OCHO

1983-1984

Mike volvió a Washington todavía abatido y malhumorado. La muerte de su madre se le antojaba absurdamente fortuita en un mundo que avivaba los caprichos del azar. Culpaba al hospital y se culpaba a sí mismo. Cuando Pete intentó consolarlo, la tomó con él.

—¡No me digas que no es culpa mía! Es muy fácil decirlo, ¿no te jode? ¡Todos miran para otro lado y nadie se hace responsable de nada! —Mike se quedó callado al notar la hostilidad de su voz y se disculpó—. Lo siento, Pete, los que hablan son mis remordimientos. No por lo de Marge, aunque Dios sabe que ya es suficientemente malo. Es por todo lo que veo a mi alrededor cada día, en la Administración. Nunca hago nada en relación con nada y supongo que el resto también se limita a mirar para otro lado, sencillamente. Y no paro de repetirme que, si yo no me planto y actúo, ¿quién demonios lo va a hacer?

Pete estaba sorprendido.

—¿A qué te refieres, Mike?

—Me refiero a que, si sigo guardando silencio, fingiendo que soy heterosexual e ignorando lo que está pasando, seré responsable de lo que sucede. Leo todos los informes. Ahora mismo hay cuatro mil casos de sida y ya van más de mil muertos pero, cada vez que alguien sugiere invertir dinero en solucionar el tema, los fanáticos se interponen y lo impiden porque dicen que eso «recompensaría a la homosexualidad», o cualquier otra mierda por el estilo. Es como si esto fuera el principio de un holocausto y nadie quisiera tenderle la mano a nadie. Cuando el Ministerio de Sanidad propuso enviar directamente por correo panfletos informativos sobre cómo se transmite la enfermedad y cómo evitar contagiarse, Bill Bennett, del Ministerio de Educación, se opuso. Y un tal Gerry Hauer, de la Casa Blanca, escribió diciendo que no había necesidad, porque «no hay ni un solo estadounidense que no sepa ya que el sida se contagia por vía sexual. Y que, de todos modos, si hay alguno, probablemente no será de los que leen el correo». ¿Cómo se puede ser tan autocomplaciente?

—No es autocomplacencia, es locura. ¿Qué demonios cree Reagan que está haciendo?

—Ese hombre es un enigma, Pete. No sé si es que le dan miedo los nuevos cristianos, o si se cree que esto es como el sarampión y que acabará desapareciendo solo.

Entre semana, Mike y Pete vivían en el apartamento del edificio Wyoming y los viernes huían al campo. En Washington, Mike se veía obligado a vivir una doble mentira: ocultar su orientación sexual en su vida oficial y encubrir su trabajo en su vida social. Varios amigos gais que estaban al tanto de lo que hacía ya lo habían rechazado y no era capaz de mirar a la cara a la gente que conocía y que tenía sida. Mantener los dos mundos separados era como pelearse con dos cables eléctricos chispeantes que se sacudían de forma incontrolable entre sus manos, a sabiendas de que cualquier contacto entre ellos podía ser fatal.

Los fines de semana en Shepherdstown eran una vía de escape, un oasis en el que Mike y Pete podían relajarse y disfrutar de su relación. El hecho de conocer a Sally Shepherd y a sus padres les abrió las puertas de la comunidad: los invitaban a cenas, a ferias y la gente los saludaba por la calle como si fueran viejos amigos. Cuando hacía buen tiempo, también pasaban allí algunas noches entre semana y cogían el primer tren de cercanías a Washington por la mañana. A finales de 1983, compraron dos perros para compartir con ellos la casa de campo. Mike los bautizó con los nombres de Finn McCool, por el legendario gigante irlandés, y Cashel, por el pueblo del condado de Tipperary que estaba a cincuenta kilómetros de su lugar de nacimiento. Mientras los paseaban por el centro de Shepherdstown al día siguiente de comprarlos, le sorprendió la cantidad de personas que sabían lo de los perros, e incluso sus nombres. Cuando Mike les preguntaba cómo se habían enterado, invariablemente la respuesta era: «Sabemos todo lo que pasa aquí».

—¡Dios mío, en este lugar no hay secretos! Me pregunto qué más saben de nosotros —exclamó Mike, mirando a Pete.

