Dublín
Se especuló sobre el repentino cambio de idea del arzobispo McQuaid, pero Joe Coram se limitó a encogerse de hombros y a centrarse en la redacción del borrador del Proyecto de Ley de Adopción. Lo nombraron enlace principal del Ministerio de Asuntos Exteriores con el ministro Jim Ryan, del Ministerio de Sanidad y Bienestar Social, y con Gerry Boland, del Ministerio de Justicia. La certeza de Joe de que se habían embarcado en una misión para salvar a los niños irlandeses parecía contagiarse a aquellos que trabajaban con él.
Al principio, el proyecto fue bien y Cecil Barrett asistía con asiduidad a las sesiones de redacción del borrador. Pero, cuando el proyecto de ley fue tomando forma, aparecieron los desacuerdos no solo por los términos concretos de la ley, sino también por sus principios en general. Barrett y McQuaid se volvieron cada vez más agresivos a la hora de defender lo que consideraban los requisitos indispensables de la Iglesia, las cláusulas exigidas por Dios y, en su nombre, por la jerarquía eclesiástica. A medida que los meses pasaban y las negociaciones se volvían interminables, Joe sentía que las largas horas que pasaba en el despacho estaban causando estragos en su vida con Maire. Cuando ella se quejaba de su ausencia constante, él le decía:
—Pero piensa en lo que podemos conseguir con esto: la debida protección de nuestros hijos, el fin del comercio de bebés. Desde luego merece la pena, ¿no crees?
Maire asentía, pero su respuesta no iba acompañada de las antiguas risas.
—Siempre estás hablando de «nuestros hijos», Joe. Pero ¿qué hay de nuestros hijos? Tuyos y míos. ¿Nunca vamos a tenerlos?
Cuando supo que la Iglesia estaba cooperando, Eamon de Valera dio su apoyo al Proyecto de Ley de Adopción y fijó un plazo para presentarlo en la Dáil. El límite de tiempo hizo que la tarea de controlar al arzobispo fuera especialmente delicada. En una circular dirigida a Frank Aiken, Joe le advertía de que Barrett y McQuaid estaban presionando a funcionarios de los tres ministerios y que, al parecer, ahora el Ministerio de Justicia «trabajaba día y noche para adaptar su borrador del proyecto de ley a la nueva postura de los obispos».
Cuando el proyecto de ley se presentó en diciembre de 1952, la esperanza de que el tráfico transatlántico de bebés irlandeses llegara a su fin se había ido al traste. Los conflictos y los compromisos habían diluido las intenciones originales. Para gran decepción de Joe Coram, el texto final casi parecía consentir la continua exportación de niños procedentes de las instituciones para madres solteras: «Sección 40, subsección 1: Nadie sacará del Estado a niños menores de siete años que sean ciudadanos irlandeses ni causará o permitirá dicho desarraigo […]. Subsección 2: Lo anterior no será aplicable al desarraigo de un hijo ilegítimo por parte de la madre o con la aprobación de la misma». Por su parte, el arzobispo McQuaid ya no consideraba la legislación un problema. Cuando esta entró en vigor en 1953, les comunicó a los cabecillas de las agencias católicas de adopción, entre los que se encontraba la hermana Barbara de la abadía de Sean Ross de Roscrea, que no tenían por qué preocuparse por la Ley de Adopción, porque él mismo había «supervisado cada una de sus cláusulas». Una circular del Ministerio de Justicia reconocía que gran parte del texto había sido «añadido al proyecto de ley por sugerencia del Comité Episcopal en un memorándum entregado al ministro de Justicia por su ilustrísima, el arzobispo».
Los años fueron pasando de un modo imperceptible y, en enero de 1955, Joe Coram se encontraba sirviendo a su tercer Gobierno. De Valera no había sido reelegido a mediados de 1954 y se había llevado a Aiken con él, y John Costello estaba de nuevo al mando, aunque no le había otorgado ningún cargo ministerial al desacreditado Noel Browne. Joe estaba llegando al punto en la carrera de un funcionario público en el que ya había visto demasiadas cosas y, para ser sincero, la mayoría de ellas no le hacían ninguna gracia. La política empezaba a desilusionarle, al igual que la vida. Maire ya no salía corriendo a recibirlo a la puerta y las horas de las comidas ya no eran una ocasión para compartir bromas y puntos de vista.
Esa noche había vuelto a casa de mal humor. Maire le había dado el Evening Mail y Joe había leído la portada: «Cincuenta parejas estadounidenses compran niños irlandeses a través del circuito de adopción internacional». El artículo citaba «una fuente policial de alto rango» que aseguraba que «más de cien hijos ilegítimos han pasado últimamente por centros de acogida fraudulentos donde no se ha registrado su nacimiento. Estamos convencidos de que al menos la mitad de ellos se encuentran actualmente en Estados Unidos […]. Los estadounidenses están pagando hasta dos mil dólares para conseguir niños ilegalmente en Dublín».
Joe miró a Maire y sonrió amargamente.
—Bueno, querida, no sé por qué demonios querrían tomarse tantas molestias cuando podrían escribir a cualquier madre superiora, darle cuatro perras y nosotros les proporcionaríamos pasaportes para todos los niñitos que quisieran. Hace dos años que existe la ley y no ha cambiado nada.
El Ministerio de Asuntos Exteriores todavía seguía inundado de solicitudes procedentes de instituciones para madres solteras de la Iglesia que querían pasaportes para enviar a niños irlandeses a Estados Unidos. Joe ordenó a sus funcionarios que investigaran cada una de ellas y que aplicaran rigurosamente las normas de la Ley de Adopción. Rita Kenny, jefa de la Oficina de Pasaportes, compartía su punto de vista y ambos esperaban que la cláusula que exigía que las madres dieran su consentimiento por escrito ralentizara el éxodo. Pero estaba claro por las cifras que las hermanas no tenían demasiados problemas a la hora de conseguir que las muchachas firmaran.
Maire miró a su marido y vio el cambio que habían obrado los años. Ya no era el hombre inocente y entusiasta del que se había enamorado, podía ver el desencanto en sus ojos. La ausencia de hijos había afectado mucho al matrimonio. Ella pensaba que Joe la culpaba por no darle el hijo que quería y creía que aquello era terriblemente injusto y triste. Pero hacía tanto tiempo que se abstenían de hablar de ello —al principio por miedo a herir al otro y luego por la sensación de culpabilidad y vergüenza— que se habían retirado a su propia y compleja red de pensamientos y sospechas. Ambos pensaban que el otro pensaba mal de él y los dos habían construido una torre de autorreproches que ninguno de ellos podía ya derribar.