En la actualidad
Tengo una foto encima de la mesa, de un joven con una llamativa camisa de manga corta y gafas oscuras bajo el sol de Florida. Está sentado junto a una piscina y el océano brilla entre los árboles, a sus espaldas. Al lado de la foto hay un ejemplar un poco más antiguo del Rockford Register, del verano de 1970, donde se puede leer el siguiente titular: «La buena noticia del día: escolares que se convierten en héroes en una residencia de ancianos».
Puede que ir de compras con tu madre sea un rollo, pero ayudar a una anciana que ni siquiera es tu madre a ir al supermercado es tener madera de héroe. Eso es lo que los chicos del Key Club del instituto Boylan hacen todos los miércoles por la tarde con las señoras del hogar North Main Manor, 505 N Main St. «Como somos una organización de asistencia social», explica Michael Hess, presidente del club, «se nos ha ocurrido la idea de ayudar a esas mujeres». Dos o tres chicos acuden cada miércoles al hogar de ancianos y llevan a las mujeres «adonde quieran ir, aunque normalmente es al supermercado», explica Hess.
La fotografía que acompaña al artículo es la de un adolescente de perfil con cabello negro. El pelo le cae sobre el atractivo y pulcro rostro. Tiene aspecto serio, lleva camisa y corbata, y está ayudando a una mujer de aspecto frágil, que tiene un pañuelo en la cabeza, a sentarse en el asiento del copiloto de un coche estacionado.
Si retrocedo más, los pasos de la distante vida que he estado siguiendo resuenan vagamente en los cavernosos archivos de la Iglesia católica. En una fotografía del obispo Art O’Neill, se le ve entregando los premios de graduación del instituto Boylan de Rockford a una estudiante con túnica blanca y gorro, y a un joven sonriente que lleva puesta una toga violeta y negra mientras la borla del birrete le cae de manera informal sobre un lado de la cara. En una maravillosa instantánea del año 1965 de los anales del Vaticano, se ve al papa Pablo VI pavoneándose delante de la cámara en la Biblioteca Vaticana, escoltado por el radiante obispo Loras Lane, que había ido a Roma para las sesiones de clausura del Concilio Vaticano, y por una anciana vestida de negro como una viuda, con el pelo cuidadosamente rizado bajo una mantilla de encaje, un bolso negro y unos guantes blancos, que se mantiene en pie a duras penas sobre unos tobillos dolorosamente hinchados. Preocupada por la salud de su hijo, Josephine Lane, a sus ochenta y muchos años, al parecer decidió hacer un último viaje a través del Atlántico para acompañarlo y esa es su última fotografía. Mientras los dos hombres sonríen a la cámara, ella mira fijamente el horizonte.
Una serie de datos aislados y pistas diversas —artículos de prensa, fotografías, documentos estatales y eclesiásticos, y un característico avión de juguete— me habían llevado de Anthony Lee a Michael A. Hess, de Irlanda a Estados Unidos, pero el rastro se estaba difuminando. En Notre Dame, se negaron a responder a las preguntas que les hice sobre Michael. Lo único que hicieron fue confirmar las fechas y su expediente académico, amparándose en las leyes federales de protección de datos. El Senado de Estados Unidos tiene una lista de residentes y páginas de cada año desde la II Guerra Mundial, pero no dan más detalles que el nombre y la ciudad de origen. Sin embargo, tenía dos bobinas de películas caseras de Super-8 de la década de 1950 que habían llegado a mis manos de forma indirecta y un tanto misteriosa. Fueron esas viejas películas, junto con los recortes de periódico sobre un escándalo en Washington y una serie de acontecimientos fortuitos, lo que me pondría en contacto con las figuras clave de la vida adulta de Michael.