Discurso de Pete Nilsson en el funeral de Michael Hess, iglesia parroquial de San Pedro, Washington D. C., 21 de agosto de 1995:
He pasado los últimos días intentando entender el fallecimiento de Michael. No estoy seguro de haber tenido éxito porque, en el fondo, sé que Michael no quería irse. Todavía tenía muchas cosas por hacer. ¿Cómo justificar la muerte de alguien que siempre miró hacia delante y que logró tantas cosas en la vida? La respuesta es simple: no se puede. Michael nos dejó antes de tiempo y luchó a brazo partido hasta el final. Quería seguir viviendo hasta el último momento. El hecho de que se guardara la enfermedad para sí mismo era una forma de centrarse en la vida y no sucumbir a la muerte. Cuando finalmente nos dejó, lo hizo muy rápidamente. Uno de los grandes misterios de la muerte es adónde van tantos conocimientos y tanta intensidad cuando alguien cierra los ojos por última vez. Espero que, en cierto modo, se haya repartido entre todos nosotros. Sé que soy una persona diferente porque, hace quince años, conocí a Michael. Una persona mejor. Con ese consuelo hoy le digo adiós, consciente de que él seguirá viviendo a través de nosotros. Muchos de vosotros habéis compartido alguna que otra copa con Michael y sabéis que le gustaba citar un brindis de Yeats. Me gustaría acabar brindando por él:
El vino entra por la boca
y el amor entra por los ojos;
eso es todo lo que en verdad sabemos
antes de envejecer y morir.
Me llevo la copa a la boca,
te miro y suspiro.
Cuando Jane Libberton fue a verme a la Biblioteca Británica aquel Año Nuevo de 2004, se llevó con ella las fotografías de Anthony que la caridad de la hermana Annunciata le había llevado a hacer tantos años atrás. Me contó todo lo que sabía por boca de su madre: el nombre de su hermano perdido, que este había nacido el 5 de julio de 1952, que se lo había llevado a Estados Unidos una desconocida y que tenía los ojos azules y el cabello negro.
Estábamos de acuerdo en que no teníamos mucho por donde tirar. El nombre de Anthony Lee no nos ayudaría —casi con certeza habría adoptado el apellido de su nueva familia— y la experiencia de Philomena a la hora de obtener información de las monjas de Sean Ross no auguraba nada bueno. Estaba a punto de concluir que todo aquello era una misión imposible, a punto de decirle a Jane que no me interesaba. Pero no lo hice.
La familia de Philomena había crecido con los años. Cada vez que un nieto o un bisnieto nacía —especialmente cuando Jane se quedó embarazada y se convirtió en madre soltera a los diecisiete años—, se moría de ganas de contarles a sus hijos que tenían un hermano en Estados Unidos. De hecho, el hermano de Philomena, Jack, les había confesado a sus hermanas Kaye y Mary lo del pequeño de la abadía de Sean Ross y todos le habían recomendado que se lo contara a su familia, pero la presión de la Iglesia era persistente y cruel, y Philomena había guardado el secreto durante cincuenta años.
Jane había notado en varias ocasiones que su madre se ponía sentimental justo antes de Navidad. Empezaba a hablar de su infancia y de los viejos malos tiempos con lágrimas en los ojos, y Jane nunca había entendido la razón. En 2003, lo descubrió. El 18 de diciembre, Philomena se tomó un par de copas de jerez y, animada por el alcohol y los sentimientos reprimidos durante tanto tiempo, les habló a sus hijos de su desgracia secreta. Les dijo que aquel era el aniversario del día en que le habían arrebatado al hermano que tenían, que ahora vivía en Estados Unidos y que tendría cincuenta y un años.
Mientras su madre hablaba, Jane había ido al cajón del aparador de esta y había cogido las fotografías en blanco y negro de aquel niñito que, según ella siempre les había dicho, era un primo lejano que vivía en algún pueblo de la Irlanda rural. «Es él», confesó Philomena.
