1976
Los últimos meses de 1975 y la primera mitad de 1976 fueron una época feliz para Mike. Le iba bien en los estudios de Derecho y se estaba forjando una reputación como experto en la insondable asignatura de Reordenación Política. Su carrera radiofónica estaba despegando —había despertado el interés de un par de emisoras de Washington y era posible que le ofrecieran un espacio como invitado en sus programas nocturnos— y pinchaba con regularidad en las fiestas de las residencias, en los guateques de la universidad y en celebraciones privadas en Maryland y Virginia. Por otra parte, cada vez encontraba más motivos para admirar a su nuevo amante: David era inteligente y culto, despierto y con habilidades artísticas, le gustaba todo tipo de música —no solo Mahler, que se había convertido en blanco de una broma privada entre ellos— y ayudaba a Mike con entusiasmo, haciéndole sugerencias para sus listas de reproducción. Los profesores de su clase de Inglés lo consideraban un escritor elegante y original, y solía escribir sobre teatro y cine regularmente en el GW Hatchet.
La relación con Mike parecía haber calmado los nervios de David y este permanecía estable e incluso tranquilo durante largos períodos de tiempo. Sin embargo, fumaba constantemente —Mike opinaba que demasiado— y recaía en su antigua depresión cada vez que alguna cosilla iba mal. Sabía que era absurdo permitir que sucesos insignificantes le afectaran —había leído el nuevo libro de Aaron Beck sobre una cosa llamada «terapia cognitiva»— y se reprendía a sí mismo con cáusticos arrebatos, cantando «¡Catastrofizar! ¡Personalizar!», al ritmo de «Jennifer Juniper», de Donovan.
Algo de lo que nunca hablaba, y sobre lo que Mike nunca le preguntaba, era de la mujer que había besado en la acera aquella noche de septiembre. Mike estaba ahora tan a menudo con él que suponía que ella había salido de su vida o, si no era así, que ocupaba un muy segundo lugar respecto a él. A veces, en momentos en los que se sentía especialmente cercano a David, Mike tenía la tentación de preguntarle por su femme mystérieuse, pero siempre se contenía. Era como si disfrutara de la idea de que su pareja tuviera una mujer en algún lugar. No había celos por parte de Mike y aquello hacía que sus relaciones sexuales fueran aún más picantes.
Dormían casi todos los días en Thurston Hall y comían fuera al menos una vez a la semana. Pero David no era demasiado sociable y, cuando Mike tenía compromisos nocturnos como pinchadiscos, él solía regresar a su apartamento de la calle 1. En el edificio había un buen número de estudiantes de la George Washington, la mayoría veteranos y personas que cursaban el segundo curso, como el propio David, y se hizo amigo de unos cuantos durante el año. Cuando le preguntaban por qué apenas pasaba por casa y dónde estaba todo el tiempo, él hacía un gesto con la mano y respondía con un vago: «Bah, aquí y allá. Ya sabes…».
David conoció a Mark O’Connor en el vestíbulo del edificio una noche en la que Mike estaba pinchando en una discoteca para una fiesta de vigésimo primer cumpleaños. Descubrieron que tenían la habitación en el mismo pasillo y David lo invitó a tomar un café.
Mark tenía dieciocho años, estudiaba Psicología, era de Boston y le gustaba hacer nuevos amigos. Le sorprendió la penumbra del cuarto de David, los libros que se alineaban a lo largo de las paredes y los periódicos académicos y las hojas de papel garabateado que cubrían la alfombra. En la mesa había ceniceros sin vaciar y el humo de horas de Marlboros fumados en cadena daban a la habitación una pátina rancia y brumosa que a Mark le pareció tremendamente sofisticada. Después de un minuto hablando de cosas sin importancia, le sorprendió que David le preguntara si era irlandés.
—¿Tan obvio es? —respondió Mark, riéndose.
Tenía ascendencia irlandesa, desde luego, era más rubio y más delgado que Mike, pero tenía un aspecto muy celta. Su padre había rastreado el origen de su familia y había llegado hasta el condado de Fermanagh en el siglo XIX, y Mark se sentía bastante cómodo con su herencia y con su lugar en el mundo.
—Es que hay un chico irlandés al que le tengo mucho cariño —dijo David—. No le hablo a mucha gente de él porque…, porque, bueno… —David pensó en las razones que lo llevaban a no hablarle de Mike a la gente—. Bueno, porque no. Pero os parecéis, ¿sabes?… —concluyó. Suponía que Mark era gay y le gustaba su aspecto sensible y amable, pero no quería avasallarlo—.En fin —continuó—. Puede que lo hayas visto. Es supervisor residente en Thurston, se llama Mike Hess.
Mark dijo que lo había visto, pero que no tenía ni idea de que fuera gay. David sonrió y encendió otro cigarrillo.
—¿Sabes qué? Me parece que no quiere ir publicándolo por ahí. Creo que podría estar pensando en meterse en política y ser gay no está muy bien visto en esos entornos.
Mark se preguntaba por qué le estaba contando todo aquello —probablemente, solo porque era irlandés—, aunque estaba empezando a sospechar que David estaba buscando algún tipo de reafirmación por su parte.
—Bueno, eso es verdad, desde luego —respondió Mark con una sonrisa—. Siempre me sorprende el cálculo de Kinsey, según el cual uno de cada diez somos gais. Y, sin embargo, el cien por cien de los tíos que nos gobiernan son machotes heterosexuales, sin una sola excepción. ¿Soy el único que cree que ahí pasa algo raro?
David se rio y le aseguró que le transmitiría el mensaje a Mike la próxima vez que lo viera. Mark le dio las gracias por el café y dijo que sería mejor que volviera al trabajo, pero mientras se iba señaló el montón de papeles que había por el suelo.
