1967
El Apolo I se incendió el 27 de enero de 1967. Mientras Estados Unidos lloraba a los astronautas que habían perdido la vida en la plataforma de lanzamiento de Cabo Kennedy, el instituto Boylan guardaba un minuto de silencio y los estudiantes escribían cartas de condolencia a las familias Grissom, White y Chaffee. En la clase de Física, el señor Strom dejó a un lado la lección que había preparado para hacer un repaso de la escasa información que se tenía sobre el incendio. El principio del movimiento browniano formaba parte del temario del siguiente otoño, pero había decidido adelantarlo. Según él, era tan buen momento como otro cualquiera para examinar la forma en que interactuaban los gases.
Por el momento, nadie conocía los pequeños incidentes arbitrarios que habían ocasionado la tragedia, la existencia de la chispa eléctrica que se había producido por azar debido a la fricción del traje de nailon de un astronauta y que había causado el incendio, pero el señor Strom les explicó que la mezcla de gases rica en oxígeno de la cabina presurizada podía avivar una llama diminuta hasta el punto en que un soporte de aluminio puede arder como un trozo de madera. Los estudiantes observaron cómo introducía una redoma de bromo en estado gaseoso en un tubo difusor. Les dijo que se fijaran en cómo las partículas de color marrón se movían de forma caótica, mientras las rápidas moléculas invisibles de los gases de alrededor chocaban contra ellas. Les pidió que imaginaran cómo los enmarañados movimientos en zigzag de una partícula de bromo eran en realidad el resultado de cientos de minúsculos impactos al azar que la alejaban de la trayectoria que tenía prevista: grandes cerebros, entre ellos Einstein, habían intentado describirlo por medio de modelos matemáticos.
Pero los pensamientos de Mike vagaban por su propio rumbo. Los turbulentos gases habían puesto de manifiesto el hecho —que hacía tiempo le rondaba por la cabeza— de que unas poderosas fuerzas invisibles estaban dando forma a su propia existencia: de que las colisiones azarosas y los impactos sobre los que no tenía control alguno estaban alterando su propia trayectoria y de que su efecto era, en gran medida, negativo.
Pensó en la clase de Geografía de la señora De Boer de la semana anterior, en la que esta les había dicho que había tres mil quinientos millones de personas en el mundo. En ese momento, mientras observaba las colisiones aleatorias y frenéticas dentro del tubo difusor, le obsesionaba la idea de que él mismo podía haber acabado en manos de cualquiera. Se dijo a sí mismo que no era que estuviera resentido con Marge y Doc. Lo que le molestaba era no tener ninguna razón para estar allí: no había nada que hiciera que para él y para Mary fuera más natural estar en Rockford (Illinois) que en Pekín (China). Miró a sus compañeros de clase, que tenían madres y padres reales, y los envidió, porque estaban donde debían estar, anclados en el lugar que la vida les había reservado. Él nunca podría estar en ese lugar a menos que encontrara a su madre. La imagen de su vida como una partícula de algún movimiento cósmico browniano era lo que le preocupaba ahora; la sensación de que tenía una existencia desarraigada que giraba fuera de control lo acompañaba siempre.
Ahora me levantaré y me iré, me iré a Innisfree,
y una pequeña cabaña construiré, hecha de arcilla y troncos;
nueve surcos de judías tendré, una colmena para las abejas,
y viviré solo en el claro del bosque con su zumbido.
Y allí encontraré algo de paz, porque la paz llega gota a gota,
goteando de los velos de la mañana…
La voz cascada y dulce de la hermana Brophy despertó a Mike de sus sombríos pensamientos. El chico levantó la cabeza, súbitamente en estado de alerta. La profesora de inglés suspiró satisfecha.
—Es uno de mis poemas preferidos de Yeats. Precioso —musitó—. William Butler Yeats era un poeta irlandés y su herencia irlandesa influyó considerablemente en su poesía.
Mike se quedó perplejo. Había reconocido algo de sí mismo en el poema que la hermana Brophy había leído en alto: una insignificancia, una humildad, un deseo de escapar de la vida que era su prisión y encontrar la paz en algún otro lugar.
Sonó la campana y la clase se vació. Solo quedó Mike. La hermana Brophy estaba sentada ante su mesa, releyendo el poema con una sonrisa en la cara.
—¿Sí, Mike? ¿Quieres algo?
Mike sonrió ilusionado.
—¿Tiene más poemas… de Yeats? —preguntó esperanzado, metiendo lentamente los libros en la mochila. La hermana Brophy parecía encantada.
—¡Vaya, Mike! Debí suponer que te interesaría…
Michael había estudiado un poco de poesía antes, pero no como aquella. Se pasó el fin de semana tumbado en la cama, leyendo y releyendo la Antología poética que la hermana Brophy le había dado. Sus hermanos se burlaron de él y Doc sacudió la cabeza con desaprobación —a él no le gustaba la poesía y recelaba de ella—, pero Mary y Marge se quedaron extasiadas al oírlo recitar con dramatismo aquellos evocadores y hermosos versos.
