Dublín
Una semana después de la audiencia en Drumcondra, Frank Aiken regresó de una reunión con el Taoiseach de mal humor. Cuando Joe le preguntó cómo había ido todo, se limitó a gruñir y a cerrar de un portazo la puerta de su despacho. Hasta una hora después, no hizo que llamaran a Coram.
—Hasta aquí hemos llegado, amigo mío. Estamos realmente jodidos. Dev dice que no piensa enfrentarse al arzobispo y que, si la Iglesia quiere enviar a nuestros bebés al desierto del Sáhara, que lo haga. McQuaid lo ha llamado por teléfono para decirle que no le gusta el Proyecto de Ley de Adopción y Dev dice que podemos intentar hacer lo que nos dé la gana, pero que él no piensa apoyarnos a menos que su Ilustrísima sufra una conversión a lo San Pablo de camino a Maynooth.
Aunque Joe Coram se esperaba algo así, incluso a él le sorprendió el vigor con que De Valera se lavaba las manos.
—¿Y qué opina el Taoiseach que debemos hacer? ¿Seguir expidiendo pasaportes a cualquier niño que McQuaid quiera enviar al extranjero?
Aiken se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación.
—Así están las cosas. Lo he intentado por todos los medios, pero sigue recurriendo al maldito Proyecto Madre e Hijo y a lo que le hizo al último Gobierno.
Tres años antes, un breve Gobierno de la oposición había intentado introducir un proyecto de ley sobre madres e hijos para ofrecer tratamiento médico gratuito y consejo a todas las madres gestantes. Quien por entonces era ministro de Sanidad, Noel Browne, había promovido el proyecto aduciendo que pondría a Irlanda a la altura de otros países civilizados. Pero el arzobispo McQuaid se había opuesto a él, diciendo que haría que aumentara el número de madres solteras y de hijos ilegítimos, que permitiría que el Estado interfiriera en cuestiones de carácter moral (coto privado de la Iglesia) y que «daría paso al socialismo en Irlanda por la puerta de atrás». La retórica se había vuelto tan inflamada y las posturas opuestas se habían atrincherado hasta tal punto que el asunto se había convertido en una competición de fuerza entre la Iglesia y el Estado. McQuaid había tachado las propuestas de Browne de «totalitaristas» y había escrito al Vaticano asegurando que aquello era «un ataque a la Iglesia disfrazado de reforma social». Browne fue convocado ante un tribunal inquisitorial de obispos que le leyeron una declaración formal que decía que su proyecto iba en contra del adoctrinamiento social de la Iglesia. Le obligaron a dimitir en abril de 1951 y el fracaso de su proyecto hundió al Gobierno dos meses después.
En su discurso de dimisión, el Taoiseach John Costello se tragó su dignidad: «Como católico, obedezco a las autoridades eclesiásticas y continuaré haciéndolo. Todos los miembros del Gobierno estamos obligados a obedecer las normas de nuestra Iglesia y de nuestra jerarquía».
Joe Coram era un funcionario de rango medio del Ministerio de Asuntos Exteriores cuando se produjo el enfrentamiento. En diciembre de 1949, Browne había enviado una nota formal al ministerio para hacer una consulta sobre la falta de garantías para los niños que la Iglesia exportaba a América. «No hay manera de saber si las personas que adoptan son adecuadas o si puede tratarse de gente que ha sido rechazada como adoptante en su propio país». Además, pedía al Ministerio de Asuntos Exteriores que le asegurara que «se protegería el destino de los niños enviados a Estados Unidos».
Joe le respondió a Browne prometiéndole que investigaría aquello que le preocupaba, pero el asunto se vio bloqueado por los funcionarios de mayor rango del Ministerio de Asuntos Exteriores. Una circular ministerial aconsejaba no responder al ministro «hasta que el arzobispo hubiera decidido la política que seguiría». Además añadía: «Nuestra política debería ser mantenernos al margen en la medida de lo posible». Decepcionado por la pusilanimidad de sus superiores y alarmado por los peligros a los que estaban expuestos los niños irlandeses, Joe se había puesto en contacto en privado con Noel Browne para expresarle su apoyo personal y los dos hombres se habían hecho amigos.
—La jerarquía eclesiástica es el instrumento fáctico del Gobierno en las políticas sociales y económicas —le había dicho Browne a Joe—. La perspectiva de conservar un Gobierno eficaz por parte del Consejo de Ministros y de que se lleven a cabo las tan necesarias reformas ha desaparecido por completo.
En una serie de amargas conversaciones, Browne había expresado su aversión por McQuaid y había manifestado su recelo acerca de una faceta específica y «antinatural» de su carácter. Joe había escuchado y absorbido todo lo que el antiguo ministro le había contado. Y ahora pensaba usar aquella información para ayudar a su jefe actual a evitar que corriera la misma suerte que Noel Browne.
Maire se escandalizó cuando oyó lo que Joe se estaba planteando. Se lo contó una noche, después de un par de copas de jerez. La noticia la dejó con la boca abierta.
—¿Pero por qué ibas a hacer eso, Joe? ¿Para qué ibas a enzarzarte en una pelea con el hombre más poderoso de Dublín? ¿Te has planteado lo que significaría para nosotros que perdieras?
Joe le tendió una única hoja escrita a máquina que había comentado esa misma tarde con Frank Aiken.
Cada vez más alarmada, Maire leyó el testimonio de un niño anónimo que recordaba un encuentro que aseguraba haber tenido con «John, el obispo». El niño contaba que John Charles McQuaid le había invitado al reservado de un bar cercano al palacio del arzobispo, que le había hecho sentarse en el sofá, a su lado, y que le había preguntado si le gustaba ir al colegio.
«Poco a poco», continuaba la declaración, «al niño le quedó claro que las manos lascivas y los largos dedos de John, el obispo, tenían otras intenciones totalmente ajenas al hecho de si le gustaba o no ir al colegio».
Maire sintió pánico.
—¿De dónde has sacado eso, Joe? ¿Cómo sabes siquiera que es verdad?
—No sé si es verdad. Y fue Noel Browne quien me lo dio. Está convencido de que McQuaid es un pederasta —dijo Joe con tranquilidad.
Maire abrió los ojos de par en par.
—¿Noel Browne, el Teachta Dála?[4] Si todo el mundo sabe que odia a McQuaid. ¿No crees que podría habérselo inventado todo, Joe? Es demasiado arriesgado.
Joe había estado dando vueltas a los mismos argumentos sin cesar durante los últimos días y sospechaba que Maire tenía razón.
—Lo único que puedo decirte es que Noel me aseguró que la historia era cierta. Y lo único que vamos a hacer es que el palacio sepa que lo sabemos…
Pero Maire estaba fuera de sí por el pánico.
—McQuaid lo negará. Y no tienes más que la palabra de Browne. No tienes la del chico, ¿no?
—Claro que no. Pero eso McQuaid no lo sabe. Si Browne se lo ha inventado todo, McQuaid lo tirará a la basura y fin de la historia. Pero, si es verdad, su ilustrísima podría empezar a mostrarse más colaborador.
Joe envió la nota y, al cabo de una semana, Frank Aiken recibió un comunicado de la secretaría del arzobispo McQuaid informándole de que lo visitaría el padre Cecil Barrett. A la mañana siguiente, Barrett fue a ver a Aiken y, cuando se fue, el ministro llamó a Joe para darle la noticia: McQuaid había accedido a empezar a negociar el borrador de un proyecto de ley de adopción.
Joe se fue corriendo a su despacho y cerró la puerta con llave. El alivio y el triunfo le inundaban. Cuando bajó la vista, vio que le temblaban las manos.