En la actualidad
La mesa que tengo delante está cubierta de fotografías y documentos: cartas y diarios, entrevistas, viejas facturas de hoteles, postales y notas garabateadas a mano medio borradas; todos ellos conmovedores fragmentos de un misterio en proceso de resolución que me ha acompañado desde aquel primer encuentro en el Año Nuevo de 2004.
La mayoría de los datos me los proporcionaron voluntariamente: el diario de Marge Hess y su copiosa correspondencia sobre la adopción de Anthony y Mary, las entrevistas con las partes implicadas en el drama que todavía vivían y con los amigos y los parientes de aquellos que ya habían fallecido, todo el material de partida sobre el que se ha basado la historia de las páginas precedentes y de las que están por venir. Pero conseguir otros documentos ha supuesto una batalla contra el encubrimiento, contra la reticencia de la gente y de las organizaciones que tenían algo que ocultar. Los profundos vínculos de la Iglesia con el secretismo, por ejemplo, y su convicción de la culpabilidad imperdonable de las Magdalenas hacían que los nombres que les daban en la casa despojaran a las chicas de su identidad y que sus verdaderas vidas estuvieran ocultas tras una máscara. Las muchachas raramente eran conscientes de quién compartía con ellas su calvario, solo sabían que Marcella no era Marcella, que Augustine no era Augustine y que Nancy no era Nancy.
Como anticipo de una separación predeterminada, la Iglesia prohibía a las madres de Roscrea guardar fotografías de sus hijos, pero la valiente hermana Annunciata había introducido de contrabando una cámara Box Brownie. Las instantáneas que Annunciata tomó para que Philomena las guardara están hoy sobre mi mesa, como crónicas de una época y de un lugar que podían haber permanecido en la sombra: un pequeño perdido en el jardín de un convento, un niño con aspecto desconcertado que nos mira a través de la ajada bruma de los años mientras intenta montar en un triciclo o trepar a un escalón, o mientras acuna un avión de juguete tan ancho como sus hombros, siempre mirando a la fotógrafa con confianza en los ojos. Esa última foto me llamó especialmente la atención. Es en blanco y negro, por supuesto, pero sé que el avión es una Nave Espacial de Propulsión GE 270 roja y amarilla con mecanismo de fricción, de veinticinco centímetros de envergadura, que fue construida en Alemania entre 1955 y 1965 por un fabricante de juguetes llamado Technofix.
Al pasar al lado de la mesa, mi hija echa un vistazo y me pregunta quién es ese chiquillo.
—Un niño que creció hace mucho tiempo muy lejos de aquí —le respondo.
Otra fotografía, esta vez en un recorte de periódico amarillento de algún lugar de Estados Unidos, muestra el mismo avión de juguete pegado al pecho de un niño pequeño vestido con una trenca y flanqueado por una niñita con aspecto asustado y una mujer alta y elegante.
Mi hija mira las fotos y se da cuenta de que es el mismo niño en las dos.
—Parece simpático —dice.
Qué extraño que un avión de hojalata de dos fotos de diferentes lados del océano proporcione una pista tan importante, un nexo de unión para acercarnos más a Anthony tras años de búsqueda y de ausencia.
Tengo sobre la mesa el primer pasaporte que le hicieron de pequeño. La minúscula foto que está bajo el sello del Estado de Irlanda muestra a un niño serio de tres años, que lleva puesto un jersey tejido a mano adornado con grandes tréboles y, en la página opuesta, la siguiente información en inglés y en gaélico:
Anthony Lee
Pasaporte expedido en: Dublín, a 22 de noviembre de 1955
Nacionalidad: Ciudadano irlandés
Profesión: Ninguna
Lugar de nacimiento: Condado de Tipperary
Fecha de nacimiento: 5-7-1952
Lugar de residencia: Irlanda
Altura: 98 cm
Color de ojos: Azul
Color de pelo: Negro
Rostro: Ovalado
Peculiaridades especiales: Ninguna
Firma: El titular no sabe escribir
Lo más triste de todo son los papeles de renuncia, los documentos en virtud de los cuales las madres eran obligadas a renunciar a sus hijos. «No intentar nunca ver ni reclamar» a la carne de su carne: qué traición les debía de parecer aquello durante los años que les quedaban por delante para lamentarse por el juramento que habían hecho. Los sellos decorativos y las escuetas fórmulas enmascaran una tragedia humana que se repitió en toda Irlanda cientos, miles de veces.
La tarea que me encomendó aquella desconocida en la Biblioteca Británica implicaría desafiar aquella promesa de aquiescencia. Significaría investigar qué había sido de Anthony Lee. Y daría lugar a asombrosos descubrimientos.