NUEVE

1976

En las semanas siguientes, Mike empezó a poner excusas para no ver a su pareja: le decía que se había enterado de que tenía que ir a un guateque, o que debía ir a visitar a un amigo y le dejaba claro a David que se iba a aburrir. Al principio, este se lo tomó bien —todavía estaba en la época buena y nada podía afectarle cuando se sentía así—, pero, cuanto más se le desinflaba el ánimo, más dolido y rechazado se sentía. A principios de mayo, en plenos exámenes finales, David le pidió que se sentaran a hablar. Mike veía que estaba descendiendo hacia lo más profundo de su estado maníaco y que se hundía sin remedio en los abismos de la depresión, y le daba miedo la fuerza de lo que veía que se estaba desencadenando. Sabía que debía consolarlo, pero algo se lo impedía. El hecho de que David se comportara de forma agresiva y recriminatoria hizo que le resultara más fácil permanecer frío y esquivo.

—¿Sabes cuál es tu problema? —le preguntó David, mientras cenaban—. Tu problema es que no sabes cómo amar a nadie. Sabes que si me amas seré feliz y tú serás feliz, pero no puedes soportarlo, ¿verdad? No eres capaz de dejarte llevar, de entregarte a alguien. —El muchacho se quedó mirando a Mike. Mike murmuró algunos comentarios apaciguadores, pero David no lo estaba escuchando—. Desde que nos conocemos, ha sido igual. Aquel primer día, hace tantos meses, me diste falsas esperanzas y luego te retractaste. Después pensé que ya habíamos solucionado las cosas, pero ahora veo que nunca vas a comprometerte. Venga, Mike. No estás siendo honesto conmigo, ¿verdad? ¿Has encontrado a otro? ¿Por eso no dejas de darme la espalda?

—No —replicó Mike, poniendo los ojos en blanco—. Solo necesito más espacio, eso es todo. No hay nadie más.

Pero a David se le había metido aquella idea en la cabeza y no iba a dejar las cosas así.

—Vale, pues demuéstramelo —le suplicó a Mike, mientras le agarraba la mano por encima de la mesa—. Llévame contigo esta noche. Y no digas que tienes que ir a un sitio al que yo no puedo ir.

—Claro —respondió Mike, encogiéndose de hombros—. De todos modos, ya sabes adónde voy: es el concurso de drags del Lost & Found y voy a pinchar, ¿no te acuerdas? —manifestó, desembarazándose de la mano de David—. No creo que sea lo tuyo, pero puedes venir si quieres.

Se despidieron con frialdad. Mike no podía llevar a David al L&F, porque tenía que ir con el camión que transportaba el equipo de sonido, pero David le dijo que iría solo hasta allí.

Cuando David llegó, alrededor de las nueve, el lugar estaba en pleno apogeo. Era un espacio cavernoso excavado en un antiguo almacén y decorado con espejos, luces negras y plantas artificiales. La barra estaba abarrotada, la mesa de billar siempre ocupada y la planta principal llena de mesas preparadas para la cena. Había un escenario iluminado cubierto de flores y una brillante pancarta plateada que decía: IV PREMIOS ANUALES UNIFICADOS DE LA ACADEMIA DE WASHINGTON. Una esbelta imitadora, que llevaba puesto un traje de fiesta con la espalda descubierta y una tiara, se dirigía al mar de mesas, la mayoría de ellas ocupadas por hombres vestidos de forma similar a la suya de diferentes edades y tamaños.

—Vamos, chicas, tranquilizaos. Sé que estáis emocionadas, pero quiero que sepáis que el jurado de esta noche estará compuesto por la fabulosa señorita Fanny Brice, la divina señorita Mae Bush, la auténtica señorita Liz Taylor y por su presidenta, ¡la inigualable señorita Mame Dennis!

Se oyeron unos aplausos discretos en la sala mientras una drag queen alta, con una peluca exagerada y un escotado vestido azul de lentejuelas, entró en el escenario tambaleándose sobre unos altísimos tacones. Mame Dennis, alias Carl Rizzie, se hizo con el micrófono y, satisfecha de que la oyeran, empezó a anunciar la plétora de premios que se entregarían a lo largo de la noche. Tenía una voz nasal y fingida y hacía girar una larga boquilla mientras hablaba. La mayoría de sus agudos y mordaces comentarios se topaban con los silbidos y los abucheos del público.

