demasiado interés en conocer a sus antepasados. Para él, la obsesión de Mike con Irlanda, su determinación por descubrir la historia completa de sus raíces, resultaba fascinante y un tanto extraña. Pero sabía cuánto significaba para él y lo animaba.
—¿Y por qué no vuelves allí? —le preguntaba—. ¿Qué te lo impide?
—Bueno, muchas cosas —respondía Mike—. Sería muy caro, en primer lugar, y no quiero arriesgarme a incomodar a Marge.
Mark frunció el ceño.
—Entonces, ¿vas a vivir toda la vida lamentándote constantemente porque no puedes ir a Irlanda y porque eso te rompe el corazón? No dejas de decir que volver allí respondería a tus preguntas sobre ti mismo, así que ¿por qué no ibas a ir? Marge lo entenderá, parece una mujer comprensiva.
La noche siguiente, Mike volvió de su programa de la WRGW blandiendo un disco que le habían enviado para poner en la radio.
—¡Mark, Mark! —gritó—. Esto es rarísimo. Y justo después de la conversación que hemos tenido… ¡Es increíble! —exclamó, y puso el disco en el equipo de música—. Escucha esto: es una banda irlandesa. Una banda irlandesa.
Mark escuchó mientras una evocadora voz femenina entonaba una pegadiza melodía.
¿Te gustan las manzanas? ¿Te gustan las peras?
¿Te gustan las chicas con el pelo rizado y castaño?
De pie en una esquina, con un cigarrillo en la boca
y las manos en los bolsillos, me susurró.
Trabaja en el muelle por nueve chelines a la semana
y cuando llega el sábado por la noche vuelve borracho a casa.
Pero, aun así, yo lo quiero, no puedo negarlo.
Iré a donde él vaya.
—¿Qué? —exclamó Mike—. ¿Qué te parece?
—Es precioso —dijo Mark—, pero todavía no lo pillo. ¿Cuál es esa coincidencia tan asombrosa?
Mike se sentó a su lado, ruborizado de emoción.
—A ver, hemos estado hablando de lo de volver a Roscrea, ¿no? De que eso, ¿cómo has dicho?… De que eso «me haría sentir completo». Y llevo todo el día intentando recordar cosas de aquel lugar, del lugar donde me crie. Entonces, llego a la WRGW y tengo encima de la mesa este disco de un grupo llamado Bothy Band, del que nunca había oído hablar. Y, en cuanto lo pongo, tengo la sensación de haber oído esa canción antes. Pero creo que es una locura, porque el disco acaba de salir. Así que le pregunto a Rick Moock y me dice que es una antigua canción irlandesa que han rescatado de algún sitio. —Mike hizo una pausa—. ¿Sabes qué, Mark? Creo que la debí de oír allí, cuando era un bebé. Creo que debían de cantármela y se me quedó grabada en la cabeza. Y ahora es como…, como un mensaje que me llega de ese otro mundo del que procedo —anunció, sonriendo y con los ojos brillantes—. ¿Y sabes qué es lo más raro de todo? Que hay momentos en los que casi puedo ver a la mujer que me la cantaba… Casi puedo ver su cara.
Mark lo cogió de la mano. Mike tenía los ojos llenos de lágrimas y, de repente, parecía inseguro, como si quisiera decirle algo pero tuviera miedo de que se riera de él.
—Venga, Mike —susurró Mark—. ¿Qué pasa?
—A lo mejor te parece una tontería, pero es como si mi madre estuviera… enviándome un mensaje, como si estuviera intentando ponerse en contacto conmigo, como si ella supiera lo que pienso constantemente aquí y yo supiera lo que ella piensa, aunque nos separan tantos años y tantos kilómetros. —Mike vaciló un instante, antes de proseguir—. Lo que creo es que mi madre me está buscando, Mark. Creo que me está buscando en este momento. Y creo que me está enviando un mensaje para que yo haga lo mismo. ¿Te parece una locura? ¿Crees que ese tipo de cosas pueden suceder?
Mark sonrió, pero no era una sonrisa de burla.
—Claro que sí, Mike. Creo que, si amas a alguien el tiempo suficiente con la intensidad suficiente, puedes llegar a comunicarte mentalmente con esa persona. Y no hay nada más fuerte que el amor de una madre. Se oyen muchas historias de madres e hijos que se comunican, de madres que pueden oír llorar a sus hijos aunque estén a kilómetros de distancia. Yo creo que tienes que ir allí y descubrir si te está buscando. Piensa en lo desesperada que debe de estar.
Mike exhaló un suspiro de alivio y alegría.
—¿Qué más se puede decir? ¡Irlanda, allá voy! —El muchacho se enjugó las lágrimas y abrazó a Mark—. Gracias, cielo. Eres tan bueno conmigo…