1984
Tras la austeridad de los años de Carter, la Casa Blanca bajo el mandato de Reagan estaba renaciendo en todo su esplendor, como si de un salón de baile se tratara. Mientras que Carter había apagado los termostatos y bajado la potencia de las bombillas de todos los edificios federales, Reagan había traído de vuelta la ostentación. Mike había quedado con Roger Allan Moore antes de la hora y charlaban mientras hacían cola con el resto de invitados vestidos de esmoquin, esperando para pasar por la zona de seguridad.
—Es agradable estar de vuelta en la ciudad después de… estas incómodas semanas —manifestó Roger, mientras observaba el bullicio que lo rodeaba.
—¿Entonces ya estás bien? —inquirió Mike.
—Hum, sí. Bueno, en eso estoy de acuerdo con el viejo Marco Aurelio: «Busca consuelo viviendo cada acto en la vida como si fuera el último». ¡No pongas esa cara, mi querido compañero! Estoy contento de estar donde estoy. «Cuando sientas la tentación de amargarte, no digas: “qué desdicha”, sino “poder sufrir con grandeza de ánimo es una dicha”». Resumiendo, Michael, que me estoy muriendo. Pero, por lo demás, estoy decidido a encontrar la alegría de vivir en mi interior. Lamento el mazazo.
Mike sintió el abrumador deseo de rodearlo con el brazo y estrecharlo contra él, pero algún escrúpulo, tal vez la proximidad de la Casa Blanca o de las cámaras de televisión, se lo impidió.
—Roger, es terrible. ¿Qué te pasa? ¿Qué han dicho los médicos?
—Bueno, el problema es el esófago y ya es demasiado tarde. Demasiado de esto —dijo, dándole unos golpecitos a la pipa encendida que tenía en la mano—. Demasiado, demasiado, demasiado.
Entraron en la Sala Este al ritmo de un arpa irlandesa que tocaba melodías tradicionales y buscaron las tarjetas de ubicación sobre las mesas de la cena. No estaban sentados juntos y Mike fantaseó con la idea de cambiar de sitio las tarjetas, pero Roger negó con la cabeza.
—Diviértete esta noche —le dijo en voz baja—. Yo también lo estaré haciendo. Y no te preocupes por nada. Te veo después.
El sitio de Mike estaba en una de las mesas más modestas, lejos del estrado y cerca de la puerta de servicio. Sentada a su derecha había una mujer muy mayor que dijo que representaba a las Sociedades Irlandesas de Estados Unidos, pero, como estaba sorda, era imposible mantener una conversación con ella. En el asiento de la izquierda había una tarjeta en la que ponía «Robert Hampdem» y permaneció vacío hasta aproximadamente una hora después de que la cena hubiera empezado. El arpista tocaba sin parar y Mike, irritado, notó que su humor pasaba de la emoción inicial a la tristeza. La gravedad de las noticias de Roger hizo que la velada le pareciera trivial y vacía.
Reagan estaba hablando, dando la bienvenida a los invitados irlandeses y anunciando que iba a viajar en breve a un pueblo llamado Ballyporeen, que, obviamente, había sido elegido al azar para convertirse en «el hogar de los ancestros de los Reagan».
—Presidente y señora Hillery, distinguidos invitados, y quiero añadir con el mayor de los placeres (lo intentaré): a chairde Gaeil. —Parte de la sala se echó a reír—. ¿Qué tal lo he hecho? —Aplauso—. Bienvenidos a la Casa Blanca. La semana que viene estaré pisando la antigua tierra de mis ancestros y quiero que sepan que, para este bisnieto de Irlanda, este es un momento de júbilo. —Más aplausos—. Dado que mucho de lo que Estados Unidos significa y representa para nosotros se lo debemos a Irlanda y a su espíritu indómito —Mike hizo una mueca. En otra época puede que hubiera disfrutado de aquel exacerbado patriotismo irlandés, pero ahora le parecía exasperante—, Estados Unidos siempre ha sido el paraíso de las oportunidades para aquellos que buscan una nueva vida —dijo Regan—, y la sangre irlandesa ha enriquecido Estados Unidos. Sus sonrisas, su alegría y sus cantos nos han alegrado el espíritu con risas y música. Y siempre nos han recordado con su fe que la sabiduría y la verdad, el amor y la belleza, la gracia y la gloria comienzan en Él: en nuestro Padre, en nuestro Creador, en nuestro amado Dios. —Mike sintió vergüenza ajena cuando Reagan se puso a cantar una tonada irlandesa —. Irlanda, oh, Irlanda, / país de mi padre, / madre de mis ansias, / amor de mis anhelos, / hogar de mi corazón, / que Dios te bendiga.
—Por Dios, ¿de dónde ha sacado eso? —exclamó Mike en voz alta, justo cuando el ocupante del asiento de su izquierda se sentaba, riendo.
—¡Vaya, vaya! Pues de mí. Para que lo sepas, era o eso o «Mother Macree». Robert Hampden, por cierto; encantadísimo de conocerte.
Mike observó a aquel joven delgado y guapo de veintitantos años, con el pelo elegantemente engominado y un esmoquin que rezumaba estilo. A pesar de su melancolía, Mike respondió a la sonrisa del extraño con otra y le estrechó la mano.
—Mike Hess, Comité Nacional Republicano. Encantado de conocerte. Supongo que trabajas en el gabinete de comunicación de la Casa Blanca.
—¡Por supuesto! Trabajo con Mike Deaver. Hacemos que el presidente salga guapo, que transmita el mensaje adecuado y que esté bien iluminado. ¡Es un trabajo de mucha responsabilidad!