David hizo una mueca. Aquel sitio le parecía repugnante, pero, mientras Mike estuviera allí, estaba decidido a quedarse. Su novio se encontraba sentado delante de una mesa de sonido y luces, apretando botones y deslizando ajustes, y no hizo ningún esfuerzo por recibirlo.

—Estaré liado un par de horas —le dijo sin levantar la vista—. ¿Por qué no te pides una copa?

David se encogió de hombros y fue hacia la barra. Mike lo vio marcharse con el ceño fruncido.

Dos horas y seis whiskies después, David volvió y se encontró a Mike sentado en una banqueta rosa, charlando con la esbelta drag queen que llevaba puesto el vestido de noche y que se había presentado como Mame Dennis. Al ver que Mike no se levantaba, David notó que el alcohol avivaba su rabia y su resentimiento.

—¿Qué coño crees que haces? —farfulló, más alto de lo que pretendía.

Su malestar hizo que a la drag queen le diera un ataque de risa.

—¿Que qué coño cree que hace? Vaya, cielo, esa no es manera de hablarle a un caballero. ¡Está acompañando a una joven dama que demanda su más íntimo cariño y atención, y, si quieres mi opinión, harías bien en coger un taxi y volver al lugar del que has salido!

Mike bajó la vista hacia el suelo, sin decir nada.

—¿Por qué haces esto, Mike? —preguntó David, enfadado y humillado—. Sabes que no te va: tú odias a las drags. ¿Por qué le haces esto a la persona que de verdad te quiere?

La drag queen sofocó un grito haciéndose la indignada y meneó un dedo con severidad.

—Cielo, te lo advierto: ¡será mejor que te largues antes de que las pieles empiecen a volar y alguien te nomine para el premio de Hombre casado más aburrido! Este no es un sitio para incordiar y crear problemas, ¿te enteras?

David miró a Mike en busca de ayuda, pero este no respondió. David vaciló unos instantes. Luego se lo pensó mejor, dio media vuelta y salió a trompicones del club.

Mike volvió a Thurston a las dos y pico de la mañana y, tres horas después, lo despertó el teléfono. Una voz ronca y aterrorizada que se identificó como Mark O’Connor le preguntó si era Michael Hess.

—Tienes que venir rápido. David Carlin está en urgencias y no sé si va a sobrevivir.

La sala de urgencias del hospital George Washington estaba de bote en bote. Mike, todavía medio dormido, entró procedente de la penumbra de una desierta calle 23 en aquel vestíbulo excesivamente iluminado, como si estuviera en un sueño. Era el 4 de mayo y la radio de la mesa de las enfermeras retransmitía los últimos pronósticos de las primarias del Partido Demócrata de Washington. Al parecer, Jimmy Carter le estaba haciendo sombra a Morris Udall, según captó Mike de forma subliminal (él tenía una leve preferencia por Carter), al tiempo que una mano le daba unos golpecitos en el hombro.

—¿Mike Hess?

—El mismo. Pero no me gastes el nombre.

—Mark O’Connor —se presentó aquel hombre, temblando. Aunque Mike pensó que más bien parecía un niño—. Te he llamado yo.

—Sí. Sé quién eres. David me ha hablado de ti. ¿Qué ha pasado?

—No sé si… has entendido todo lo que te he dicho por teléfono. Ha habido un incendio.

—¿Y cómo…? —Mike se frotó los ojos y tosió ásperamente—. ¿Cómo está él?

—Dicen que tiene quemaduras casi en el ochenta por ciento del cuerpo. Lo había visto ayer y parecía tan…

De pronto, de forma inesperada, Mark empezó a emitir unos sollozos intensos y violentos.

—Es que… Es que… No creo que lo consiga. que no lo va a conseguir. Quemaduras en el ochenta por ciento del cuerpo. En el ochenta por ciento…

El chico se desplomó en los brazos de Mike, jadeando en busca de aliento. Mike le echó un ojo y vio que estaba conmocionado. Él, sin embargo, no sentía apenas nada, o nada en absoluto, salvo una terrible calma. Todavía estaba asimilando la situación, aunque, al mismo tiempo, se sentía al margen de todo, en un mundo privado donde la pena no tenía cabida.

—Vamos, Mark, tranquilízate. Creo que necesitas sentarte y tomarte un café. Espera aquí, iré a buscarte uno.

Mike se alejó hacia la cabina de las enfermeras.