Los tres viajamos a la abadía de Sean Ross en la primavera de 2004. Las monjas fueron encantadoras. Ninguna de ellas estaba allí en 1950: la hermana Barbara y la hermana Hildegarde habían fallecido —fotografiamos sus tumbas en el cementerio de las monjas, cuidado con esmero—, y en los archivos del convento ponía que la joven hermana Annunciata, Mary Kelly, de los Kelly de Limerick, no había vivido para ver su trigésimo cumpleaños, sino que había fallecido en Inglaterra poco después de que la trasladaran a Londres en 1955. La actual madre superiora era una mujer agradable y educada de las afueras de Liverpool que había entregado su vida al cuidado de personas desfavorecidas y discapacitadas y había convertido Sean Ross en un refugio para jóvenes con parálisis cerebral y otras enfermedades degenerativas. Era obvio que las monjas estaban acostumbradas a las preguntas de las antiguas internas de la institución para madres solteras: cuando les explicamos el propósito de nuestra visita, empezaron con una rutina bien ensayada que incluía té con pastas en la sala, la inspección de álbumes con antiguas fotografías y expresiones de compasión aparentemente auténticas por aquellos que habían sufrido.
—No podemos acabar con vuestro dolor —dijo la madre superiora—, pero podemos acompañaros en él.
Visitamos la capilla en cuyo coro habían cantado Philomena y Annunciata, y el pasillo donde la monja enfadada le había pegado a Philomena. Los dormitorios de las jóvenes y las guarderías seguían allí, pero las puertas acristaladas estaban rotas y las largas salas estaban vacías y abandonadas: los pájaros anidaban en las vigas y los suelos de parqué estaban llenos de pedazos de yeso. La lavandería donde Philomena había trabajado duro para lavar la mancha de sus pecados había sido demolida para construir el alojamiento de los discapacitados. Los restos del monasterio medieval todavía seguían en pie, tres paredes en ruinas cubiertas de hiedra con un roble en medio, pero la madre superiora nos dijo que el ayuntamiento les había advertido de que eran un peligro debido a su inestabilidad y que la orden tendría que reunir el dinero necesario para apuntalarlas, un dinero que las monjas no tenían. En un parche de hierba verde, al lado del viejo convento georgiano, un mayo blanco se erguía sin lazos delante de un alto ángel de alabastro.
Les dimos las gracias a las monjas por dejarnos ver el lugar y volvimos a sacar a colación el motivo que nos había llevado allí: ¿serían tan amables de enseñarnos los informes de la adopción de Anthony Lee? La madre superiora dijo que le encantaría ayudarnos, pero que todos los archivos que quedaban habían sido enviados a la oficina central que estaba en un convento en Cork, donde en la actualidad gestionaban los archivos de los antiguos orfanatos. Nos facilitó el nombre del lugar y de la monja que lo gestionaba, y nos fuimos. A la salida, hice fotografías del convento y de los tres diferentes tipos de tumbas: las de las monjas, las del campo recientemente arreglado donde las madres y los bebés eran enterrados, y las del antiguo cementerio que había al lado del monasterio en ruinas.
Cuando regresamos a Inglaterra, Philomena llamó al número que las monjas nos habían dado. Pertenecía a la Sociedad de Adopción del Sagrado Corazón del Convento de Bessboro, en Cork, y su llamada fue atendida por la directora de la agencia, la hermana Sarto Harney. La hermana Sarto le prometió que consultaría los archivos. Dos semanas después, llegó una carta suya que no contenía ningún tipo de información nueva.
Estimada Sra. Gibson:
Usted fue admitida en Roscrea el 6 de mayo de 1952 y se le dio el alta el 14 de enero de 1956. Anthony nació el 5 de julio de 1952 a las siete de la tarde, de nalgas, a su debido tiempo, y pesó 3,4 kilos. Anthony fue entregado en adopción en Estados Unidos el 18 de diciembre de 1955.
