1968
En medio de las revueltas, en el sexto año de guerra de Estados Unidos con Vietnam, con decenas de miles de personas en las calles de las ciudades estadounidenses y el movimiento Black Power desafiando el orden establecido, Michael y Mary Hess se convirtieron en ciudadanos estadounidenses. Los doce años y medio en calidad de extranjeros, durante los cuales habían tenido que renovar y registrar anualmente los pasaportes irlandeses en el Servicio de Inmigración, llegaron a su fin el 3 de octubre de 1968.
Doc Hess lo arregló todo para que su nacionalización tuviera lugar en el tribunal de Rockford, bajo el auspicio del juez del distrito, Albert O’Sullivan. El juez Bert era habitual de la consulta de urología de Doc y ambos pertenecían a la flor y nata de Rockford, así que O’Sullivan había accedido a hacer una excepción y celebrar una ceremonia privada para Mike y Mary, mientras que los otros treinta y cinco solicitantes se apiñarían después en un juramento colectivo. Mike y Mary fueron elegidos para dar cobertura al acto en el Rockford Register del día siguiente bajo el titular: «Los Hess irlandeses se convierten en ciudadanos de Estados Unidos»:
Mike y Mary Hess, estudiantes de Boylan, se han convertido en ciudadanos de Estados Unidos en una ceremonia que ha tenido lugar en el juzgado el día 3 de octubre. Michael, nacido en Tipperary (Irlanda), llegó a Estados Unidos con tres años y medio. Apenas guarda recuerdos de su tierra natal y perdió el acento irlandés poco después de su llegada. Mary Hess nació en Dublín y llegó aquí con dos años. El juez del distrito, Albert S. O’Sullivan, ha presidido ambas ceremonias. Mary Hess ha declarado que ha sido un acto bonito y emotivo, y que nunca lo olvidará. Por su parte, Michael ha señalado que se siente estadounidense desde su llegada, hace doce años, y que por fin tiene derecho a reivindicarlo. Treinta italianos, dos ingleses, dos suizos y el niño de cuatro años Rickey McDowell, de Castlepollard (condado de Westmeath, Irlanda), fueron posteriormente nacionalizados.
Al leer el periódico a la mañana siguiente, Mike y Mary se indignaron.
—¿«Un acto bonito y emotivo»? ¡Puaj! ¿Quién dice ese tipo de sensiblerías? —gritó Mary—. ¿Cómo pueden poner cosas que no hemos dicho? ¡Si ni siquiera hablaron conmigo!
—¿Y quién ha dicho que no recuerdo mi país? —preguntó Mike, mientras leían el artículo en voz alta en la mesa del desayuno—. ¿Quién ha dicho eso? ¡Es mentira! —exclamó, y dio un puñetazo en la mesa que hizo repiquetear las tazas de café.
—¡Arriba los puñios! ¡Arriba los puñios! ¿Quieres pelea, enano? ¡Arriba los puñios!
Doc sonrió, ignorando el alboroto.
—Así es la prensa —dijo con ironía—. Nunca se puede creer lo que dicen los periódicos.
Pero Marge estaba encantada con el artículo y especialmente satisfecha con la foto que lo acompañaba. En ella, salía Mike, de pie delante de una bandera de Estados Unidos, con su nueva chaqueta de tweed y una corbata marrón oscuro, con su densa cabellera brillantemente peinada con una pulcra raya al lado y unos dientes blancos y relucientes, haciendo que a todo el mundo le pareciera uno de los chicos Kennedy. Mary estaba a su lado con un lazo en el pelo y una Biblia en la mano, levantando la vista para mirar con admiración a su hermano. El pie de foto decía: «Mary y Mike Hess, que llegaron a Estados Unidos procedentes de Irlanda con dos y tres años respectivamente, se alegran de ser ciudadanos estadounidenses».
En otra foto, tomada por Marge después de la ceremonia, se veía a Mike estrechando la mano del severo juez O’Sullivan, vestido con su túnica negra, y a Mary de perfil observando con una media sonrisa en los labios. Mary estudiaría aquella foto con una atención enfermiza durante los días venideros, porque se había dado cuenta de algo que a los demás les había pasado desapercibido. Nunca antes lo había tenido tan claro, pero había una prueba fotográfica irrefutable de que tenía la nariz grande, larga y torcida. Con la autocrítica propia de una adolescente, decidió, allí y en aquel momento, que debía hacer algo al respecto: algo para mejorar su imagen, según le dijo a Marge.
—Cielo, no necesitas arreglarte la nariz. Muchas chicas jóvenes se sienten como tú. —Marge lo sabía todo sobre las inseguridades de la adolescencia—. ¡Recuerdo que cuando era adolescente odiaba todo mi cuerpo! Ya se te pasará. Tienes una nariz preciosa. Lo más importante es que salgas y te diviertas. ¡Si te quieres a ti misma, los demás también lo harán!