—¿David Carlin? —le preguntó a la enfermera de aspecto cansado—. Quemaduras. Ha entrado esta mañana. Soy de la familia.

Era una mujer negra de mediana edad que parecía haberlo visto todo, pero la mención del nombre de David hizo que se sobresaltara.

—Sí, señor. El señor Carlin está ahora mismo en quirófano. Estamos… Estamos haciendo lo que podemos por él. Tenemos a los mejores cirujanos del distrito…

Su voz se apagó y sus ojos cayeron sobre la mesa que tenía delante.

Mike asintió.

—Gracias. ¿Le importa que coja un poco de café de la cafetera que tienen ahí atrás? —preguntó, señalando la cafetera que estaba en el hornillo, detrás de ella. La enfermera se levantó para cogerlo.

Cuando Mike se sentó al lado de Mark, este ya se había recompuesto.

—Venga, Mark. Aquí tienes. Bébetelo. Y luego me cuentas lo que ha pasado, ¿vale? Despacito y con buena letra, empezando por el principio.

Mark bebió un sorbo de café.

—En realidad, no sé lo que pasó —dijo, con un hilillo de voz—. Yo estaba durmiendo y la alarma de incendios empezó a sonar. Todos pensamos que se trataba de un simulacro, como suele pasar, pero había humo… Yo vivo en el pasillo de David y vi que salía de su habitación. Pero él… La puerta se encontraba cerrada y la manilla estaba muy caliente, demasiado caliente para tocarla. —El chico se estremeció y se frotó los ojos—. Los bomberos llegaron en diez minutos y nos pidieron que esperáramos en la acera. Bajaron con una camilla. No le vi la cara, pero sabía que era David.

Mike y Mark seguían sentados en la sala de espera al amanecer. Las enfermeras se llevaban a los pacientes andando o en silla de ruedas a través de las puertas batientes a las habitaciones que había más allá, pero nadie les decía nada sobre David. Fueron a buscar magdalenas al McDonald’s de la 19 con la M y volvieron a sentarse a esperar. Cuando preguntaron, les dijeron que el señor Carlin seguía en quirófano. Se sonrieron nerviosos el uno al otro, sin decir nada. Mark se encontraba fatal —no había dormido y el horror de lo que había pasado seguía torturándolo—, pero el tío que tenía al lado actuaba con tanta tranquilidad, con tanta confianza, con tanta entereza… Costaba creer que su pareja se encontrara entre la vida y la muerte. Mark no quería reconocerlo, pero se sentía un poco intimidado. Mike era cinco años mayor que él, estudiante de Derecho y supervisor residente. Además, resultaba realmente atractivo, con aquellos ojos oscuros y aquella densa cabellera negra.

Más avanzada la mañana, un médico les comunicó que David había salido del quirófano. Las cosas habían ido tan bien como era posible y lo iban a trasladar a cuidados intensivos. Mike le preguntó si estaba consciente y el médico le dijo que lo había estado, pero que ahora se encontraba fuertemente sedado. Mike le preguntó si iba a salir de aquella y el médico respondió que, si eran creyentes, sería mejor que rezaran.

Cuando salieron a Washington Circle, les sorprendió comprobar que la vida había continuado en su ausencia. El sol calentaba las aceras y los empleados de las oficinas pasaban con sándwiches y botellas de Coca-Cola. Los cerezos ya no estaban en flor, pero la hierba se veía sembrada de tulipanes y George Washington, sobre su caballo de bronce, ofrecía sombra a estudiantes en mangas de camisa que se sentaban y encendían cigarrillos.

Mark miró el reloj.

—Me he perdido la clase. Era sobre Jung y el significado de los sueños. —Mike murmuró algo inaudible—. No tengo adonde ir, nos han dicho que no podemos volver al edificio hasta que los bomberos lo revisen todo.

Mike asintió, como si se lo esperara.

—Entonces será mejor que vengas conmigo a casa —respondió, y caminaron en silencio por el patio de la universidad hasta Thurston.

—¿Tú fumas? —le preguntó Mark a Mike, una vez en el cuarto.

Mike le dijo que no. Ninguno de los dos fue a clase ese día. Por la tarde, volvieron al hospital y les dijeron que nadie podía ver a David. Había una pareja de adultos sentados en la sala de espera. Él era delgado y calvo, ella tenía el pelo gris y le temblaban las manos mientras intentaba abrir un paquete de Oreo.

Mike supo al instante que eran los padres de David.