Las cartas enviadas al Consejo Irlandés de Adopción dieron resultados igualmente negativos —no tenían en los archivos a ningún Anthony Lee— y el Ministerio de Asuntos Exteriores envió una rápida pero irritante respuesta.
Estimada Sra. Gibson:
Puedo confirmarle que este ministerio está en posesión de papeles relacionados con la expedición de un pasaporte para Anthony Lee para que este pudiera viajar a Estados Unidos tras la adopción. El archivo número 345/96/755, de acceso restringido, junto con otros ficheros similares, se encuentra en la actualidad bajo la custodia del Archivo Nacional. Soy consciente de las restricciones en el acceso a cierta información fruto del derecho a la privacidad que otorga la Constitución y de los requerimientos de la Ley del Archivo Nacional de 1986.
Le adjunto una copia de la declaración jurada que hizo el 27 de junio de 1955, mediante la cual cedía a Anthony Lee a la superiora de la abadía de Sean Ross y la autorizaba a entregarlo en adopción.
Tal vez desee ponerse en contacto con la Sociedad de Adopción del Sagrado Corazón de Cork, donde se guardan actualmente los archivos de Sean Ross.
Nuestra búsqueda había fracasado. El acceso confidencial y restringido era habitual en los asuntos oficiales. El Ministerio de Asuntos Exteriores de Irlanda nos remitía a la Sociedad de Adopción del Sagrado Corazón y la Sociedad de Adopción del Sagrado Corazón nos remitía al Ministerio de Asuntos Exteriores.
Pero un descubrimiento inesperado nos dio nuevas esperanzas.
Poco después de las desalentadoras noticias del Ministerio de Asuntos Exteriores, las fotografías de la visita a la abadía de Sean Ross llegaron del laboratorio fotográfico. Jane y yo esparcimos las fotos del convento, de las guarderías abandonadas y de las tumbas que había en los terrenos del convento. Vimos las cruces que señalaban los túmulos de la madre Barbara y de la hermana Hildegarde en el cementerio de las monjas con las fechas de su fallecimiento pulcramente registradas, y vimos los tristes homenajes en recuerdo de los niños y las madres muertas, levantados tras el cierre del orfanato por padres y parientes. En una losa de piedra se leía: «Este jardín está dedicado a los bebés y a los niños que murieron en la abadía de Sean Ross y que están aquí enterrados. Que desde su lugar en el cielo recen por nosotros, que los amamos desde la tierra». En el camposanto no había tumbas delimitadas, pero en las lindes habían empezado a aparecer plaquitas en recuerdo de los niños fallecidos: «Martin: 29-10-1945 a 28-12-1945», «Hija, nuestros recuerdos de ti nunca envejecerán, están guardados bajo llave en nuestros corazones, grabados con letras de oro», y de las jóvenes madres que habían muerto al dar a luz: «Josephine Dillon, falleció a los veintiocho años. D. E. P.», «Mary J. Lawlor, falleció a los catorce años y medio. D. E. P.». De entre todas las placas, hubo una que le llamó la atención: «En memoria de Anthony: Si las lágrimas pudieran construir una escalera, / y los recuerdos un camino, / podríamos caminar hasta el cielo / y traerte de nuevo de vuelta». El nombre captó de inmediato su interés, pero aquel Anthony era un bebé que había muerto al nacer.
Jane cogió una foto para echarle un último vistazo. En ella salía una tumba nueva y bastante lustrosa que no estaba ni en el cementerio de las monjas ni en el camposanto de las madres y los bebés. Aquella se encontraba junto a las paredes en ruinas del antiguo monasterio, entre las viejas piedras llenas de maleza y cubiertas de musgo. El nombre de la inscripción no nos resultaba familiar, pero Jane se dio cuenta de una cosa: la fecha de nacimiento era la misma que la de Anthony, el hijo de Philomena, el 5 de julio de 1952. La foto estaba borrosa y necesitamos dos ampliaciones y una lupa para leer las letras grabadas en plata sobre el fondo de mármol negro.