En la primavera de 1984, Pete compró un caballo, lo metieron en un establo en la casa de campo y contrataron a un granjero del lugar para que lo alimentara mientras estaban fuera. Mike usó la modesta herencia que Marge le había dejado para comprar una nueva Harley Davidson FXST Softail con carenado y guardabarros de cromo personalizados. Se hizo con una cazadora de motero de cuero, pantalones y botas, aunque, desde que estaban juntos, Mike se había resistido a la tentación de los bares de ligoteo de la cultura del cuero. Por primera vez, la vida con una pareja estable le resultaba suficientemente satisfactoria. Se contentaban con la compañía el uno del otro en el campo y casi siempre evitaban la vida nocturna de Washington. En Shepherdstown cultivaban su propio jardín y Mike hacía conservas con la fruta que cultivaban en la finca, horneaba pan y cocinaba mientras Pete salía a montar con Sally Shepherd. Invitaban a los amigos a tomar el té e intercambiaban recetas con las señoras del lugar. Mike empezó a envasar lo que producía para participar en competiciones en la feria del condado y ganaba una escarapela tras otra. Imprimía sus propias etiquetas y denominaba a sus productos Casi Celestial porque, según él, eso era lo que había encontrado allí.

Aquellos que conocían a Mike creían que se encontraba en algo así como una cresta de plenitud. Este no le había contado a nadie lo de Harry Chapman, ni lo de la triste misiva final que le había enviado: «Querido Mike: Estoy escribiendo a todos mis amantes, porque me temo que tengo algo que contar…». Sin embargo, era algo que tenía siempre en mente. La imagen de Harry sentándose a escribir aquellas cartas mientras la muerte lo acechaba en su apartamento desangelado y vacío proyectaba una sombra sobre la felicidad de Mike y añadía una urgencia personal a los aguijonazos de su conciencia. La Administración para la que trabajaba se hacía la remolona en la batalla contra una enfermedad que estaba liquidando a miles de hombres jóvenes y que hacía que millones de ellos tuvieran la sensación de encontrarse bajo la sombra de la horca, y él no estaba haciendo nada al respecto.

Roger Allan Moore llevaba varias semanas sin ir a la oficina, porque se encontraba «un poco flojo». Su carga laboral había sido asumida por Mark Braden y por Mike, pero, sin Roger, aquel lugar parecía desolado. El caso de Davis contra Bandemer, la demanda decisiva sobre la manipulación de los distritos electorales, se estaba abriendo paso para llegar al Tribunal Supremo y Braden y Mike echaban de menos las reconfortantes copas de las tardes, donde solían poner a prueba las ideas que tenían unos y otros y los argumentos que pretendían utilizar en los tribunales.

Roger llamó desde su casa de campo a mediados de mayo para comprobar cómo les iba a «los chicos» sin él. Les dijo que se encontraba mejor y que esperaba volver pronto al trabajo. Y que, desde luego, iría a la ciudad para la recepción de la Casa Blanca a finales de mes.

—Hum, de hecho tengo dos invitaciones para la recepción (hay un concierto y una cena) y, dado que la señora Moore no puede asistir, me preguntaba si Michael podría ocupar su lugar. Hum, la razón por la que prefiero a Michael antes que a ti, Mark, es que Ron y Nancy van a recibir a una delegación irlandesa esa noche antes de irse a Irlanda a buscar (no os riais, por favor) las raíces irlandesas de Ron.

Mark y Mike sí se rieron. La habilidad de Reagan para granjearse el cariño de franjas importantes del electorado era legendaria y el viaje a Irlanda tenía el descarado propósito de asegurarse el voto de los de los tréboles.

Pos, claro, no mimporta que me traten con condescendencia si eso significa conseguir una invitación pal baile, señor Moore —respondió Mike—. Lo acompañaré encantao de la vida. Me alegro de que te encuentres tan bien como para asistir, Roger. Me encantará volver a verte —añadió, ya más serio.

El día del baile de la Casa Blanca, Mary llamó para decirle que Doc no se encontraba muy bien. Hacía doce meses que Marge había fallecido y estaba bastante deprimido desde entonces. Además, parecía haber perdido gran parte de su antigua energía. Había contratado a unos abogados para denunciar a la Clínica Mayo y estos habían solicitado documentación al hospital pero, tras haber visto todas las pruebas, le habían advertido de que no había los fundamentos suficientes para interponer una demanda por negligencia. Doc se había tomado muy mal la noticia y estaba hecho polvo.

—¿Recuerdas que Marge siempre decía que Doc no podía hacer nada por sí mismo? —le preguntó Mary—. Pues tenía más razón que un santo. Llevo un año bajando a su casa todos los fines de semana en coche para hacerle la colada, cocinar y limpiar. Apenas es capaz de hacer café. Tengo la sensación de que no durará más de un par de años. Así que, bueno, me preguntaba si no podrías venir a visitarlo. Solo por si acaso, ya sabes.

—Oye, lo siento, hermanita —respondió Mike—, pero no pienso ir a verlo. Tal vez dentro de unos años, cuando todo forme parte del pasado, pero hoy por hoy no puedo dejar de pensar en todo lo que nos hizo de niños y en cómo trataba a todo el mundo, hasta a Marge y a James. Te enviaré algo de dinero para ayudarte a cuidarlo, pero, por favor, no me pidas que lo perdone. Lo siento.