Pero Mary estaba furiosa. ¿Es que nadie la escuchaba? Su problema era que no podía quererse: se odiaba. Finalmente, desquiciada por la fiereza de la aparente aversión de su hija por sí misma, Marge le dijo que fuera a preguntarle a Doc.
Mary se quedó perpleja. Sabía que, de todas las personas del mundo, Doc sería el que menos entendería lo que sentía, pero también sabía que en el hogar de los Hess no se podía hacer nada sin su aprobación. Se acercó a él cuando estaba en su momento más receptivo: mientras fumaba un cigarro en el cuarto de estar, viendo The Liberace Show. Le dijo que su nariz la avergonzaba y la hacía sentir mal, que no podría ser feliz hasta que se la arreglara. Insinuó que, como él era médico, podría encontrar a alguien que se la enderezara. Pero Doc profirió una de sus desagradables carcajadas.
—Los médicos están para curar a la gente cuando está enferma, señorita. Y tener la nariz torcida no es ninguna enfermedad. Hay mucha gente que tiene que lidiar con cosas peores, así que deja de armar tanto escándalo por una nariz, ¿quieres?
Mary pateó el suelo con un pie y se fue hecha una furia, sintiéndose más sola que nunca.
Cuando Mike y Mary se convirtieron en ciudadanos de Estados Unidos, les hizo gracia el misterioso papeleo, lo de las huellas dactilares y la exagerada solemnidad de la pesada ceremonia. Habían sonreído complacientes mientras juraban «proteger y defender […] a los Estados Unidos de América contra todo enemigo […] y empuñar las armas en nombre de Estados Unidos cuando la ley lo requiera». Todo aquello les había parecido mera teoría —Mike era menor y todavía le faltaba mucho para ir a Vietnam—, pero no bien acababan de convertirse en estadounidenses cuando el reclutamiento militar se volvió la piedra angular de la americanidad. De repente, era el rasero por el que se medía a la gente: o estabas a favor, o estabas en contra, el resto era secundario.
El juramento que Mike había hecho ante el juez O’Sullivan se convirtió en algo mucho menos teórico cuando el congresista Alexander Pirnie sacó del bombo de la lotería el 30 de abril y James Hess, el mayor de los tres hijos varones de Doc, se vio enrolado en el ejército de Estados Unidos por algo tan fortuito como su fecha de cumpleaños. La quinta de Mike, los nacidos en 1952, entraría en la lotería del alistamiento tres años más tarde.
Mientras se desarrollaba la campaña electoral y Nixon incordiaba a Johnson con el tema de Vietnam y el alistamiento, la teatralidad estadounidense de Mame llenaba la sala de ensayo de energía y ruido. El espectáculo era una pomposa recreación de una época anterior, cuando el abismo entre lo que tenía y no tenía Estados Unidos podía salvarse con una fiesta bañada en champán y una canción estridente de alguna dama de la música camp. Sobre el escenario, Charlotte era abrumadora y descarada; el vestuario y el maquillaje la convertían en una espléndida cuarentona —su sexualidad adolescente se atenuaba y se acentuaban sus cualidades maternales—, algo que Mike encontraba reconfortante y atractivo. Las horas que pasaban analizándose los gestos mutuamente les enseñaron a interpretar las expresiones que parpadeaban vacilantes en sus rostros de manera que, si a uno se le trababa la lengua con el texto, el otro acudía en su ayuda de inmediato para recordárselo.
Después de los ensayos, iban juntos a tomar un refresco al salón del café de Don. Marge y Doc estaban entusiasmados. Se encogían de hombros con complicidad y se decían el uno al otro en silencio: «Adolescentes…». Pero Mary, que estaba acostumbrada a pasar las tardes con su hermano, no paraba de darle vueltas a la cabeza y se angustiaba en su cuarto.
Mike tenía un sentimiento ambiguo en relación con lo que le estaba sucediendo: le encantaban las impresionantes canciones del espectáculo, el maquillaje y la magia de convertirse en otra persona bajo el resplandor de las candilejas. Sobre el escenario se sentía a salvo, adoraba su papel y sabía que le haría avanzar suavemente sobre un mar de música hasta un final feliz preestablecido que nadie podía arrebatarle. Aparte de todo eso, era posible —solo posible— que estuviera enamorado de Charlotte Inhelder. Charlotte ya había protagonizado el anterior musical de Boylan: Los piratas de Penzance. Guiaba a Mike y se preocupaba por él, y él se sentía abrumado por su atención. Charlotte no ocultaba el hecho de que le gustaba y él se sentía en cierto modo obligado a corresponder su devoción. Así era como funcionaba en el escenario y Mike tenía la vaga sensación de que así era también como debía funcionar en la vida. Se acercaba la noche del estreno y ya habían intercambiado algunos besos en la frondosa privacidad de Oaks Park, sobre la carretera que iba al colegio en la calle North Main. Pero Mike empezaba a darse cuenta de que la quería más cuando encarnaba a su personaje que en los turbulentos e impredecibles mares de la vida real. Mike se había enamorado de Charlotte en su papel de Mame y no sabía si la quería como Charlotte.