Mike se volvió a reír. Aquel tipo tenía un delicado acento sureño y era innegablemente atractivo. Reagan empezó a hablar de cosas serias, haciendo campaña para las elecciones que se celebrarían al cabo de seis meses y en las que renovaría o interrumpiría su presidencia.
—Cuando los republicanos asumimos el cargo, decidimos empezar de nuevo y nuestro mensaje a medida que nos acercamos a las elecciones de este año es sencillo: los mejores días de nuestro país todavía están por venir. Y con fe, libertad y valentía, lo que Estados Unidos puede conseguir no tiene límites. Si hacemos todo lo que está en nuestra mano para trasladar ese mensaje a los votantes el 6 de noviembre, estos responderán haciendo que los republicanos continuemos ocupando el lugar en el que nos corresponde estar: en la brecha, en la Casa Blanca, en el Senado y en la Administración…
Mike le sonrió a Robert Hampden.
—¿Eso también lo has escrito tú?
Hampden negó con la cabeza.
—Eso es cosa de los peces gordos. Pero yo he elegido las flores. Son preciosas, ¿no crees?
Se quedaron en silencio al darse cuenta de que el presidente estaba terminando.
—Señoras y señores, los desafíos a los que nos enfrentamos para preservar la paz y la libertad en el mundo hoy en día no son fáciles. Pero debemos afrontarlos. La advertencia que nos hizo Edmund Burke hace casi dos siglos continúa vigente: «Lo único necesario para que el demonio triunfe es que la buena gente no haga nada». Gracias, y que tengan una velada maravillosa.
Cuando los aplausos invadieron la sala, Mike se dio cuenta de que Robert Hampden se había puesto de pie y se disponía a irse con el presidente. Entonces, lo agarró de la manga.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo? ¿Me das tu número?
Robert sacó una pluma Mont Blanc del bolsillo de la solapa de su chaqueta, se inclinó para garabatear un número de teléfono en la parte de atrás de la carta del menú y se alejó rápidamente.
El chófer de Roger Allan Moore los recogió en el Pórtico Norte. Eran casi las once y la velada había dejado a Mike preocupado. Roger, sin embargo, parecía muy contento y no paraba de hablar de la intervención del presidente.
—Dice que quiere obtener la mayoría en el Congreso, pero no la va a conseguir a menos que tú y Mark Braden logréis sobornar al Tribunal Supremo para que adelante lo de Bandemer seis meses. —Luego habló sobre los asistentes al acto—. Menuda panda de republicanos empalagosos, ¿verdad? Menos mal que estaban los irlandeses para animar la cosa.
Y siguió hablando sobre la comida, la música y una decena de cosas más. El coche ya se estaba acercando al cruce de Connecticut y Columbia cuando Mike cayó en la cuenta de que Roger había estado acaparando la conversación para evitar que él hablara de temas más serios. Al apearse frente al Wyoming, Mike abrió la boca para sacar el tema de la enfermedad de Roger, pero este levantó un dedo para hacerle callar.
—Buenas noches, Michael. El admirable Ronald no ha estado demasiado ciceroniano esta noche, creo yo, aunque puede que las últimas frases que ha dicho sobre Edmund Burke te den que pensar. Ya hablaremos del futuro y, hum, de otras cosas. Encantado de volver a verte, mi querido amigo.
Roger no volvió al trabajo. Su retirada a consecuencia de su mala salud dio lugar a una reestructuración de los puestos jurídicos más importantes. Así, Mark Braden pasó a ser el director jurídico y empezó una competición para sustituirlo como vicedirector jurídico. El Comité Nacional Republicano fingió entrevistar a los candidatos, pero Braden dejó claro que quería que Mike ocupara el puesto y así fue. A la edad de treinta y dos años, Michael Hess había pasado de nacer de forma ilegítima en un oscuro convento irlandés a, por medio de la lotería de la adopción, ocupar un puesto influyente en la nación más poderosa del mundo. A veces le invadía una sensación de vértigo. Su nombramiento debería haber satisfecho sus ansias de pertenecer a algo y de ser aceptado por el mundo, pero la sensación oculta de no merecerlo no lo abandonaba: «No merezco estar donde estoy, soy un impostor a la espera de que su secreto salga a la luz». Era un hombre gay en un partido homófobo, un huérfano sin raíces en un mundo de certezas arraigadas.
Cuando llamó a Mary para contarle lo del ascenso, su hermana gritó de alegría.
—¡Mikey, es increíble! Pensar que uno de nosotros… Bueno, siempre ibas a ser tú, claro. Piénsalo: ¡Vicedirector jurídico del Comité Nacional Republicano! ¡Caray!
—Bueno, sí. Supongo. Aunque es una pena que Marge no haya vivido para verlo: se habría sentido orgullosa. Además, siempre me pregunto qué le habría parecido todo esto a mi verdadera madre. Supongo que estará allá en Irlanda, viviendo en algún sitio, y que no tendrá ni idea de qué ha sido de mí. Me gustaría poder contárselo, Mary.
—Claro. Te entiendo, Mike. Hace que todo parezca un poco… incompleto, ¿verdad? Pensar que mi madre nunca sabrá qué ha sido de nosotros y cómo nos ha ido la vida… Pensar que nunca conocerá a su nieto…
—Sí. A menos que… —añadió Mike, vacilante—. A menos que vuelva a Irlanda y haga que esas monjas nos cuenten lo que saben. Es tan frustrante saber que tienen la información… No entiendo por qué no nos la quieren dar. O tal vez sí. Puede que crean que tienen algo que ocultar…
—Sí, yo también lo he pensado —reconoció Mary—. Pero no me importaría, ¿y a ti? No importa lo que descubramos, da igual cuál sea el secreto, lo único que queremos es encontrar a nuestras madres.