—Ten cuidado con esos cigarrillos, no vayas a incendiar el edificio, ¿vale?
David siguió en contacto con Mark O’Connor durante el resto del año académico y le habló muy abiertamente sobre su relación con Mike Hess. Le contó cuánto lo quería y hasta qué punto había llegado a depender de él en los meses que llevaban juntos. Mark, por su parte, había tenido unos cuantos escarceos sexuales, pero tenía dieciocho años y la idea de una relación real lo emocionaba sobremanera. Sabía que David, de vez en cuando, recibía la visita de una chica de pelo rubio, pero nunca habían sacado el tema en sus conversaciones. Últimamente, Mark tenía la sensación de que David se estaba cansando cada vez más de su relación con Mike: a veces volvía a casa nervioso, irritado y más triste de lo normal. Mark se preguntó si estaría a punto de derrumbarse.
A medida que se acercaba el final del semestre de primavera, Mike empezó a buscar un trabajo para las vacaciones de verano. Volver a la tienda de chucherías del Kennedy Center siempre era una opción, pero ya era casi un abogado cualificado y esperaba encontrar algo más adecuado y mejor pagado. Algunos de sus compañeros habían sido contratados por despachos de abogados durante el verano, pero parecía que los puestos que él había solicitado habían cubierto ya sus vacantes y estaba perdiendo un poco las esperanzas.
Hacia finales de marzo, él y David reservaron mesa en un nuevo restaurante de la calle M, en Georgetown. El Bistro Français estaba dirigido por un chef del sur de Francia y había obtenido buenas críticas tras su apertura: algunos de sus amigos habían comido allí y les habían dicho que los huevos Benedict eran soberbios.
Las flores de los cerezos pendían de los árboles mientras paseaban por la avenida Pennsylvania. Mike estaba irritable y preocupado por el verano. Veía que David estaba alegre y, de la insidiosa forma que solían ser esas cosas, sentía que el optimismo de su pareja agravaba su propia irritabilidad. David charlaba sobre música y sobre el tiempo, sobre poesía y sobre Shakespeare, sobre una representación de Hamlet que había visto en el teatro Ford’s y sobre un artículo que estaba escribiendo que pretendía «convertir en una especie de tesis sobre la naturaleza del parricidio».
—Voy a titularlo Hamlet y nosotros. ¿Qué te parece? Explicará por qué Hamlet está tan atormentado, por qué cree que las cosas no encajan en su tiempo. Es porque ha nacido en la época equivocada en el lugar equivocado y naturalmente culpa a su padre y a su madre. El tema principal de Hamlet es que no ha encontrado su lugar en el mundo al que pertenece, así que el resto de lugares, incluido Elsinore, le parecen arbitrarios y carentes de sentido. No me extraña que diga que Dinamarca es una prisión.
Estaban en el puente sobre Parkway y Mike tenía la sensación de que David estaba en uno de sus momentos de sobreexcitación en los que la energía fluía sin límites a través de sus sinapsis y no podía dejar de soltar a borbotones todo lo que se le pasaba por la cabeza. Pero a aquellos momentos les seguían el bajón y la desesperación, y el corazón de Mike se hundió ante la expectativa de una próxima depresión. David se detenía en todas las tiendas de arte y antigüedades de la calle M, exclamando ante la belleza de los objetos que había en los escaparates y diciendo que deberían comprar esa figurita o aquel decantador. Estaban casi en el restaurante cuando Mike se dio cuenta de que le estaba haciendo una pregunta.
—Sabía que no estabas escuchando, Mike. Estaba diciendo que yo era Hamlet hasta que te encontré. ¡Pero ahora todo parece encajar, es como si hubiera un lugar en la tierra que el destino me tuviera reservado y por fin hubiera llegado a él! ¿Me entiendes? Es como si aquí fuera donde debería estar y el resto de los sitios fueran equivocados y aleatorios. No había ninguna razón para que estuviera allí… Pero ahora estoy en el lugar que la vida siempre me ha reservado.
Mike lo escuchó con retardada fascinación. El encomio de David era idéntico a la visión que hacía tanto tiempo que él mismo tenía de la aleatoriedad de la vida. Se preguntaba si le habría hablado de ello algún día de borrachera, o si lo habría comentado en sueños y David lo había absorbido de algún modo y se lo estaba regurgitando en una parodia grotesca. Pero David no bromeaba, era tan evidente que creía en lo que estaba diciendo que Mike empezó a reflexionar sobre ello. Estaba claro que se sentía muy unido a Mike y que Mike, a decir verdad, probablemente se había sentido mejor en los últimos seis meses con David que en toda su vida.
Mike guardó silencio durante la comida —David ya hablaba suficiente por los dos— y empezó a ser cada vez más consciente de que algo iba mal. Creía que, en realidad, debería estar de buen humor. David estaba bien, después de todo: su relación les había aportado estabilidad y una sensación de pertenencia, cuando antes se sentían atormentados y a la deriva. Pero un gusano algo más amargo hurgaba en los pensamientos de Mike y lo incomodaba cada vez más. Si bien el tiempo que había pasado con David le había proporcionado alegría, el gusano le decía que no merecía ser feliz, que no debería ser feliz y que no quería la felicidad que había encontrado.
Mike estaba acostumbrado a responder a la verborrea de David con una sonrisa tolerante, pero esa vez la sonrisa no le salió. Mientras volvían paseando juntos a Thurston, Mike hizo oídos sordos a la conversación de David. Lo único que podía oír era al gusano repitiendo una y otra vez: «No te lo mereces. No puedes ser feliz, porque no te lo mereces».