Michael A. Hess
Un hombre con dos naciones y muchos talentos.
Nació el 5 de julio de 1952 en la abadía de Sean Ross de Roscrea.
Murió el 15 de agosto de 1995 en Washington D. C., Estados Unidos.
Era la única lápida de toda la abadía que no pertenecía a una monja, a una madre o a un niño que hubieran muerto allí. Aunque cabía la posibilidad de que existiera otro bebé que hubiera nacido el mismo día, de pronto podía darse la terrible eventualidad de que la búsqueda de Philomena acabara llevándola hasta Anthony, solo para descubrir que estaría para siempre fuera de su alcance.
Retomamos el contacto con los archivistas de la Iglesia. Remitimos una solicitud a la Sociedad de Adopción del Sagrado Corazón, que obtuvo como resultado una amable carta de la hermana Sarto, que, aunque no confirmaba que Anthony Lee y Michael Hess fueran la misma persona, se ofreció a mantener una conversación en privado con Philomena. Cuando el teléfono sonó una semana después, esta se reconcomía de incertidumbre.
Las primeras palabras de la hermana Sarto le dieron esperanzas.
—Señora Gibson, tengo noticias para usted sobre Anthony —declaró la monja—. ¿Hay alguien con usted? —le preguntó, acto seguido. Philomena le confirmó que no estaba sola y se sentó—. Señora Gibson —empezó a decir la hermana—, lo siento, pero su hijo no sigue vivo.
Philomena se echó a llorar. Estaba destrozada. Se culpaba a sí misma por no haber hablado antes de Anthony, mientras todavía podía haberlo encontrado. Era difícil saber qué decirle a una madre que había perdido a su hijo no una, sino dos veces.
—No debe culparse —le dije, no demasiado convencido—. No es culpa suya.
Pero claro que se culpaba.
—Qué más quisiera, Martin, qué más quisiera. Me maldigo cada vez que pienso en ello. Si al menos lo hubiera mencionado en algún momento durante todos estos años, tal vez él no… Pero tenía muy grabado en el fondo del corazón que no debía contárselo a nadie. Nos intimidaban, era un pecado imperdonable. Entonces creí que lo habíamos encontrado, pero ahora se ha ido para siempre. ¡Dios santo, cómo me duele el corazón! Todos estos años preocupándome por él, deseando hablar con él. Estoy segura de que hay muchas otras mujeres hoy en día que están como yo, que no han dicho nada. No dejaba de pensar: «Dios, ojalá supiera…». Era un secreto que guardé toda mi vida, pero nunca he dejado de rezar por él, de rezar por Anthony, y puede que ahora esté allá arriba, en el cielo.
Philomena pasó las semanas posteriores al descubrimiento de la muerte de su hijo planeando visitar su tumba. Lo hizo en el verano de 2004 y dio una misa por su cumpleaños. Donó dinero a las monjas para que pusieran flores al lado de la lápida y contrataran a un jardinero del lugar para plantar un árbol en su memoria. Eso la tranquilizó. Parecía más resignada ante la segunda pérdida de su hijo, aunque los remordimientos la consumieran. Hablamos de continuar con la búsqueda de Michael Hess, como ya sabíamos que se llamaba, y finalmente dijo que sí, que quería que siguiéramos buscando.
Conocíamos el nombre de Michael y su fecha de nacimiento. No sabíamos en qué lugar de Estados Unidos había vivido ni qué tipo de trabajo había tenido, pero, de pronto, recordé algo. Yo había sido corresponsal en Washington para la BBC entre 1991 y 1995, en la última época de la presidencia de George Bush padre, y recordaba haberme cruzado con un funcionario de la Casa Blanca llamado Michael Hess, aunque aquello había sido hacía más de una década y la mayoría de mis contactos republicanos ya no estaban allí o se habían retirado.