Las galletas se esparcieron por el suelo y él se apresuró a recogerlas para dárselas. La mujer levantó la vista y lo miró, mientras le entregaba los pedazos rotos. En sus ojos había tal gratitud, que Mike hizo una mueca de dolor.

—¿Señora Carlin? ¿Señor Carlin? Soy Michael Hess. Era el supervisor residente de David y he venido a ver cómo se encuentra.

La mujer estrechó su mano entre las de ella y se la apretó con la desesperación del dolor de una madre.

El hombre que estaba con ella tosió.

—Encantado de conocerle, caballero. Nos han dicho que está durmiendo. Creo que podría ser una buena señal —dijo. Luego vaciló y se pasó el dorso de la mano por los ojos—. Lo queremos tanto… Tanto… —añadió en voz queda.

David vivió cinco días más.

Mark seguía en Thurston. Veía que para Mike la vida se había detenido, era como si estuviera conteniendo el aliento. Cuando la enfermera les dio la noticia de la muerte de David, al principio Mike pareció aliviado y luego se quedó callado. Por la noche, se levantó y se puso la chaqueta.

—Creo que necesito ir a dar un paseo —dijo, casi para sí mismo—. Solo.

Mark asintió y, sin pensarlo, le dio un abrazo. Mike apareció cuarenta y ocho horas después, y Mark estaba casi histérico. Mike no tenía ni idea de dónde había estado y lo único que quería era dormir.

—Pero, Mike, ¿dónde estabas? Iba a llamar a la policía, aunque… No sabía si… He estado muy preocupado por ti, Mike.

Pero Mike tenía la mente en blanco y, antes de que Mark pudiera decir nada más, se desplomó en el suelo.

—Dios santo —murmuró Mark, al notar el olor a alcohol y a vómito en la ropa de Mike. Intentó subirlo a la cama, pero era un peso muerto. Lo desnudó y lo aseó lo mejor que pudo, y luego lo envolvió en una manta y lo cubrió con un edredón. Estuvo sentado a su lado durante el día y medio que pasó durmiendo y lo alimentó con leche hervida con trozos de pan de maíz cuando se despertó. Mike tenía la cara y el cuerpo pálidos, temblaba constantemente, tenía las extremidades agarrotadas y le daban espasmos en las piernas. Poco a poco, Mark lo cuidó hasta hacerlo volver a la vida. Le llevaba comida del supermercado de Georgetown, atendía las llamadas de la administración de la universidad, interceptaba a los estudiantes que iban a verlo para desearle unas buenas vacaciones… Pero Mike sufría pesadillas y dormía mal. Mark luchaba para animarlo.

—¿Qué diablos me pasa? —le preguntó Mike, al cabo de una semana—. Tú eres psicólogo, ¿me lo puedes decir? —Mark se echó a reír y le dijo que todavía estaba estudiando y que no se sentía cualificado para psicoanalizar a nadie. Pero Mike estaba muy serio—. Es culpa mía —dijo—. Lo sabes, ¿verdad? Lo hizo porque lo traté mal. Y lo peor es que sabía lo que hacía. Yo lo amaba, él era mi alegría, pero lo destruí. ¿Por qué hice una cosa así, Mark? ¿Por qué iba a hacer nadie una cosa así?

Mark se encogió de hombros y apartó la vista. David le había hablado de los impulsos autodestructivos de Mike, de su amor por el exceso, y había leído sobre el miedo al rechazo que tenían interiorizado los huérfanos y sobre la consiguiente dificultad en sus relaciones y la necesidad de provocar un rechazo que creían inevitable.

Mike se recostó y cerró los ojos. Mark casi podía sentir cómo se concentraba. Cuando empezó a hablar, le contó todo a Mark: las pérdidas que había sufrido en el pasado, de las que se culpaba a sí mismo; de Charlotte, de Loras y de la madre que lo había abandonado; de cómo se había pasado la vida rechazando y fallándole a la gente que quería y de la tremenda culpabilidad que sentía. También le dijo que creía que la única salida era volver adonde todo había empezado, encontrar a su madre biológica y entender qué había ocurrido tantos años atrás. Tal vez así podría detener aquel doloroso círculo.

—Hasta que no lo haga, tengo la sensación de que esto…, de que esta tragedia se repetirá una y otra vez.

Mark vaciló, estrechó a Mike entre sus brazos y lo acunó adelante y atrás como a un bebé.