Durante las siguientes semanas, la hermana Brophy le presentó a John Donne, a Robert Frost, a Baudelaire y a otros muchos hasta que su mente empezó a nadar entre imágenes teñidas de oro y su corazón empezó a flotar en un mar de palabras.
Loras Lane cumplió cincuenta y siete años en octubre de 1967 y, como se sentía lo suficientemente bien, pudo disfrutar de una tranquila celebración con la familia en la residencia obispal. Al día siguiente, mandó el recado de que le gustaría hablar con Michael, que, al llegar, se encontró a su tío recostado sobre unas almohadas en la cama y con aspecto exhausto. Loras tuvo que esforzarse durante un buen rato para poder hablar. Cuando lo hizo, fue con una voz ronca que venía de algún lugar muy profundo de su interior.
—Gracias por venir, Michael. Te he llamado porque no me queda mucho en este mundo.
Mike hizo ademán de protestar, pero Loras lo silenció con una sonrisa.
—No te preocupes, hijo mío. Eres un chico bueno y cariñoso, siempre lo has sido. Pero hay algunos asuntos que me gustaría resolver antes de… —Loras vaciló—. Antes de que sea demasiado tarde. Tú y yo siempre hemos hablado con franqueza el uno con el otro y sé que muchas veces has seguido mi consejo. Lo que me gustaría entender, Michael, es por qué tengo la sensación de que tu vida es muy infeliz.
Mike miró con firmeza a su tío y asintió. La pregunta no le sorprendía y aquel no era un momento para negaciones o frivolidades. En un tono lo más comedido posible, Mike le contó al obispo moribundo los miedos que acechaban en lo más profundo de su vida, la impotencia que sentía en la faz de un mundo que lo abofeteaba una y otra vez, y la sensación de rechazo que provenía de la secreta certeza de su propia inutilidad. Le habló de la fugaz esperanza que había encontrado en la idea de unirse al sacerdocio y el consuelo que todavía encontraba en los ritos de la Iglesia, en los rituales talismánicos y las fórmulas mágicas que, repetidas con la intensidad suficiente y el número de veces adecuado, podrían mantener a raya la crueldad de la vida. Era un tipo extraño de religión y sabía que el tío Loras no lo aprobaría, pero era la única a la que un niño asustado podía aferrarse.
Cuando terminó, Loras le apretó la mano.
—Gracias, hijo mío. Gracias por entrar en mi vida —susurró con una voz rebosante de emoción—. Me encantaría decirte que Dios te dará las respuestas que buscas, que Él nos sostendrá hasta llegar al santuario de Su paraíso, pero ahora, mientras me preparo para conocerlo, no sé muy bien qué pensar. Si pudiera conocer la verdad del mundo que hay más allá, estiraría el brazo y te hablaría de ella; pero lo único que puedo decirte es que busques respuestas, que descubras quién eres y que no olvides el amor que hay en nuestro interior. Cuando me haya ido, sé bueno con mi hermana, por favor, Mike, sé bueno con tu propia hermana… y sé bueno contigo mismo.
Al cabo de un mes, Loras había muerto.
Marge, rota ella misma por el dolor, sugirió que Mike dejara un tiempo de ir al colegio para hacer frente a la muerte de su tío, pero él insistió en seguir yendo. Caminaba por los pasillos aturdido, sin comprender apenas lo que se hacía en clase, pero agradecía la distracción que le ofrecía el colegio: su casa era como una tumba. El segundo día después de la muerte de Loras, Mike se sentó en la clase de inglés y notó que las mejillas se le enrojecían de la emoción mientras la hermana Brophy leía en voz alta un poema que le pareció que resumía su vida en dos estrofas.
—Es la traducción de una obra del poeta ruso Michael Lermontov —dijo la profesora a modo de introducción—. El pecado de la humanidad hizo que Dios nos expulsara del Edén y nuestro destino es sufrir el recuerdo del Paraíso en el tormento del exilio.
Un ángel estaba volando por el cielo nocturno, y suavemente cantaba;
y la luna y las estrellas y las nubes prestaron atención a la sagrada canción.
Cantaba sobre el gozo de las almas inocentes en los jardines del paraíso;
cantaba sobre el grandioso Dios, y su plegaria era sincera.
En los brazos llevaba una joven alma, destinada a un mundo de pesar y lágrimas;
y el sonido de esa canción permaneció, silenciosa pero viva, en la mente de la joven alma.
Y durante mucho tiempo el alma languideció en el mundo, rebosante de un maravilloso anhelo,
y las tediosas canciones terrenales no pudieron reemplazar aquellos sonidos celestiales.