Mientras trabajaba en lo del contacto en la Casa Blanca, seguimos la última pista irlandesa, la lápida de mármol que había junto al monasterio en ruinas. Roscrea no es un pueblo grande y solo hay un marmolista. Llamamos para preguntarle si nos podía decir quién había llevado a Michael Hess al lugar de su nacimiento para ser enterrado allí.
Seguíamos esperando la respuesta cuando recibí noticias de Jill Holtzman Vogel desde Washington. Jill era una senadora estatal republicana recientemente elegida que había servido anteriormente como consejera novel de George Bush en el polémico recuento de Florida que dio un giro a las elecciones del año 2000. En un correo electrónico que me remitió en enero de 2005, confirmaba que Anthony Lee, el huerfanito irlandés, había crecido y se había convertido en Michael Hess, director jurídico del Comité Nacional Republicano.
Yo no conocí personalmente a Michael, pero me uní a la Oficina de Asesoría del comité republicano en 1997 y el legado de Michael estaba todavía muy fresco. Hablaban de él constantemente. Era obvio que la gente de allí lo quería y lo respetaba, y que la gente de la oficina se acordaba mucho de él. Me conmueve profundamente que intentes ayudar a la madre de Michael. Te enviaré información de contacto de las personas que sé que tenían una estrecha relación con él y espero que puedan ayudarte. Jill.
Le reenvié el correo electrónico de Jill a Jane, que me respondió al instante.
Querido Martin:
Muchas gracias por pasarme el correo electrónico de Jill Holtzman Vogel. No tienes ni idea de lo que se ha alegrado mi madre al oír cosas tan bonitas sobre Anthony. Aunque se le escaparon algunas lágrimas, creo que le hace sentirse un poco mejor saber que es obvio que la gente que lo conocía o que ha oído hablar de él lo quería tanto. Cualquier tipo de información, por mínima que sea, es valiosísima para ella y estaría bien que pudiéramos descubrir todavía más cosas. Los meses que han pasado desde que nos enteramos de su muerte han sido duros y creo que oír algo positivo sobre él la ayuda mucho. Jane.
Siguiendo la recomendación de Jill, volé a Washington y me puse en contacto con muchos de los compañeros de trabajo de Michael Hess en el Partido Republicano, entre ellos con los actuales líderes del Comité Nacional Republicano. Hablé con los secretarios del comité que habían trabajado con él y fueron muy efusivos.
—Era un hombre encantador, muy amable —declaró Nancy Hibbs, que había conocido a Michael a los veintitrés años, cuando era auxiliar administrativa—. Recuerdo que, cuando lo conocí, pensé que era uno de los hombres más atractivos que había visto jamás. Era un encanto. Yo era muy joven, pero él era un tío realmente agradable y todo un caballero. Aunque tenía un trabajo muy estresante, nunca se mostraba antipático con nadie. Era de los que les abrían la puerta a las mujeres, pedían las cosas por favor y daban siempre las gracias. Nunca daba órdenes a nadie. Solía traerles a las chicas rosas de su casa de campo. Trabajamos con mucha gente, sobre todo entonces, cuando era más joven, que era muy brusca con los jóvenes, pero él nunca lo fue.
Mark Braden, que había sido inicialmente el jefe de Michael en el comité republicano, me habló de la importancia de su trabajo de reordenación para el partido.
—Era un abogado brillante. Somos todos herederos de sus litigios, de nuestros litigios de principios y mediados de los años ochenta. La reordenación era algo de suma importancia. El ambiente político estaba muy caldeado por ese motivo, pero Michael era el que desarrollaba todas las teorías y argumentos. Sin él, los republicanos no habrían logrado la mayoría en 1994. No habrían conseguido la mayoría que consiguieron, así que su legado sigue vivo. Era uno de mis mejores amigos. Su muerte fue una tragedia.
Llevaba una semana en Washington y tenía la sensación de que entendía la faceta pública de Michael Hess, pero su lado privado continuaba evitándome. Su sexualidad continuaba siendo un misterio. Nancy Hibbs, del Comité Nacional Republicano, lo aclaró todo.
—Todos sabíamos que era gay. Pero nadie hablaba de ello porque, como podrás imaginar, el Partido Republicano… Entonces eran otros tiempos. Y era guapísimo, tenía un pelo negro precioso y una mirada penetrante. Por supuesto todas las chicas lamentaban que no estuviera a su alcance.
Finalmente, un contacto de Washington me dijo: «Tienes que hablar con Pete Nilsson», y esa misma noche, en el hotel Watergate, me encontré con un mensaje de mi mujer: el marmolista de Roscrea había dicho que el hombre que había encargado la lápida de la tumba de Michael se llamaba… Pete Nilsson. Encontré fácilmente el contacto de Pete, pero estaba fuera de la ciudad y no iba a volver antes de que yo regresara a Londres. Le dejé un mensaje y me llamó a Inglaterra: se había enterado de lo de la investigación y quería hablar conmigo.
Philomena, Jane y yo recibimos a Pete Nilsson en mi casa de Londres en abril de 2005.
La información que Pete nos proporcionó durante esa entrevista y durante las que la siguieron, junto con el hecho de que nos presentara a otras personas que habían formado parte de la vida de Michael, hicieron que fuera posible escribir este libro. Pero, sobre todo, le proporcionaron a Philomena el consuelo catártico de que sus acciones no habían menoscabado la vida de su hijo, de que él nunca había dejado de querer a su madre biológica y de que nunca había dejado de buscarla.
Pete había llevado fotografías y recuerdos de Michael, y Philomena y Jane se empaparon de cada imagen. Querían conocer todos los detalles que Pete pudiera proporcionarles, todos los éxitos que Michael había conseguido. Philomena estaba maravillada ante el nivel de vida del que él y Pete habían disfrutado.
—Tenía una buena vida, ¿verdad? Yo nunca podría haberle ofrecido eso, Peter.
A Philomena no le preocupaba que su hijo fuera gay. Acogió a Pete casi como a un hijo sustituto. Michael se parecía a ella, tenía su cabello negro y su talento musical. Instó a Pete a que le dijera que Doc y Marge habían sido unos buenos padres, le encantó escuchar que Michael y Mary se habían mantenido tan cerca el uno del otro y que se habían considerado hermanos de por vida: aquello la reconfortaba. Pero también se sintió conmocionada y enfadada cuando Pete dijo que Michael había vivido toda la vida con la incertidumbre de si lo había abandonado al nacer o si había estado con él en el convento.
La idea de que las madres entregaban a sus bebés justo después de nacer parecía deliberadamente fomentada por parte de las monjas, tal vez porque les daba vergüenza haber tenido a las chicas trabajando prácticamente como prisioneras durante tres años, como mínimo. La madre Barbara y la hermana Hildegarde habían engañado premeditadamente a Michael y a Mary cuando habían visitado el convento. Aquellas mentiras enfurecieron a Philomena.
—¿Cómo pudieron decirle que lo había abandonado? ¿Cómo fueron capaces de hacer eso? ¡Yo nunca quise entregarlo! ¡Nunca!
Pete habló de su visita a Roscrea con Mike en 1993, y Philomena se indignó al saber que las monjas no le habían dicho que su familia vivía casi al lado. Pero le consoló el hecho de que Michael nunca hubiera dejado de buscarla.
—De verdad, siempre tuve esa sensación. Tenía la sensación de que quería encontrarme, de que tenía que haber intentado encontrarme. Por eso me preguntaba tan a menudo si habría venido. De alguna manera, debía de haber algo, porque toda mi vida he tenido esa sensación y nunca jamás en la vida lo he olvidado. He rezado por él todos los días. Estaba segura de que un día lo encontraría.
Pete le habló del día que se sentaron entre las ruinas de la vieja abadía, cuando Michael le expresó su deseo de que lo llevaran de vuelta a Irlanda para enterrarlo allí. Lloró cuando Pete le habló de su muerte y del funeral que el Partido Republicano le organizó en el Capitolio. Pete tenía el programa de la misa y le enseñó los nombres de las celebridades republicanas que habían asistido. Le habló de la llamada que había recibido de Nancy Reagan en su nombre y en el del expresidente, y de los conmovedores panegíricos de Mark Braden y Robert Hampden. Pete enumeró a los portadores del féretro que habían sacado el cuerpo de Michael de la iglesia y le contó a Philomena que habían tocado «Danny Boy» mientras el ataúd, envuelto en la bandera que había ondeado sobre el Capitolio, avanzaba lentamente por el pasillo. Le habló del extravagante velatorio «irlandés» que le habían hecho a Mike y de las condolencias de los funcionarios republicanos que habían asistido a un acto abrumadoramente gay.
Pero también le contó a Philomena que Doc Hess y dos de sus hijos habían ido a Washington para asistir al funeral. Una vez allí, Doc había anunciado que tenía intención de hacerse con las propiedades de Michael, con el dinero del seguro, y con su parte del piso de la ciudad y de la casa de Virginia Occidental. Pete le había enseñado el testamento de Mike, en el que le legaba todo a él. También habían discutido por el lugar donde sería enterrado Mike. Doc había intentado llevarse el cuerpo a Iowa y Pete había tenido que llamar a su abogado para impedírselo. En medio de las negociaciones, Pete se había percatado de que Doc y sus hijos nunca habían sabido que Michael era gay y que acababan de descubrir que había muerto de sida. Las conversaciones fueron difíciles. Doc y sus hijos se mostraron fríos y despectivos con Pete. Se marcharon de Washington sin despedirse y nunca más volvieron a ponerse en contacto con él.
Philomena le preguntó a Pete cómo se las había arreglado para conseguir enterrar a Michael en Roscrea y Pete le contó toda la historia. El cuerpo de Mike había sido incinerado en el Crematorio Metropolitano de Alexandria (Virginia) y Pete le había escrito a la madre superiora de la abadía de Sean Ross para preguntarle si accedía a cumplir su última voluntad.
Estimada hermana Christina:
Es con gran pesar que escribo esta carta. Aunque Michael vivió una vida muy feliz y llena de éxito en Estados Unidos, su última voluntad era que sus cenizas regresaran a su lugar de nacimiento. La vinculación emocional de Michael con la abadía era muy intensa y tendría la sensación de estar traicionando sus deseos si lo enterrara en cualquier otro lugar. Michael pidió que se hiciera una donación a la abadía en su nombre.
Durante toda su vida, llevó muy cerca del corazón sus raíces irlandesas. Sé que solo será capaz de descansar realmente en paz si regresa a la abadía.
Pete le explicó que un sacerdote irlandés, el padre Leonard, se había hecho cargo del asunto.
—Me habían presentado al padre Leonard cuando había estado en Estados Unidos. Era uno de esos párrocos irlandeses que constituían un pilar fundamental de la Iglesia de Irlanda. Le dije que deseaba enterrar a Michael en Roscrea, en sus terrenos, pero que no permitían los enterramientos. Le pedí que hiciera lo que pudiera y le dije que estaba dispuesto a donar una buena cantidad de dinero, que les dijera que enviaría un cheque y a ver si funcionaba. Me llamó al día siguiente.
El entierro tuvo lugar el 9 de mayo de 1996 y fue oficiado por el padre Leonard. Pete reprodujo la oración funeraria del párroco: «Nos disponemos a permitir el descanso de los restos mortales de Michael Hess […] .Michael abandonó este lugar en 1955. Tras una vida y una carrera profesional repletas de éxitos en Estados Unidos, ha regresado a la tierra de sus antepasados […]. Ahora está en paz».
Todos los caminos en la búsqueda del hijo perdido de Philomena llevaban a Roscrea y al convento donde había empezado la historia de este.
Después de hablar con Pete Nilsson, me entrevisté con el resto de las personas significativas en la vida de Michael, incluidos Robert Hampden, Susan Kavanagh, Ben Kronfeld, Mark Braden, John Clarkson y Mark O’Connor, que me envió un correo electrónico: «Martin, una última idea que me gustaría compartir es que, aunque entonces éramos jóvenes y frívolos y no teníamos relaciones demasiado serias, Michael fue mi primer amor, con toda la intensidad que ello implica. Lo echo mucho de menos».
Susan me contó que la muerte de Michael la había dejado desolada.
—Cuando pienso en Michael, intento no centrarme en la última época, que fue muy triste. Cuando pienso en él, recuerdo simplemente cuánto nos divertíamos. Siempre estábamos planeando hacer esto o aquello. Recuerdo que cada día era un acontecimiento, siempre hacía que las cosas fueran especiales. Y pienso: «Dios mío, la vida se ha vuelto tan aburrida sin él».
Pero lo más importante fue que Pete me puso en contacto con Mary, la hermana de Michael en la vida, si no de sangre. Vive en Florida cerca de sus nietos y mira hacia atrás, a la odisea con el niñito de Roscrea, consciente de que las cosas podían haber sido muy diferentes. Si Anthony Lee no le hubiera llegado al corazón a Marge Hess aquel día de agosto de 1955, Mary habría volado sola en el vuelo nocturno de Shannon a Estados Unidos; habría estado sola con su nueva familia esa Navidad en San Luis y se habría enfrentado al resto de su vida sin el apoyo de su mejor amigo. Ella había regresado por su cuenta a Roscrea, había llevado allí a su nuevo marido, y hablaba de seguir el ejemplo de Mike y buscar a su propia madre biológica. Vive con la certeza de que, un día, se reunirá con su hermano.
—Michael fue mi confidente y yo el suyo durante toda la vida. Lo he echado mucho de menos durante todos estos años, desde que se fue. Cuando estuve en Roscrea, hablé con la madre superiora. Le dije que cuando muriera me gustaría que me llevaran allí para enterrarme y le pregunté si habría algún problema para que lo hicieran al lado de mi hermano. Porque, cuando enterraron a Michael, hacía cien años que nadie cavaba una tumba allí, así que supongo que necesitarían un permiso especial para hacerlo. Pues bien, me dijo que, si quería ser enterrada en Roscrea, tendría que ser donde estaban las monjas, que podrían darme sepultura en aquel cementerio. Después de pensarlo un poco, me parece bien, aunque preferiría estar enterrada al lado de mi hermano.
Philomena visita Roscrea con regularidad y yo he estado junto a ella delante de la tumba de su hijo. Aunque han pasado más de cincuenta años desde la última vez que habló con él en vida, sigue haciéndolo en la actualidad.
—Gracias a Dios que estás de nuevo en casa, en Irlanda, hijo. Ahora aquí puedo visitarte. Pero, cuando viniste, nadie te dijo nada. Nadie te dijo que te estaba buscando y que te quería, hijo mío. Qué diferente podía haber sido todo…
La búsqueda de Anthony ha llegado a su fin, pero hay una última pista. En nombre de Philomena, he hablado con el archivista del Gobierno de Irlanda y con la oficina de correos de Limerick para intentar encontrar a un empleado público alto y moreno llamado John McInerney. Tenía veintipocos años cuando conoció a Philomena Lee en el carnaval de Limerick, en Ennis Road, en octubre de 1951. Han surgido algunas líneas de investigación que estamos siguiendo, pero esa, como se suele decir, ya es otra historia.